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George Will

Tenemos los jueces que merecemos

"Cuando las naciones extranjeras descartan el despotismo y asumen la reforma de sus sistemas judiciales", escribía Roberts, "toman como referencia la judicatura de Estados Unidos como modelo para garantizar el Estado de Derecho".

El día de Año Nuevo, John Roberts, el juez que preside el Tribunal Supremo, cumplía con su deber de informar de las condiciones de la judicatura federal. Su breve pero persuasivo alegato se perdió en la cacofonía de las noticias políticas.

Además, ¿por qué preocuparse de la judicatura? En el número 78 de El Federalista, Alexander Hamilton escribía que el Poder Judicial es la rama "menos peligrosa" del Estado. "No teniendo ni intencionalidad ni poder ejecutivo, sino simplemente juicio", "no influye ni sobre las armas, ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad, y no puede tomar ninguna resolución activa".

Pocos pasajes de El Federalista resultan hoy en día tan anacrónicos. Casi todos los conflictos sociales parecen conducir a la judicatura, y con frecuencia llegan hasta el Tribunal Supremo. De manera que el informe de Roberts sobre la situación de los tribunales debería interesar a un país que está decidiendo cuál será su próximo presidente, quien, si cumple dos mandatos, podrá llenar cerca de la mitad de los 875 puestos de los tribunales federales de la nación. Hoy más que ayer, pero probablemente menos que mañana, la rama judicial es fundamental para el Estado.

El informe de Roberts relata que una vez acompañó a un juez ruso a visitar las lápidas blancas del Cementerio Nacional de Arlington. El ruso colocó una corona en memoria del presidente del tribunal William Rehnquist, quien había proporcionado apoyo moral cuando, durante la transición del comunismo, el poder legislativo ruso impedía las reformas judiciales. "Cuando las naciones extranjeras descartan el despotismo y asumen la reforma de sus sistemas judiciales", escribía Roberts, "toman como referencia la judicatura de Estados Unidos como modelo para garantizar el Estado de Derecho". El problema, sostiene Roberts, es que no estamos pagando lo suficiente para que nuestros tribunales estén a la altura de su importancia en nuestro sistema.

El año pasado, el Comité Judicial de la Cámara de Representantes votó por 28 votos contra 5 a favor de una recuperación significativa, aunque parcial, de lo que se ha perdido: la propuesta de ley habría incrementado el salario que correspondería a los jueces si éstos hubieran recibido los mismos incrementos salariales promedio que los demás empleados federales han disfrutado ¡desde 1989! El Comité Judicial del Senado estaba considerando una legislación similar cuando expiró el curso judicial del año pasado.

La negativa a los incrementos salariales anuales, escribe Roberts, "ha dejado a los jueces federales –el sostén de nuestro sistema de justicia– ganando casi lo mismo (y en algunos casos menos) que los pasantes de bufetes de grandes ciudades, donde viven muchos de los jueces". El precio por enmendar esta situación sería inferior al 0,004% del presupuesto federal. El precio de no hacerlo será un descenso en la calidad de una judicatura cada vez más importante y un cambio en su enfoque. Hace 50 años, alrededor del 65% de los jueces federales procedían del sector privado –del ejercicio profesional– y el 35% del sector público. Hoy en día el 60% procede del sector público y menos del 40% de la práctica privada. Esto origina que una judicatura que es más importante que nunca también sea cada vez más una prolongación de la burocracia que su vigilante.

¿Por qué medios ha llegado nuestra judicatura federal a aumentar tanto su tamaño? Pues convirtiéndose en el sustento del progresismo moderno, en doctrina motriz del Estado regulador y redistribuidor. Los tribunales han sido llevados donde la política, emancipada de sus obligaciones constitucionales, ha metido a la ley: en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana.

En los años 30, el Tribunal Supremo, reconciliándose con la política del New Deal, dejó a un lado la idea constitucional de un Estado federal de poderes limitados. Conforme la política se filtró a la economía y a las demás esferas de la vida cotidiana, regidas hasta entonces por acuerdos privados, la judicatura tuvo que regular la vida cotidiana en función de las leyes que proliferaban por doquier. Ya no existe ninguna memoria viva de cómo era la vida antes de que el Estado federal aflojase el nudo de los límites constitucionales a su radio de acción y dejase de reconocer cualquier límite práctico a sus poderes. Tras el New Deal, la expansión de la esfera política que trajo consigo el programa de la Gran Sociedadacentuó esta tendencia. Como ha escrito James Q. Wilson, el progresismo del New Deal estaba motivado exclusivamente –¡exclusivamente!– por quién obtenía qué, dónde y cómo. En manos de Lyndon Johnson, el progresismo se dedicó a regular quién piensa qué, quién actúa cuándo, quién vive dónde y quién se siente cómo. Los conservadores lamentan esta deriva, aunque por otra parte deben lidiar con sus imperativos, una de los cuales reza:

La ampliación del papel de la judicatura, obra del Estado intervencionista, exige una compensación proporcional a su importancia y a su crecimiento continuo. Esa importancia, aunque deplorable, es un hecho, y también lo es éste: se recibe aquello por lo que paga.

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