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Germán Yanke

Tres años de desvaríos

En los últimos años hemos conocido muchas propuestas políticas extravagantes y populistas, más próximas a concepciones totalitarias y dictatoriales que a los principios de la democracia y el sistema de libertades. La lista puede ser casi interminable pero no es ajena a España. En el País Vasco (es decir, en el seno de la Unión Europea), hace ahora tres años (esto es, en la frontera del siglo XXI), se dio a conocer un documento estremecedor. El 15 de enero de 2000, el PNV aprobó el texto “Ser para decidir”, un documento fundamental en lo que se ha dado en llamar “deriva soberanista” del nacionalismo vasco. No está de más, me parece, que repasemos ahora algunos de los conceptos fundamentales de esta propuesta. Al menos para no olvidar que una de las más antidemocráticas y viles ideologías se expone con desparpajo sin despertar, hay que reconocerlo, la indignación que merece.

En dicho documento, el PNV establece la existencia de un sujeto político que no es una comunidad de ciudadanos ni se ajusta a la legalidad democrática vigente en España y Europa. Es el Pueblo Vasco, de base étnica (como el propio partido expone en otro famoso documento de 1995), preexistente a cualquier ordenamiento jurídico, que está integrado por territorios –con lo que el suelo y la etnia se funden–, y que tiene derecho a ser reconocido y autodeterminarse.

La primera falacia –impresentable a la inteligencia crítica más elemental– implica la “legitimidad” de un proyecto nacionalista que consiste en dar nuevo molde jurídico, por encima de constituciones y la legalidad vigente aprobada democráticamente, a un país autodeterminado compuesto por la Comunidad Autónoma Vasca, Navarra y el País Vasco francés. El proceso se ha de llevar a cabo en ausencia de violencia, pero esta referencia no alude a ETA (no citada en el documento), sino a que cesen “todas las formas de violencia y coacciones o amenazas de cualquier parte”. Para el PNV no hay una organización terrorista que quiere acabar con las vidas y la libertad de los ciudadanos, sino un “conflicto” en el que aparecen violencias de uno y otro lado, de ETA y del Estado. La “normalización” que precisa el proceso no es, por ello, la desaparición de la banda sino “el final dialogado, participado y cohesionado del conflicto político que afecta a Euskal Herria”. Es más, la pluralidad que se afirma y desea sería, precisamente, dar al entramado de la banda y a su totalitarismo intrínseco una nueva oportunidad política: “poner a todas las alternativas en igualdad de condiciones jurídicas de partida”.

Este proceso antidemocrático no repara en medios y, así, se señala que las instituciones actuales deben articular el desarrollo del mismo. E incluso se reconoce la aparición de “instituciones de nuevo cuño” (ya claramente ajenas a un punto de partida legal y legítimo) que hagan sus aportaciones a un proyecto en el que se redefinan las relaciones internas y externas del pretendido Pueblo Vasco.

Es tal la desfachatez del texto que ahora cumple tres años que, expuesto tal y como fue aprobado, daría vergüenza a los extremistas holandeses, al partido de Le Pen y a las huestes de Haider. Y se sigue hablando de “nacionalismo democrático”.

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