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Germán Yanke

La lección del ministro

Ya sabemos por Rodrigo Rato las posibilidades que ofrece la carrera política: Michavila fue subsecretario y ahora es ministro. Ahora sabemos, además, que se las da de filólogo y aconseja que no se llame "piratería" a lo que él denomina "fraude a la creación intelectual". Es bastante ridículo meterse a filólogo sin los conocimientos necesarios, pero aún lo es más, e irritante, ver a un político con tan brillante trayectoria (nada más y nada menos que la que el vicepresidente segundo del Gobierno sugiere para el líder de la oposición) desnudarse intelectualmente ante el foro y mostrarse tan adolescente.

Porque a Michavila, al parecer, le gustan los relatos de piratas y cree que si se usa ese término puede ser interpretado "de un modo romántico". El joven ministro no consigue ni con estos gestos emular a Luis Alberto de Cuenca (que pasó de director de la Biblioteca Nacional a secretario de Estado de Cultura, un trayecto que nadie sugiere a Zapatero) y demuestra, él, que podría ser tan recatado en la cartera de Justicia, que el Romanticismo y su época, que no es precisamente la estricta de la piratería, le resultan tan ajenos como la gestión empresarial, a juzgar por su más que intervencionista propuesta de supercódigo societario. Incluso en su acepción más secundaria y popular, que alude a la generosidad y al sentimiento y no precisamente a las aventuras del saqueo o al arrojo de los ladrones.

¿Pero que sabe Michavila de la piratería? Alejado de De Cuenca en la Administración, dueño de un currículo más esplendoroso, sin tiempo para las lecturas, se diría que la cultura pirata del ministro se reduce a algunas películas anglosajonas. Porque le habría bastado una pequeña enciclopedia infantil para moderar su exhibicionismo. Al fin y al cabo, la piratería (ya sea la dependiente del Imperio Otomano como la protegida por algunos países europeos) dedicó buena parte de su tiempo a atacar, con asesinatos incluidos, el comercio de las flotas españolas y nuestros establecimientos coloniales.

A nadie se le oculta que el asunto es una anécdota, pero se puede elevar también a categoría o a misterio de la vida política que convendría dilucidar: ¿por qué tantos ministros (y algunos tantas veces) tienen la tentación de mostrarse originales? ¿por qué tan a menudo este empeño sólo logra presentarlos como tontorrones?

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