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To Bibi or not to Bibi

Netanyahu ha sido especialmente hábil con su propuesta. Acepta lo que nadie esperaba que aceptase y así gana tiempo para conseguir un nuevo clima de entendimiento con americanos y europeos. Que le hace falta.

El pasado domingo el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, Bibi, pronunció su primer gran discurso político desde su acceso al poder hace un par de meses. Todo el mundo estaba expectante y, al igual que sucediera con el de Obama en El Cairo, se decía que iba a ser una intervención histórica. Y en gran medida así ha sido. Pero no tanto por su contenido como por las circunstancias que han rodeado esta alocución.

Para empezar, se iba a pronunciar justo después del discurso de Obama en El Cairo, por lo que expertos y público esperaban que fuese una respuesta al mismo. Sobre todo porque Obama en El Cairo había planteado una demanda concreta a Israel –la congelación de los asentamientos– y una petición más genérica, la aceptación del road map de 2003 y la solución de los dos Estados. Algo que, se pensaba, era imposible de aceptar por la coalición de centro-derecha que gobierna Israel desde las pasadas elecciones.

En segundo lugar, se esperaba que Netanyahu se enfrentara a la nueva política de la Administración Obama hacia la zona, incluido Israel, y que se ha caracterizado por una creciente simpatía por los planteamientos palestinos y el deseo de mejorar la imagen de América en el mundo árabe a través de dudosas concesiones, como sentarse a negociar con el régimen de los ayatolas en Irán. Este factor, esa nueva actitud hacia Israel, mucho más crítica y menos amigable por parte de los Estados Unidos es un factor que por fuerza debía tenerse en cuenta por parte del líder israelí.

En tercer lugar, está la realidad de una autoridad palestina dividida y la Franja de Gaza en manos de los terroristas de Hamas con los que ninguna negociación es viable a corto plazo. Es más, está el espectro de que la Autoridad Palestina de Abbas, en Cisjordania, pueda caer en manos de los extremistas y radicales si Israel se planteara un plan de abandono como el llevado a cabo en Gaza. Es más, es claro que Israel no se puede permitir el lujo de ser bombardeado con cohetes de corto alcance desde Cisjordania, pues a pesar de lo rudimentario de muchos de estos sistemas, puntos tan vitales como el aeropuerto internacional, amén de múltiples instalaciones militares israelíes, quedarían a su merced y alcance.

Por último está la reelección de Mahamud Ahmadinejad en Irán con lo que eso supone en relación al programa nuclear. A saber, más confrontación, menos diálogo y mayor empecinamiento para hacerse con la bomba cuanto antes.

Es este conjunto de factores lo que verdaderamente es histórico para Israel, pues significa, en la práctica, una acumulación de amenazas existenciales y, lamentablemente, un menor apoyo internacional para hacerles frente. Por eso era impensable que Benjamin Netanyahu pudiera plantearse un discurso de enfrentamiento a Obama. Sería suicida política y estratégicamente. De ahí también que tuviera que aceptar realizar algunas concesiones.

Netanyahu es hábil e inteligente y ha elegido aceptar lo más inaceptable desde el punto de vista teórico de la derecha israelí, la solución de los dos Estados, y evitar tener que enfrentarse desde ya al espinoso asunto de los asentamientos. Ahora bien, a la luz de la reciente experiencia en Gaza, Netanyahu ha hecho bien en anteponer algunos requisitos –cualidades– de todo Estado palestino. Ha exigido dos cosas: una política, que el mundo árabe y ese futuro Estado palestino reconozcan el derecho a existir de Israel en tanto que Estado judío; y otra de carácter estratégico, que el futuro Estado palestino sea una zona desmilitarizada.

El mundo occidental y la comunidad internacional siempre hablan de un Estado palestino, pero ya hemos visto que eso no es suficiente. Hay que exigir una gobernanza, transparencia y libertad que hoy por hoy no disfrutan los palestinos; hay que exigir limpieza y lucha contra la corrupción para poder implantar una economía de mercado que funcione; y hay que exigir un compromiso activo con la seguridad de Israel.

Natan Sharansky ha venido defendiendo que sólo a través de la democratización de los palestinos podrá avanzarse en el proceso de paz. Netanyahu adopta una postura más pragmática: pide que ese futuro Estado esté desmilitarizado de manera permanente e irrevocable.

Netanyahu ha sido especialmente hábil con su propuesta. Acepta lo que nadie esperaba que aceptase y así gana tiempo para conseguir un nuevo clima de entendimiento con americanos y europeos. Que le hace falta. Sin embargo, para algunos es una idea impracticable que sólo puede paralizar el proceso de paz. Demasiado poco, demasiado tarde.

Nosotros, por el contrario, creemos que es demasiado y demasiado pronto. El concepto es atractivo, pero imposible de hacer valer. ¿Quién asegurará la efectiva desmilitarización de Cisjordania? ¿La OTAN? ¿La ONU? ¿La UE? A tenor de la experiencia en el sur del Líbano, mucho tendrían que cambiar las reglas de enfrentamiento y los mandatos políticos para que los israelíes pusieran su seguridad en las manos de terceros. Y si lo hiciesen los soldados de la IDF, poco se habría avanzado.

Es más, es poco creíble que los palestinos renuncien de manera permanente a contar con un ejército. Al fin y al cabo los Estados Unidos ya están gastando dinero y emplazando instructores para que lo tengan. Por mucho que prometan en la actualidad, esas palabras pueden cambiarse en unos años. ¿Qué podría hacer entonces Israel? Y aún peor, nadie puede asegurar que aun sin ejércitos los palestinos no pueden plantear una amenaza real y letal contra Israel. Hamas cuenta únicamente con milicias.

Poner contra las cuerdas a Israel para congraciarse con el mundo musulmán tiene implicaciones de largo alcance. Seguir por esa senda puede ser muy peligroso. Para Israel y, al final, para todos nosotros. Dejemos que Bibi sea Bibi por una vez.

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