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Terror en Times Square

La teoría de que las crueles cornadas del hambre radicalizan a esos desesperados jóvenes vuelve a caerse por su base mientras que la del adoctrinamiento religioso se reafirma una vez más.

Decididamente a los yihadistas les gusta lo grande y lo importante. Washington y Nueva York siguen siendo sus blancos preferidos en Estados Unidos y la segunda lo es a escala mundial desde el primer atentado contra una de las torres gemelas en 1993. En cualquier otro país, sus capitales. Tienen fijación con los medios de transporte, aunque esta vez fue un clásico coche bomba en un lugar rebosante de público. Con el refuerzo de material inflamable que rodeaba al explosivo podía haber matado a docenas. El terrorista detenido la semana pasada, aunque había sido aleccionado al efecto en la inquietante frontera de Pakistán con Afganistán, no había llegado a dominar el oficio. Su artefacto era imperfecto. Hubo suerte y varios de los presentes en el primer plano hicieron lo que debían con prontitud. El lugar estaba lleno de cámaras pero el valor de una cámara es el del cerebro que está observando la pantalla, y es obvio que hay muchos menos que instrumentos ópticos. Las cámaras no sirven para prevenir, pero sí, con mucho trabajo y bastante suerte, para investigar a posteriori. Magnífica labor policial ha sido la que siguió al atentado. Parece corroborar la fama que goza en Estados Unidos la sección antiterrorista de la policía de Nueva York, como la mejor en su especie.

Si el aficionado había asistido a la mejor academia del ramo, es de suponer que otros aspectos de su trabajo fueran menos improvisados que el mecanismo explosivo. Por ejemplo, la elección del blanco, en la más emblemática de las plazas neoyorkinas, un sábado 1 de mayo en hora punta. Se trata de mantener una sensación de vulnerabilidad que choca frontalmente con el propósito de la administración Obama de juzgar a Khalil Sheikh Muhammad, más conocido como KSM –el cerebro del 11-S y el agente del terror más elevado en la jerarquía de Al Qaeda que jamás haya sido detenido–, en la Gran Manzana por un tribunal civil. No es más que un acto de sectarismo anti-Bush, cuando a estas alturas Obama ya ha tenido que reconocer de facto que no hay lugar menos malo para tener terroristas a buen recaudo que Guantánamo. Equivale a una invitación a un gran atentado cuya amenaza puede tener en vilo a la megalópolis durante semanas o meses, al tiempo que se le proporciona al personaje y todo lo que representa la más extraordinaria plataforma propagandística.

El atentado hace el número 31 de los fallidos en suelo americano desde el 11-S. Naturalmente, habrá habido otros muchos que se abortaron antes de su puesta en marcha y otros que fracasaron silenciosamente sin que nadie pudiera contabilizarlos, pero lo importante en todo esto es que las intenciones cuentan como indicadores del peligro tanto como los éxitos, aunque sean invisibles. Como dicen los terroristas, "nosotros tenemos que acertar sólo una vez, vosotros siempre". Y ya se sabe lo difícil que es ese siempre.

El protagonista de la hazaña, el joven fanático Faisal Shahzad, es hijo de un general del aire pakistaní. Su predecesor de unos meses atrás Abdulmutallab, que trató de volar un avión el día de Navidad, poco antes de que aterrizase, con explosivos ocultos en su ropa interior y sus partes más íntimas, era el retoño de un importante banquero nigeriano. La teoría de que las crueles cornadas del hambre radicalizan a esos desesperados jóvenes vuelve a caerse por su base mientras que la del adoctrinamiento religioso se reafirma una vez más. Seguimos en una larga guerra cuyo final no se vislumbra.

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