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Primeras valoraciones

Evitar que partidos fundamentalistas reemplacen a los dirigentes expulsados es una cuestión que nos afecta a todos, y la comunidad internacional deberá participar activamente en evitarlo.

Como ya hemos contado estos días, los acontecimientos en el mundo árabe han acabado dando la razón a los odiados neoconservadores: las dictaduras árabes acaban generando tal grado de frustración y empobrecimiento que terminan por estallar de manera imprevista y con unas consecuencias desconocidas. Bush tenía razón, y quienes le criticaban por imprudente se equivocaban y engordaban la bomba. Así que la primera conclusión estratégica es que las dictaduras árabes acaban siempre estallando, tanto allí como aquí, y seguirán estallando en el futuro. No hay dictadura que nos garantice la estabilidad. Ahora bien, si no podemos derribar gobernantes, al menos sí podemos y debemos no otorgarles nuestra confianza.

El movimiento es lo suficientemente amplio y lo suficientemente profundo como para concluir que hay un antes y un después de lo ocurrido. Túnez y Egipto cambiarán. Argelia, Libia, Yemen y Jordania están los siguientes en la lista, se salven al final o no los gobernantes; en Arabia Saudí, Marruecos, Omán o Dubai las manifestaciones han sido pocas, pero inauditas en sus calles. En Sudán, incluso el proislamista al Bashir ha sufrido movilizaciones contra la corrupción. Los regímenes que no caigan ahora quedarán tocados: presionados desde dentro por sus ciudadanos y desde fuera por los países en los que la revuelta triunfe. No podemos estabilizar nosotros una región efervescente, pero podemos constatar que se avecinan tiempos de gran inestabilidad y prepararnos para ello.

Los Mubarak y los Ben Alí del mundo no han sido una solución y no lo serán en el futuro. Los que queden o los que vengan, deben tener claro que pese a sus promesas a Occidente, serán un problema y serán tratados. Para Occidente éstos no son buenos compañeros de viaje, y más vale que la comunidad internacional ponga en marcha una agenda para obligar a los que sobrevivan a la ola a iniciar las reformas necesarias. Ahora es el momento, cuando han visto las barbas del vecino cortar y tienen algo que perder. No podemos hacer las transiciones a la democracia por ellos; pero podemos ayudar a quienes quieran hacerlas y presionar a los reticentes a las reformas.

Sabemos que es difícil juzgar una revolución cuando está en marcha: en ella participan personas sólo unidas contra un enemigo común. Una revolución se juzga a posteriori, de acuerdo a su término, a su finalización. Si estos regímenes son sustituidos por otros que garanticen libertades básicas, representación política y transparencia institucional, la cosa habrá merecido la pena. Pero si estos regímenes son sustituidos por repúblicas islámicas con regímenes totalitarios, el fracaso será enorme. Y no sólo para sus habitantes, también para el resto del mundo: evitar que partidos fundamentalistas reemplacen a los dirigentes expulsados es una cuestión que nos afecta a todos, y la comunidad internacional deberá participar activamente en evitarlo, e involucrarse en las transiciones. No podemos participar en las elecciones y procesos constituyentes, pero podemos apoyar a quienes sí lo hagan defendiendo valores democráticos.

Para ello hay que acabar con el complejo de inferioridad ante los islamismos. Sin su presencia, no habría miedos ni angustias ni problema alguno: viviríamos transiciones como las de Europa del Este, llenas de incógnitas pero esperanzadoras. En verdad, a las dictaduras corruptas pueden suceder, a corto o medio plazo, dictaduras corruptas y aún más totalitarias. Y no se trata ya de islamistas radicales, sino de aquellos que, como Erdogan, islamizan las instituciones tan pronto como se sienten fuertes para hacerlo. Integrar al islamismo llamado moderado en las instituciones es un error que se acaba pagando. A largo plazo, son tan peligrosos los Erdoganes como los Mubaraks. Frente a ello, no podemos impedir que el islamismo moderado llegue al poder, pero podemos y debemos desconfiar profundamente de él y sus intenciones.

Si los Hermanos Musulmanes entran en el Gobierno egipcio ahora, o logran el poder tras unas elecciones, el efecto en términos psicológicos será enorme. Lo mismo en Túnez o Yemen. Su victoria será interpretada como una victoria moral del islamismo frente a la democracia, y desde Indonesia hasta Mauritania implicará una legitimación política importante de estos grupos y de esta ideología. Desde luego, no podemos impedir que aquí o allá el islamismo celebre triunfos; sí podemos ayudar a que sea derrotado en cuantos más lugares mejor, poniéndonos del lado de quienes lo resisten.

Los equilibrios y alianzas entre países y grupos en la región –y dentro de los distintos países– cambiarán o serán alteradas. Aquí no hay marcha atrás. Sudán, Egipto, Yemen, Túnez, Líbano pueden metamorfosearse drásticamente, no siempre para bien. En medio queda como estable la democracia israelí, amenazada. Desde luego, no podemos evitar que el peligro para ésta aumente considerablemente; pero podemos y debemos estar del lado de nuestro aliado y defenderlo en tiempos que le pueden ser difíciles. Lo mismo que con aquellos defensores de la libertad que surjan en estos países.

Si se agudizan frentes para la democracia que parecían estables, se abren otros donde no los había, en territorio desconocido. Las revueltas muestran que la calle árabe es ya políticamente activa, gracias a las nuevas tecnologías: internet o televisión vía satélite. Las sociedades árabes se han incorporado a la globalización, y un joven en El Cairo o Argel es tan activo y reactivo como uno de Seattle o Londres. No podemos ni debemos controlar qué se ve o a qué se conectan estas sociedades –que es lo que han intentado los dictadores– pero podemos mostrarles las ventajas de un régimen de libertades, a cuyas ideas tienen acceso. Y aquí se incluyen también quienes viven ya bajo la bota islamista, en Irán o Gaza.

Por último, la inestabilidad y el caos han provocado con rapidez desplomes en las bolsas y subidas en el precio de hidrocarburos. Y eso que aún no hemos asistido a cambios en las posturas de estos países. Un ascenso islamista al poder en estos países provocará terremotos económicos relacionados con dos aspectos: el aprovisionamiento de hidrocarburos -con especial atención al de España en Argelia– en la región; y el transporte marítimo con atención al eje Canal de Suez-Mar Rojo, con Egipto en un extremo y Yemen al otro. No podemos impedir que esta región del mundo se vuelva inestable: pero podemos y debemos buscar la forma de proteger nuestra economía y nuestro suministro energético.

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