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Gina Montaner

El olfato de la memoria

Los núcleos familiares ya no son lo que eran; tal es el cambio que ha experimentado nuestra sociedad, que hoy los noticieros libran una agónica batalla contra la avalancha informativa en internet.

Hasta hace dos años mi única referencia de Dexter era el protagonista de la serie del mismo nombre, un asesino que ha conseguido canalizar sus bajos instintos para una buena causa. Sin embargo, si ahora me preguntaran por él lo primero que me vendría a la mente es el hijo del articulista gastronómico Pete Wells, cuya columna semanal en el New York Times se titula, precisamente, Cooking with Dexter. En ella este epicúreo prepara con el pequeño recetas aparentemente sencillas, pero cimentadas en la materia prima y la recuperación de la buena mesa en medio del tsunami de la comida instantánea y basura.

Si hoy la menciono es porque el pasado domingo Wells publicó su última entrega y su despedida me provocó una inesperada melancolía. Pero, ¿por qué me había aficionado a una sección culinaria cuando nunca me ha interesado estar entre fogones? Durante todo este tiempo ni siquiera me he aventurado a probar su apetitoso recetario, refugiada en las carnes y pescados a la plancha acompañados de ensaladas hechas con premura. Poco más. Ni un guiso o un estofado. O la elaboración de una perfumada y esponjosa Madeleine. Entonces, ¿por qué motivo ya extraño los encuentros de Wells y Dexter en la amplia cocina de un hogar que nunca he pisado?

Esta nostalgia se debe, seguramente, a que estos escritos son reflexiones que van más allá de la cocción que necesita un rissotto al dente o las propiedades del singular jengibre. Trajinando con su niño, Wells reflejaba los malabarismos que exigen la intendencia de la casa y los rigores de una madre (su esposa Susan) y un padre, en sus respectivos empleos. Con su diario semanal el autor se propuso ofrecerles a sus hijos –poco después se sumó al festín Elliot, el bejamín de la familia– el momento sagrado de confeccionar la cena que pondrían a la mesa para disfrutarla juntos. Era, tal vez, un intento por revivir su propia infancia, cuando era su madre quien lo tenía todo listo para que, al llegar su padre en torno a las seis de la tarde, pudieran cenar mientras veían el informativo de la noche. Un ritual diario con el que creció en un suburbio de Estados Unidos.

Bien, los núcleos familiares ya no son lo que eran; cada vez son menos las amas de casa que se llaman Betty Crocker y reciben al marido con delantal; tal es el cambio que ha experimentado nuestra sociedad, que hoy los noticieros libran una agónica batalla contra la avalancha informativa en internet. ¿Quién nos espera con el canto de sirena de una bandeja humeante? Nuestras papilas gustativas languidecen, desprovistas de sensaciones que las despierten de la monotonía de los emparedados al vuelo.

A lo largo de dos años he acompañado a Pete Wells en su misión proustiana de dejarles como legado a Dexter y Elliot la mayor cantidad de reminiscencias aderezadas con sabores, texturas, fragancias y colores. Cada noche tanto él como su mujer han llegado exhaustos al comedor, pero lo han conseguido con el tesón de quienes se lo juegan todo en una carrera de fondo. Y es que ser padres es un intenso y accidentado maratón del que, pasados los años, lo que perdura es la esencia de la "madalena" cuando sólo nos queda el deseo de recuperar el tiempo perdido.

Mi madre, que es la más sabia de la familia, hace tiempo que nos convoca a cenas suculentas y preparadas con esmero de chef. Ella sabe bien que de todos los aromas de la felicidad compartida se nos ha quedado prendido su cordero asado con hierbas. Su pollo a la sal y crujiente. Sus cremas de melón con virutas de jamón serrano. Nunca aprendí a cocinar, pero inevitablemente el olfato de la memoria me conduce hasta la hora del telediario y la cena. Por eso echaré de menos las crónicas de Wells y su hijo Dexter.

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