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Gina Montaner

El mal ejemplo

Geithner, Daschle y Killefer han ofrecido disculpas, pero a la opinión pública se le ha quedado un mal sabor frente a estos golpes de pecho que no librarían a muchos ciudadanos de la amenaza de cárcel si se vieran en su misma situación.

Ahora el discurso de investidura de Barack Obama resulta estridente y, en gran medida, hueco. Aquel martes frío y memorable Obama habló, sobre todo, de la importancia de la responsabilidad individual para sacar adelante a una sociedad que vive momentos bajos. Con su voz grave y potente, el nuevo presidente recordó al pueblo americano que ésta es una nación fundada en sólidos principios y valores que había que rescatar de la codicia colectiva de los últimos años. Para muchos se trató de un mensaje esperanzador y con sustancia en medio del vendaval de la recesión.

Pero no ha pasado un mes desde que Obama llegara a la Casa Blanca y mucho le está costando formar un Gabinete, porque en cuestión de días tres de los elegidos para cargos importantes tuvieron que pedir perdón por evasión de impuestos. Primero fue Timothy Geithner, nada menos que el secretario del Tesoro, por la suma de 34.000 dólares. A Geithner le bastó hacer un mea culpa público y se le permitió formar parte del Gobierno. Cuando aún no habían cesado las críticas en la prensa y entre las filas republicanas por su nombramiento, Tom Daschle se vio obligado a renunciar al puesto de secretario de Salud Pública porque de pronto se dio cuenta de que no había pagado 128.000 dólares por el uso de un coche y un chofer que le había brindado una compañía con la que hacía negocios muy lucrativos. Daschle, en quien esta Administración había depositado toda su confianza para hacer milagros con un sistema de medicina pública que deja mucho que desear, ha sostenido hasta al final que su falta se debió a un descuido. Mientras el affair de la limousine y el chofer ocupaba las portadas de los periódicos, otro nombramiento, el de Nancy Killefer como supervisora de gastos gubernamentales en la Casa Blanca, se vino abajo por lo mismo: en su día la señora Killefer había tenido una empleada doméstica pero olvidó declarar las prestaciones sociales de dicha trabajadora.

Geithner, Daschle y Killefer han ofrecido disculpas y han lamentado sus errores, pero a la opinión pública se le ha quedado un mal sabor, una resaca avinagrada, frente a estos golpes de pecho que no librarían a muchos ciudadanos de la amenaza de cárcel o un proceso judicial si se vieran en la misma situación que estos políticos privilegiados. La fecha límite para hacer la declaración de impuestos está a la vuelta de la esquina y la gente, además de la ansiedad por el desempleo creciente, las hipotecas que no se pueden pagar y la imposibilidad de ahorrar, también debe preocuparse de no meterse en líos con el Tío Sam. A su vez, la promesa de un equipo de Gobierno como una suerte de Magic Team que iba a arreglar los entuertos de la administración Bush se desinfla rápidamente.

Todo el mundo comprende que la clase política tiene el mismo ADN que el resto de los mortales, con sus debilidades y miserias a flor de piel como cualquier hijo de vecino. Pero son ellos quienes desde el púlpito arengan y exigen que se viva con el ejemplo porque es la única manera de ejercer la libertad sanamente. Son ellos los que establecen leyes draconianas para castigar a quienes desvirtúan el modelo de una sociedad abierta. Si no, que se lo pregunten a Michael Phelps, cuya inofensiva juerga universitaria podría costarle las medallas olímpicas por toda una adolescencia consagrada a la vida de un delfín. Parafraseando al sensiblero filme Love Story, cuando se trata de los políticos, no basta con decir "Lo siento".

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