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¡Que vienen los rusos!

Putin ha sabido tejer una extensa red de complicidades mediante el uso de prebendas. El caso más flagrante puede ser el de Gerard Schröder, contratado por Gazprom el mismo día en que dejó la cancillería alemana.

Hoy comienza la visita del presidente ruso, Dimitri Medvedev. La primera que realiza a un país de la UE desde que fue elegido presidente. Hay que suponer que en la estela de la que en su momento realizó a su vez Vladimir Putin, quien también eligió España –entonces del PP– para su primer viaje oficial al extranjero.

Hay una película de 1966, ¡Qué viene los rusos!, en la que un pequeño pueblo de la coste noroeste de los Estados Unidos recibe la sorprendente visita de un submarino espía ruso, que queda varado en la bajamar frente a sus playas. En plena Guerra Fría, los rusos son recibidos como enemigos y todos los vecinos se aprestan a defender a su país frente al supuesto invasor. Al final, y tras muchas peripecias, los rusos salvan de morir a un niño americano y todo se resuelve entre abrazos y confraternidad. No es este el caso de la visita que ahora hace Medvedev a España.

La cortesía diplomática no puede hacer olvidar que la Rusia actual vive en un sistema de libertades recortadas. Medvedev habla de democracia tutelada, pero debería referirse a ella como Putincracia, una vía de superación de la mafiocracia desarrollada bajo Yeltsin, pero muy alejada de las prácticas habituales en una democracia occidental de corte liberal. Para empezar, en los últimos años, el Kremlin ha acabado con la libertad de prensa y opinión, colocando en el disparadero, muchas veces literalmente, a quien criticaba a los gobernantes; el Kremlin ha puesto en marcha una política de concentración de poder en detrimento de las descentralización política y de las competencias de las regiones; y el Kremlin ha desvirtuado el funcionamiento democrático al considerar como vasos comunicantes los puestos de presidente de la República y primer ministro. Putin heredero de sí mismo.

En segundo lugar, el respeto a los derechos humanos es una cuestión más que dudosa. Los occidentales tienen una gran parte de responsabilidad de los sucedido, por ejemplo, en Chechenia, donde al amparo de la guerra contra el jihadismo, Rusia ha desatado una lucha sin cuartel contra todo independentista, fundamentalista o no, y contra cualquier crítico de Moscú, independentista o no.

En tercer lugar, la acción exterior del Kremlin se ha basado en el chantaje a Europa por medio de su suministro de gas, que abre y cierre según sus conveniencias del momento y en la permanente búsqueda de imponer sus tesis. Por medios tortuosos, como en Ucrania, donde juega con la minoría rusa de aquel país, o violentos, como con la invasión de Georgia en eso que ahora los europeos llaman la guerra de Osetia del Sur, a pesar de que se desarrollara, en realidad, en suelo georgiano. El Kremlin se considera con pleno derecho a dictar el futuro de sus vecinos, recreando la política de esferas de influencia que tan nefastas consecuencias trajo para Europa en el pasado.

Pero lo más sorprendente de todo esto no es el comportamiento ruso –que, al fin y al cabo, busca maximizar el logro de sus intereses tal y como los definen sus gobernantes– sino el clamoroso silencio de los europeos. Ni la invasión de Georgia ni las violaciones al acuerdo de alto el fuego han sido suficiente para cambiar esta actitud, a medio camino entre los temeroso y lo inexplicable.

Es posible que en buena medida esta aparente claudicación tenga menos que ver con los principios que con los intereses de muchos políticos europeos. Putin ha sabido tejer una extensa red de complicidades mediante el uso de prebendas. El caso más flagrante puede ser el de Gerard Schröder, contratado por Gazprom el mismo día en que dejó la cancillería alemana. Los intereses comerciales en Rusia de Silvio Berlusconi también han debido favorecer que su Gobierno se negase a imponer sanciones contra Rusia después de la invasión de Georgia. Y en España esta red también existe.

Recibir los primeros a Putin en junio de 2000 le sirvió de poco a España, como tampoco nos servirá ahora ser los primeros anfitriones de Medvedev. Rusia sabe lo que quiere. ¿Lo sabemos nosotros?

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