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Los piratas como amenaza

Abastecer barcos de ese porte patrullando indefinidamente en el medio del océano no es sencillo ni barato ni siquiera para el poder naval americano, que no está concebido para librar una tal guerrilla marítima.

Los piratas del Caribe son ahora fantásticos y divertidos; los del Índico occidental, de carne y hueso y letales. Se han convertido en noticia habitual y en preocupación de estrategas al más alto nivel en las más avanzadas naciones. Según el secretario de Defensa, Robert Gates, el Consejo Nacional de Seguridad del los Estados Unidos se ha ocupado últimamente de ello casi a diario. A partir de la casi inexistente Somalia, con la mayor longitud de costa de toda África, estos bandoleros del mar cubren un área cada vez más grande, tres veces España, incluyendo el Golfo de Adén, al sureste de la península Arábiga, lo que significa el acceso al mar Rojo y por tanto, en último término, amenazando nada menos que el tráfico que discurre por el Canal de Suez. Están eclipsando, como noticia, a otros colegas suyos más veteranos, que operan en el sudeste asiático, en las proximidades del estrecho de Malaca, entre la península malaya y la isla indonesia de Sumatra, a cuya entrada por el este se encuentra Singapur. Estamos hablando de dos puntos vitales del tráfico marítimo mundial, en las dos principales rutas petroleras del mundo, hacia el este y el oeste.

Hay quien contempla la posibilidad de que vuelva a renacer la piratería en el Mediterráneo, desde algunos puntos de su costa meridional. No es del todo inverosímil. Y el ejemplo es susceptible de cundir a otras zonas del mundo, con lo que estaríamos dando un salto atrás de más de un siglo, pues las marinas británicas y americanas erradicaron este azote de la humanidad en el siglo XIX.

¿Por qué ahora no si son mucho más poderosas? Esperemos que todo se ande, pero de momento los obstáculos son variados. Los armadores están mucho más dispuestos a pagar rescates que a prestar apoyo a una actitud de enfrentamiento. Los piratas, aunque procedentes de capas miserables de un país que no merece tal nombre más que en un sentido meramente geográfico, no carecen de apoyos y de tecnologías punta, como los GPS con los que fijan su posición con exactitud. Su armamento, deleznable para un moderno buque de guerra, carece de rival en las inermes tripulaciones de la marina mercante. En tierra están en estrecho contacto con las milicias islamistas que controlan buena parte del país y varias de las ciudades portuarias. Los cobijan, los financian, los entrenan y se lucran del botín. Estas milicias son afines a Al-Qaida y en varios de sus comunicados bin Laden y al-Zawahiri han elogiado sus actividades. Si duda, el servicio de estudios de tan eficiente organización las analiza diligentemente y planea las posibles ampliaciones futuras. Sus agentes en el Golfo Pérsico y otros con espíritu puramente comercial proporcionan a los somalíes información sobre rutas y cargamentos.

La reciente liberación del capitán de un carguero americano nos da idea del carácter enormemente asimétrico del enfrentamiento. Un voluminoso destructor contra una lancha salvavidas. Abastecer barcos de ese porte patrullando indefinidamente en el medio del océano no es sencillo ni barato ni siquiera para el poder naval americano, que no está concebido para librar una tal guerrilla marítima. Pero el mayor problema hasta el momento han sido unas reglas de enfrentamiento muy restrictivas, propias de un mundo en el que la piratería había quedado reducida a las narraciones de aventuras. Y no hablamos de la rendición preventiva que caracteriza al trío Zapatero, Moratinos, Chacón, por no mencionar a Bono, que prefiere que maten a nuestros soldados, perdón, él, a que disparen contra el enemigo. Pero con la última iniciativa de Obama y la casi simultánea francesa de detener a sospechosos en pleno mar y llevarlos a Francia para juzgarlos esperemos que las cosas empiecen a cambiar. Si Garzón no lo impide. 

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