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Gina Montaner

Verano en la ciudad

Una legión de chicos y chicas se enfrenta al desempleo y a la competencia con adultos que están volviendo a las facultades en busca de masters o doctorados que les proporcionen ventajas en el mercado.

Fueron cuatro años que se fugaron como si el tiempo se hubiese detenido ayer, cuando dejé instalada en Nueva York a mi hija mayor. Había llegado el momento de iniciar sus estudios universitarios tras ser admitida en Barnard College, la facultad de mujeres dentro de la Universidad de Columbia. Eran un campus y un barrio que me resultaban familiares, pues se trataba de mi Alma Mater. Veintidós años después mi hija hacía suyo el sitio donde habían transcurrido los mejores años de la primera etapa de mi vida adulta, y todo indicaba que recibir el título de una prestigiosa institución le facilitaría las oportunidades laborales en un futuro inmediato.

Desde entonces, ya digo, han pasado cuatro años y en la hermosa explanada de Columbia, entre elegantes edificios neoclásicos, los padres aguardamos a que comience la ceremonia tras el desfile de los estudiantes, ataviados con sus togas y birretes azul cielo. La destemplanza se ha interrumpido y el sol reverbera sobre nuestras cabezas. El presidente de la universidad se encarga de inaugurar el acto solemne pronunciando un discurso acorde con el momento que vivimos: nuestros hijos se marchan con una educación sólida y los instrumentos necesarios para sobresalir en el ámbito profesional, pero están a punto de emprender el vuelo en la peor crisis económica de los últimos tiempos y en medio de una revolución tecnológica que ha descolocado los esquemas tradicionales de la comunicación y el empleo. Lee C. Bollinger, una figura carismática que hace tan solo unos meses invitó al controvertido presidente iraní Mahmud Ahmadineyad a debatir en un foro, señala que los recién graduados llegaron con Facebook y se marchan con Twitter. Es el ejemplo perfecto para ilustrar la vorágine y la velocidad en la que vive una generación cuyas referencias se mueven en el universo instantáneo de internet.

Era un día espléndido y en las grandes pantallas podíamos ver a los jubilosos alumnos, eufóricos a pesar del agotamiento general tras meses acampando en la biblioteca para sacar las más altas calificaciones. En otras épocas un título de Columbia garantizaba los mejores puestos o seguir una ascendete trayectoria de estudios postrado. Ahora, sin embargo, una legión de chicos y chicas se enfrenta al desempleo y a la competencia con adultos que están volviendo a las facultades en busca de masters o doctorados que les proporcionen ventajas en un mercado que se está deshaciendo rápidamente de hombres y mujeres que ya no pueden ofrecer un aspecto lozano ante la escrupulosa mirada de recursos humanos.

En el umbral de los portones de Columbia los estudiantes intercambiaban inquietudes y temores porque no habían recibido respuesta tras enviar sus curriculum vitae o les preocupaba endeudarse aún más si proseguían estudios más avanzados, a la espera de que acabe la recesión.

Al final del evento hubo despedidas entre lágrimas sentidas y abrazos apretados. Habían sido cuatro años extraordinarios en los que nunca faltaron la diversión, los amores y el rigor intelectual. Tal vez sin saberlo, para los muchachos había comenzado el ejercicio de la nostalgia, que siempre es el tibio recuerdo de la juventud que se nos fue. Besé a mi hija con la misma emoción con que lo hicieron mis padres hace más de dos décadas. Ya era verano en la ciudad.

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