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Gonzalo Altozano

Las dos caídas de José María Ruiz-Mateos

Muchos echaron la vista atrás sin poder evitar preguntarse con pasmo si el héroe al que confiaron sus ahorros no era ya aquel 23-F del 83 un bribón.

Puede que José María Ruiz-Mateos no cimentara su fortuna vendiendo periódicos de niño por la calle o lustrando zapatos, como uno de esos personajes de las novelas de Horatio Alger, el gran bardo del capitalismo. Pero en sus primeros años hay detalles que prefiguran su vocación por los negocios, como la cajita de caudales con la que, cuentan, prestaba dinero con interés a sus hermanos y que fue su primera banca, la Banca Jomaruma, razón social que era acróstico de su nombre y su apellido. Otros detalles, ya jovencito, darían la medida de su carácter, o de los rasgos más acusados del mismo, por ejemplo, una tenacidad documentada en las ciento y pico cartas que escribió a unos ingleses tratando de convencerles de la calidad de sus vinos. No paró hasta colocarles un primer cargamento.

Caballero de fina estampa, no daba Ruiz-Mateos, sin embargo, el tipo de señorito de Jerez, subgénero humano del que le separaba su dedicación al trabajo y su alergia a la holganza, de ahí quizás que el logo de su emporio fuera una abeja y no un zángano de colmena. Por eso, en el relato de una irresistible ascensión al éxito alejada de toda frivolidad es difícil de explicar la vanidad de hacerse otorgar un título nobiliario por la Serenísima República de San Marino, el valor de cuyos marquesados un joven Alfonso Ussía tasó en verso muy por debajo del precio de un par de bragas en Galerías Preciados, una de las empresas emblemáticas de Rumasa, holding que fue intervenido el 23-F del 83, fecha de la primera caída de José María Ruiz-Mateos.

La expropiación se hizo con gran aparato y solo faltaron los geos descolgándose en rapel desde lo alto de las Torres Colón -entonces Torres Jerez- y aterrizando en los despachos de Rumasa a través de los cristales. El gesto fue políticamente interpretado como el lucimiento de músculo, como el puñetazo encima de la mesa de unos socialistas recién llegados al poder y deseosos de dejar claro quién mandaba allí. Por lo que toca al ajuste a Derecho del decretazo, quedará para siempre la amargura en la que vivió hasta su muerte Manuel García Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, quien con su voto de calidad deshizo el empate que posibilitó el atropello. Sentencias posteriores vendrían a dar la razón a Ruiz-Mateos, quien ya se encargaría de airearlas como recordatorio de que todo aquello le había costado al honrado y sufrido contribuyente un billón de pesetas, "con b de burro, con b de Boyer", como no se cansó nunca de repetir en señalamiento del responsable del expolio.

Nada más tenerse noticia de la expropiación, un conocido hampón de los bajos fondos de Madrid -bisnieto, por cierto, del conde de Romanones- trató de ponerse en contacto sin éxito con Ruiz-Mateos para ofrecerle sacarlo en avioneta del país. Ya tendría ocasión Ruiz-Mateos, no obstante, para posteriores fugas, como aquella que protagonizó en motocicleta y con barba postiza aprovechando un receso en la Audiencia Nacional, escenario principal -junto con los juzgados de Plaza de Castilla- de sus charlotadas mejores. Hasta allí llegaba disfrazado de Superman, o de sepulturero, o de presidiario con traje a rayas (perfectamente cortado por un sastre, eso sí), o de lo que fuera. Y el show continuaba a puerta cerrada, como cuando pidió la recusación del fiscal Gordillo, al que acusaba de valerse de su melena rubia, de sus ojos azules, de su piel bronceada para convencer a las chicas Ruiz-Mateos de la culpabilidad de su padre. La sala entera, incluido el fiscal, estalló en una sonora carcajada.

Hay quien sostiene que la expropiación le dejó tarumba, que en nada se parecía el Ruiz-Mateos de antes, ese que huía de los focos, al Ruiz-Mateos de después, que ya todos conocimos. Pero no se había vuelto loco. O eso sostenía él. Todo respondía a un plan para que el caso Rumasa no cayera allá donde habita el olvido. Y a tal propósito cualquier cosa servía, por ejemplo, pintar con letras enormes el nombre de Boyer hasta en el último toro de Osborne de la más recóndita carretera comarcal, no en alusión al tamaño testicular del ministro, suponemos, sino a su presunta cornamenta, lo que explicaría el chiste que Ruiz-Mateos contaba cada vez que acudía a un plató de televisión con público invitado: "Aquí hay más gente que el Día del Padre en casa de la Preysler".

Fue precisamente Boyer -o, mejor, el puñetazo que le pegó a Boyer a la salida de un juzgado- el acto de campaña que convirtió a Ruiz-Mateos en eurodiputado. Solo que el Parlamento Europeo nunca fue su estación Termini, como tampoco lo fue la política, por más que Antonio García Trevijano, vecino suyo en Somosaguas, le animara -sin éxito- a optar por la presidencia del Gobierno. Pero él estaba en otras cosas, en concreto, en levantar sobre las ruinas de lo que fue Rumasa la Nueva Rumasa, cuyas oficinas tuvo la humorada de abrir en la avenida Pablo Iglesias, aunque él solía despachar en un hotel de la zona de Azca, al que iba y del que volvía siempre en taxi.

Con todo, Ruiz-Mateos sí desempeñó un papel político, y de importancia. Cabe recordar que a la derecha entonces la representaba una Alianza Popular en estado semicomatoso, cuya labor de oposición se limitaba a perder recursos de inconstitucionalidad con la misma velocidad con que los presentaba. Ante este panorama, el votante de derecha encontraba más estimulante las fotos de un Ruiz-Mateos en busca y captura debidamente caracterizado de sindicalista en una conferencia de Carlos Solchaga, al término de la cual el prófugo se acercó al ministro para pedirle un autógrafo, a lo que este accedió gustoso: "A mi querido amigo José María". Luego, claro, cuando los socialistas le echaban el guante, se vengaban a placer, por ejemplo, recluyéndolo en la misma celda que el americano aquel que descuartizó a una prostituta y arrojó los pedazos por el patio del hotel Miguel Ángel. Pero esta es otra historia.

La que hemos venido a contar aquí es la de un hombre cuyas peripecias le ganaron las simpatías de las gentes allá donde fuera, lo mismo en los aeropuertos, en los que improvisaba mítines subido a la cinta transportadora del equipaje, o en los paraninfos universitarios y en los colegios mayores, de donde lo sacaban a hombros. Y fue en buena parte a partir de tantísimo crédito que pudo comenzar de nuevo. Por eso dolió tanto su segunda caída, en la que ya no cabían lecturas políticas, solo de Derecho Penal. Pero no dolió por él, o no solo por él, sino por los inversores a los que buscó la ruina, muchos de los cuales echaron la vista atrás sin poder evitar preguntarse con pasmo si el héroe al que confiaron sus ahorros no era ya aquel 23-F del 83 un bribón.

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