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Gina Montaner

La pesadilla de volar

Si es inevitable someterse a torturantes y molestos controles, es necesario que los inspectores del TSA aprendan a comportarse de una manera más gentil y con un mejor adiestramiento.

¿Recuerdan la escandalosa novela que en los años setenta publicó la autora estadounidense Erica Jong? Su titulaba Miedo a volar y la protagonista, la desinhibida Isadora Zelda, se dedicaba a tener breves encuentros sexuales con extraños en los lavabos de los aviones.

El libro de Jong fue unbestseller instantáneo. Todo el mundo quería saber cómo demonios se puede alcanzar un orgasmo en un claustrofóbico excusado mientras fuera aguarda una cola de impacientes pasajeros. El díscolo personaje, que en aquella época se convirtió en símbolo de la liberación femenina, parecía aliviar su temor a volar por medio de un agitado trajín sexual entre nubes. Hoy, sin embargo, la tal Isadora habría abordado la nave tan exhausta que ni ganas le quedarían para acrobacias eróticas.

Los aeropuertos en Estados Unidos se han convertido en una pesadilla de cuento de terror, cuyo punto álgido consiste en sobrevivir a las humillaciones y el maltrato que muchos empleados de la Agencia de Seguridad de Transporte (TSA) dispensan a los viajeros a la hora de pasar los controles. En la larga y lenta fila hasta alcanzar los detectores, los agentes suelen dirigirse a la gente en tono ríspido y con gestos desafiantes. Uno no sabe bien si está a punto de emprender un placentero viaje o de ingresar en un campo de detención. La mayoría de este personal supervisado por Homeland Security parece no haber recibido entrenamiento para tratar cortésmente a quienes han comprado un billete de avión y a cambio esperan un servicio amable y no la amenaza de una coz.

Por si fuera poco la humillación de tanta mortificación innecesaria, ahora han añadido revisiones corporales que van más allá del leve palpamiento. El asunto ha subido de tono con tocamientos embarazosos y, según informan los medios, incluso risas y comentarios de mal gusto entre unos agentes que no son precisamente expertos de la NASA. Unos nuevos y sofisticados escáneres que muestran hasta el contorno de nuestras amígdalas pueden provocar situaciones harto delicadas: por ejemplo, si alguien tiene instalada una bomba de insulina, ésta es considerada un objeto extraño y la persona podría estar sujeta a registros hasta en sus partes pudendas. ¿Sucederá lo mismo con las bombitas que muchos hombres llevan para prevenir la disfunción eréctil? ¿Y qué harán estos sabuesos humanos cuando detecten en la pantalla lo que podría ser un tampón o un dispositivo intrauterino o DUI? ¿Hasta dónde inspeccionarán en la intimidad de la mujer para descartar la posibilidad de que porten en su interior un innovador explosivo?

Todo el mundo está de acuerdo en que la vigilancia es vital desde los atentados del 9-11, pero el límite entre una inspección apropiada y lo que atenta contra la privacidad de las personas ya es tema de debate nacional. Los defensores de las libertades civiles comienzan a estudiar los casos de presuntos abusos. Entretanto las autoridades quieren restarle importancia a los desagradables incidentes que se multiplican en los aeropuertos.

Si es inevitable someterse a torturantes y molestos controles, es necesario que los inspectores del TSA aprendan a comportarse de una manera más gentil y con un mejor adiestramiento. ¿Por qué los viajeros tienen que callar y resignarse cuando reciben un trato carcelario antes de subir a la aeronave? ¿Quién nos defiende en las terminales de las arbitrariedades y excesos de trabajadores mal preparados?

Después de ver retratada el último rincón de su anatomía y sufrir el dudoso manoseo de unos desconocidos con malas pulgas, la traviesa Isadora Zelda se habría tomado un Xanax nada más ocupar su asiento en el avión. Un revolcón en las alturas ya no es nada comparado a los vapuleos en los aeropuertos.

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