¿Cuántas veces han oído decir que el hombre es un animal de costumbres? Parece un simple tópico pero, como suele ocurrir con los lugares comunes, no es otra cosa que el reflejo de una verdad que se repite hasta el infinito.
Vives muchos años en tu ciudad y un buen día te marchas a otra. Los años pasan y en ese espacio de tiempo recuerdas con nostalgia aquel otro lugar que dejaste. "Volveré", piensas cuando te tropiezas con imágenes que evocan viejos afectos o sitios que dejaron huella. Entretanto, la nueva ciudad se cuela en las pupilas con su luz y sus rincones particulares. Aún así hay un resorte interno que intermitentemente te recuerda tu estatus de tránsito. "Algún día regresaré", te dices.
Deshaces una casa con todas sus pertenencias con la misma facilidad con la que la montaste. "Llegó la hora de marcharme", aseguras, y poco después estás a bordo de un avión rodeado de nubes. Unas horas más tarde estás de vuelta en el mismo punto donde comenzó el periplo. "La ciudad apenas ha cambiado", piensas mientras la recorres. No has olvidado cómo ir de un punto a otro y reconoces el paisaje urbano.
Con el paso de los días la pregunta es inevitable: las calles son las mismas y las plazas están intactas, entonces ¿el que ha cambiado he sido yo? Aún no te identificas en el decorado de toda la vida. ¿Cómo es que no eres protagonista estelar de la historia que habías deseado rescatar? Bajas y subes las escaleras del metro. Frecuentas los cines de antes. Desfilas en una representación en la que no acabas de ajustarte a tu papel. A pesar del desconcierto, finalmente comprendes el error de cálculo. No se puede reproducir el pasado. Sólo se tiene la certeza del presente y la promesa del futuro.
¿Acaso es inevitable vivir el retorno como una fiebre debilitadora que poco a poco amaina en la rutina construida de las pequeñas cosas? De nuevo tiendes ropa en el patio del edificio. Dejas la colcha en el tinte, haces copias de llaves en la ferretería, corres al quiosco antes de que lo cierren, te haces amigo del frutero, te sorprende gratamente que todavía haya mercerías en el barrio, te familiarizas con quienes cada mañana comparten tu ruta de autobús de camino al trabajo, ves el telediario de las nueve de la noche. Rutinas.
Es verdad que el hombre es una criatura de hábitos y el cerebro resiente los cambios como las articulaciones sufren al pasar de un clima húmedo a uno seco. No es menos cierto, también, que gradualmente se amolda a las distintas realidades a las que lo sometemos hasta que el cableado de nuestras emociones se ajusta a la diferencia de voltajes. Cada ida y venida es una mudanza de sentimientos que tardan en colocarse después del desorden del adiós. O el hasta luego.
Sobrevivimos gracias a las costumbres diarias que nos salvan de los huecos de las ausencias. Metros, autobuses, saludos en el rellano de la escalera, el café a media mañana, la conversación de sobremesa, los planes del verano, una escapada en los días feriados, el reencuentro con un garito de nuestra juventud que, increíblemente, aún permanece abierto. Sentir de pronto un viento helado. "Ya está aquí el invierno", piensas. El primero después de mucho tiempo.