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Revancha electoral

El sentimiento de rechazo a Obama es tan intenso en las filas republicanas y en dos tercios de los independientes que es prácticamente imposible que las sólidas predicciones del momento puedan ser desmentidas a última hora.

Al partido de la oposición suele irle mejor en las importantes elecciones del medio mandato que en las presidenciales de dos años antes. Pero los bandazos de la política americana en las dos últimas décadas superan todos los precedentes y hacen que seis semanas –las que restan para la cita del 2 de noviembre– sean una eternidad. Pero muy gordo tendría que ser el milagro para que a estas alturas cambiara la dirección de la corriente que va a barrer a los demócratas, que desde la victoria de Obama y su triunfo en las dos cámaras contemplaban un panorama de dominio imbatible durante una generación o quizás medio siglo.

Antes Karl Rove, el consejero áulico de Bush, había concebido transformar el predominio demócrata de cuatro décadas en algo equivalente para su partido en el próximo futuro. En el 2004 su patrón había revalidado la presidencia a pesar de Irak, mejorando los resultados del 2000, personalmente y en el parlamento. Pero ya en el 2006 perdía las cámaras y en las presidenciales del 2008 los demócratas de Obama arrollaron. Otra pirueta electoral la había protagonizado anteriormente Clinton. Después de su victoria en el 1992 fue batido en toda la línea por los republicanos de Newt Gingrich en las intermedias del 1994, con mayoría en el Congreso por primera vez en décadas. Pero a pesar de los escándalos, Clinton consiguió recuperase y repetir en el 1996.

Con tantas vueltas y revueltas, la política americana se ha convertido en el reino de quién sabe, pero a mes y medio de la cita con las urnas todos los elementos de previsión apuntan unidireccionalmente a una gran victoria republicana, que superará cómodamente los 39 escaños que necesita ganar para ejercer el control sobre la Cámara de Representantes y que puede incluso que consiga los 9 senadores que le llevarían a un 50-50 con sus rivales, suficiente para paralizar cualquier iniciativa legal a la que se opongan.

Evitar un 1994 ha sido el último objetivo de los demócratas, que van viendo cómo se les escapa de las manos. La única diferencia a su favor en esta ocasión es que están en máxima alerta. Pero la ausencia de sorpresa hará más amarga la derrota. Frente a todas las propuestas de sacar algún sorprendente conejo a última hora de la chistera política, el divino Obama ha respondido olímpicamente: me tenéis a mí. Respuesta reveladora, porque muestra que su ciega confianza en sí mismo no ha sido socavada y que su percepción de la realidad deja mucho que desear, porque precisamente "mí" es el problema. Si algo ha caracterizado esta campaña es su ausencia de las lides electorales. Nadie quiere su tóxico apoyo, que ya hace meses contribuyó a la derrota de dos candidatos a gobernador en Virginia y Nueva Jersey, y a la pérdida del legendario puesto de senador por Massachusetts que había ostentado casi vitaliciamente el fallecido Ted Kennedy. Todo debía haber sido pan comido para el partido del presidente, cuyos candidatos ponen ahora todo su esfuerzo en borrar sus relaciones con las hazañas legislativas de los dos últimos años, especialmente los más de ochocientos mil millones de inútil estímulo para la economía y la ruinosa e intervencionista reforma del sistema de seguros médicos.

La única esperanza para los atribulados demócratas reside en que el movimiento conservador que ha servido de ariete para derribar la puerta de la fortaleza obámica, el Tea Party, divida a los republicanos y promueva candidatos excesivamente pintorescos y derechistas. Toda su campaña está centrada en desacreditar personalmente a sus rivales, pero todas las encuestas indican que de poco les va a servir. Ciertamente, el proteico movimiento conservador se enfrenta al conformista aparato del partido, y en algún caso ha hecho elegir como candidato a un personaje que compromete la posibilidad de victoria de su formación política, quebrando la regla de la gran luminaria del moderno conservadurismo americano, William Buckley, que decía que había que designar al candidato más conservador que fuera elegible, lo que se complementa con la regla Duran, según la cual el peor candidato republicano es mejor que el mejor demócrata. Pero a pesar de algunas fracturas, el sentimiento de rechazo a Obama es tan intenso en las filas republicanas y en dos tercios de los independientes y tan grande la desilusión en una parte apreciable de los que en el 2008 lo votaron con expectativas mesiánicas, que es prácticamente imposible que las sólidas predicciones del momento puedan ser desmentidas a última hora.

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