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George Will

Ted Kennedy

Recordaremos a los Kennedy sin dejarnos llevar por las lágrimas. Aunque fueron una gran familia estadounidense, ni siquiera son la familia más relevante de Massachusetts: los Adams nos dieron dos presidentes. No importa.

En la convención de los demócratas de 1960 celebrada en Los Ángeles se nominó a John Kennedy como candidato. Su hermano Ted, de 28 años, se encontraba entre la delegación de Wyoming cuando ésta selló la victoria. Él era entonces el hermano destinado a las misiones de menor importancia. Se acabaría convirtiendo en el hermano más consecuente.

Sus dos hermanos políticos eran jóvenes con prisa: John se convirtió en el presidente electo más joven a los 43 años de edad; Robert falleció a los 42 años, postulándose a la presidencia tan pronto como fue posible tras el asesinato de su hermano. Ted llegó a encarnar la paciencia de la política. El carisma es menos eficiente de lo que imaginan los melindres; la constancia no basta, pero es imprescindible.

Se dice que primero están las matemáticas de la Constitución y después la vida de la institución. La Constitución convierte al senador en el 1 por ciento de la mitad de las tres ramas del gobierno federal. Pero la química intangible e incuantificable de la personalidad en un pequeño laboratorio como el Senado hizo imprescindible a Ted Kennedy.

En el Senado, como en todas partes, el 80 por ciento del trabajo importante es realizado por el 20 por ciento que tiene talento. Y el 95 por ciento del trabajo es realizado lejos del estrado, de los comités, de la vista, donde las convicciones impregnadas por el buen humor son la divisa de los logros. Allí Ted Kennedy, que llevaba la política del irlandés de Boston en su código genético, floreció. Lo que dijo Winston Churchill de Franklin Roosevelt –que reunirse con él era igual que abrir una botella de champán y conocerle era como bebérselo– era cierto también en el caso de Ted Kennedy.

Era un progresista sin paliativos en una era en la que el progresismo perdía terreno. Comenzó a retroceder en 1966, cuando todavía le quedaban 43 años por delante en el Senado. Su discurso más célebre, ante la convención de 1980, es recordado por su disertación El sueño nunca morirá pero gran parte de él era robusta condescendencia hacia Ronald Reagan, cuya posterior victoria por un amplio margen fue prueba de una tendencia política que no se vería disuadida por el ridículo. El segundo discurso más memorable de Kennedy, una denuncia notablemente promiscua de Robert Bork, ilustró la relación puramente accidental entre la verdad y la fuerza retórica.

Es un viejo axioma: "Todos los hombres son creados iguales por naturaleza, pero difieren enormemente después". Esta nación obsesionada con la presidencia debería observar que gran parte de los logros de Ted Kennedy fueron posteriores a sus intentos para ser presidente. Puede que él supiera, en el ámbito de su preparada mente política, que su comportamiento en Chappaquiddick, del que se cumplían 40 años el mes pasado, constituía un obstáculo insalvable para sus ambiciones presidenciales, en torno a las cuales había venido siendo profundamente ambivalente. Cuando se postuló sin éxito contra el titular presidencial de su propio partido por la candidatura demócrata de 1980, se vio por fin liberado del lastre de su sentido del deber y de las expectativas y ambiciones de otros.

Kennedy ocupó un escaño del Senado durante casi 47 años, más de la quinta parte de la vida de la Constitución. Llegó en 1962, antes de la aprobación de las importantes leyes de derechos civiles, y antes de las sensibilidades más humanas que esas leyes ayudaron a modelar. Durante gran parte de su carrera formó para de la administración junto a los dos únicos senadores cuyos mandatos fueron más largos que el suyo: Strom Thurmond, de Carolina del Sur, y Robert Byrd, de Virginia Occidental, que todavía legisla a los 91 años de edad. El segundo fue en tiempos miembro del Ku Klux Klan. El primero fue un segregacionista convencido hasta que la Ley de Derechos Civiles de 1964 –a favor de la que votó un porcentaje mayor de republicanos que de demócratas– empezó a alterar el panorama político del Sur. Ted Kennedy participó en el desmantelamiento de la sociedad que las redactó.

Hijo pequeño de los nueve de Joe y Rose Kennedy, Ted fallece 14 días después de su hermana Eunice. Es defendible, y él habría reconocido con humor, que Eunice fue la Kennedy más consecuente, al menos en lo que a la ampliación personal de la felicidad se refiere. Llevó una vida brillante, quizá a causa del oscuro destino del tercero de los hermanos mayores de Ted.

Rosemary era retrasada mental. Fue sometida a una lobotomía e internada. Esta grotesca respuesta del padre de Rosemary a su discapacidad se convirtió en la bendición de los estadounidenses mentalmente discapacitados que vinieron después, cuyos problemas despertaron en Eunice su vocación de mejorar las vidas de los demás.

Recordaremos a los Kennedy sin dejarnos llevar por las lágrimas. Aunque fueron una gran familia estadounidense, ni siquiera son la familia más relevante de Massachusetts: los Adams nos dieron dos presidentes, John y John Quincy, y a Charles Francis, que fue embajador en Gran Bretaña durante la Guerra Civil, y al inclasificable Henry. No importa. Va en detrimento de Ted recordar sus méritos como parte de una familia. Vivió su propia vida en general y la contabilidad de ella muestra un balance notablemente positivo.

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