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Los espías no hacen milagros

Uno de los efectos del gran fiasco es que ahora somos mucho más conscientes de las limitaciones de esos medios frente a las técnicas de disimulo y engaño

Es más fácil esconder que encontrar. Hay que ser indulgente con los espías. Por su misma naturaleza, la historia de los servicios de inteligencia es una historia de espectaculares fallos. Al menos la historia visible. Nadie cuenta los accidentes que se han podido evitar sino los que se han producido y nadie espera un tráfico con cero accidentes. Es absurdo demandar algo análogo del espionaje. A veces tienen grandes éxitos, pero no pueden ser aireados. Pero hay gobernantes que los desprecian sistemáticamente. McMillan decía que Inglaterra estaría mejor sin ellos y Clinton acostumbraba a no leer los informes diarios destinados al presidente y se pasaba semanas sin recibir al director de la CIA. A muchos no les importa lo que cuestan con tal de que no den la lata.
 
Pero cuestan mucho y la colección de grandes informes en Estados Unidos sobre los fallos de información a propósito de la guerra de Irak y las armas de Sadam, que llevan camino de convertirse en un subgénero literario, han revelado que tampoco hay que pasarse con la indulgencia. No se trataba sólo de dificultades insuperables sino también de rutina, inadecuación, inercias burocráticas y mucho más. Bajísima rentabilidad para los muchos dólares invertidos. Cierto que penetrar algunos regímenes, precisamente los que representan una amenaza, es a veces poco menos que imposible. Lo fue con Stalin y el caso de Sadam no le iba mucho a la zaga, aunque el grado máximo seguramente lo representa Corea del Norte. A veces un capitoste se escapa con información supuestamente preciosa, pero nunca se puede tener la certeza de si lo es o se trata de una milonga para vivir del cuento el resto de su vida. Normalmente un mezcla de ambas.
 
El informe de la “Comisión sobre las Capacidades de Inteligencia de los Estados Unidos respecto a las Armas de Destrucción Masiva”, aparecido en su versión publica el 1 de Marzo, contiene, por razones obvias, relativamente poca cosa sobre los casos iraní y coreano pero presenta un extenso capítulo sobre Irak y la rotunda conclusión de que todo lo que creían saber antes de la guerra estaba equivocado. Ratifica lo que ya había dicho otra sesuda investigación del Comité de Inteligencia del Senado, aparecida el pasado junio, concluyendo que las erróneas afirmaciones de los profesionales no estuvieron en ningún caso influidas por presiones gubernamentales. La raíz de los fallos está en la escasez de datos que poseían y en los supuestos básicos desde los que fueron analizados.
 
Esos supuestos parecían lógicos dado lo que se sabía de la personalidad de Sadam y la naturaleza de su régimen. Pero la rotundidad de las afirmaciones que entonces hicieron estaba destinada a encubrir la escasez de las informaciones que realmente poseían. Tras años de observación con medios técnicos que parecían casi mágicos llegamos a creer que todo lo veían, todo lo escuchaban y nada se les escapaba. Uno de los efectos del gran fiasco es que ahora somos mucho más conscientes de las limitaciones de esos medios frente a las técnicas de disimulo y engaño. Para no confesar la escasez de datos objetivos se fiaron en deducciones que parecían lógicas. Estaban tan seguros de que las armas iban a aparecer por todas partes en cuanto los soldados pusieran pie sobre territorio Iraquí que no dudaron que los hechos les darían la razón y sus carencias de conocimiento pasarían inadvertidas. No fue así y ahora el mundo se les viene encima y la profusión de recomendaciones para enderezar la Inteligencia no son más que una muestra del desconcierto sobre cómo hacerlo.

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