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Gina Montaner

Leer es una manera de vivir

La pasión por los libros es como una enfermedad incurable de la que uno está dispuesto a morir. Leer para vivir. O vivir para leer.

Si Mario Vargas Llosa aún no se ha recuperado del día en que conoció a un padre que creía muerto, quienes leímos o escuchamos su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2010, todavía no nos hemos repuesto de la emoción que nos han causado sus palabras. Aquello no fue una pomposa disertación académica, sino un raudal de sentimientos prodigiosamente hilvanados que se desprendían del mismísimo corazón del más grande autor vivo de la lengua española.

No fue casualidad que Mario no pudiera reprimir las lágrimas. "Yo, que nunca lloro", dijo conmovido poco después de bajar del atrio tras regalarle al mundo 48 minutos de la mejor literatura manifestada sin estridencias pero con fuerza. Habló de su infancia; de su afecto por el Perú y España; de Patricia, su gran amor y compañera desde hace más de cuatro décadas; de lo vital que para él es su familia. Y, sobre todo, habló de su pasión por los libros que, desde muy temprano, fueron su resguardo y la llamada, como el sacerdocio, a su vocación de escritor. Invocando a su novelista predilecto, Gustave Flaubert, el autor de la monumental Conversación en la Catedral o la inolvidable La Tía Julia y el escribidor, repitió que "escribir es una manera de vivir". Y así ha sido su vida: marcada por el fuego de los demonios exorcizados en el manuscrito. Cada una de sus novelas es una aventura que nos saca del encierro de las estancias y el ahogo de las rutinas para señalarnos lo que ya nos avisó otro grande, Milan Kundera: la vida está en otra parte.

Para Vargas Llosa escribir tal vez sea la única manera posible de burlar las murallas del día a día. Las alas que nos hacen saltar tapias y alambradas. La libertad absoluta frente al sometimiento. Pero leer también es una manera de vivir al otro lado del tendido. Siempre a la espera del libro que nos rescatará en las noches como el que escapa a bordo de un barco que surca los Mares del Sur. Si no fuera por quienes, como Mario, perecerían sin el vértigo de la escritura que avanza hasta tomar por asalto el alma del novelista, los lectores voraces también sucumbirían por la pena de no echar a volar; febriles y exaltados bajo el influjo de la historia interminable que es leer una novela tras otra. Adictos a los vericuetos de las tramas. Los giros inesperados. Las vueltas de tuerca. Los finales abiertos. Las sagas inconclusas. Los nudos y desenlaces. Páginas tras páginas que son la ventana abierta a otros mundos y otras existencias entre dos tapas duras. El libro, como la vida misma, tiene un principio y un fin.

En la gélida Estocolmo y con la voz trémula, Vargas Llosa ha lanzado un guiño universal a los amantes de la literatura que, al igual que él, un día descubrieron a Salgari, a Verne, a Dickens, a Víctor Hugo, a Stendhal. Los poemas de César Vallejo o la prosa desnuda de Juan Rulfo. Y la pasión por los libros es como una enfermedad incurable de la que uno está dispuesto a morir. Leer para vivir. O vivir para leer.

Han sido días intensos y movidos para Vargas Llosa. De agasajo en agasajo. Actos, honores y flores. Descolocado de la disciplina diaria de la escritura y abrumado por los innumerables admiradores, se ha quedado afónico, ha sufrido una leve caída y hasta ha llorado. Él, que nunca llora. Cuando se reponga de tanto vaivén, tal vez comprenda que en un futuro otro Premio Nobel de Literatura recordará cómo le cambiaron la vida las novelas de un escritor que, siendo un chiquillo, los libros lo salvaron de "la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo". Leer es una manera de vivir. Gracias, Mario, por recordárnoslo.

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