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Guillermo Dupuy

El precio del delito en España

No hay más que ver el alto grado de reincidencia en España y, lo que es peor, el número de delitos que aquí se perpetran por quienes tienen aun cusas pendientes con la Justicia, para darse cuenta de que las penas en nuestro país ni reinsertan ni disuaden.

No sabría decir qué me ha parecido más sorprendente de las manifestaciones que Rubalcaba ha hecho recientemente a propósito de las tasa de delincuencia en España: si su aseveración de que nuestro código penal es "uno de los más duros del mundo", o su advertencia de que "podemos estar saturando los juzgados y las cárceles". Que nuestros juzgados y nuestras cárceles están saturados es una circunstancia sobradamente conocida; lo que me resulta sorprendente es que el ministro extraiga de este hecho la delirante conclusión de que en España el precio del delito es de los más altos del mundo, por no hablar de su boutade de que no se debe resolver todo "con barrotes".

Lo cierto, sin embargo, es que Rubalcaba no ha justificado la hipotética "dureza" de nuestro Código Penal en ningún análisis que compare cómo se castigan los delitos en España y en otros países del mundo, sino en el mero hecho –también cierto– de que el número de presos en España "es de los más altos de la Unión Europea".

La población reclusa en España desde los tiempos de la dictadura, ciertamente, no ha hecho más que aumentar. Ésta ha pasado de los aproximadamente 15.000 reclusos que había en 1975 hasta los casi 75.000 que hay en 2009. Ahora bien. Lo que deja en evidencia este hecho, dejando cuestiones morales y demográficas al margen, es que en España el número de delitos no ha hecho más que aumentar, como también lo ha hecho, por cierto, el número de agentes policiales. Lo que ha fallado en la lucha contra la delincuencia es la Administración de Justicia, bien por falta de medios, pero sobre todo por una interpretación cándida de la función de la pena que sólo ve como objetivo de ésta la reinserción del delincuente y que ha sido sumamente laxa a la hora de castigar el delito y sumamente pródiga en el concesión de terceros grados y permisos penitenciarios. La antigua sensación de que en España "el que la hace, la paga" ha dado paso a otra no menos justificada sensación de que los delincuentes en comisaría "entran por una puerta y salen por otra". No hay más que ver el elevado grado de reincidencia en España y, lo que es peor, el número de delitos que aquí se perpetran por quienes tienen aun causas pendientes con la Justicia, para darse cuenta de que las penas en nuestro país ni reinsertan ni disuaden.

La saturación en los tribunales y en las cárceles, donde se están llegando a producir desordenes, tal y como denuncian los sindicatos, debe afrontarse en un primer momento con una mayor dotación de medios, incluida la creación de nuevos centros penitenciarios. Poner fuera de la circulación a quienes violan la libertad, la propiedad y la integridad física de las personas es la función más elemental de cualquier Estado digno de defensa. Pero es que además en la medida en que logremos que los delincuentes perciban un mayor precio a pagar por la comisión de un delito, muchos menos se cometerán y por lo tanto serán menos numerosas las privaciones de libertad necesarias. La acción delictiva, como toda acción humana, viene determinada por una serie de beneficios y costes que el delincuente percibe subjetivamente y que le empujan o le disuaden a la hora de llevar a cabo el delito. Aunque un aumento en la probabilidad de ser detenido, como resultado de la acción policial, eleve estos costes, pueden ser todavía insuficientemente disuasorios si no van acompañados de unas penas lo suficientemente severas, ciertas e íntegras.

No digo con esto que todo tenga que solucionarse "con barrotes", como de manera simplista e irresponsable presenta Rubalcaba. En este sentido, no hay nada que objetar si, para bien del contribuyente, se aplican para determinados casos penas alternativas basadas en trabajos a la comunidad u otro tipo de soluciones que no supongan la cárcel. Lo que sí rechazo es que se reduzca aun más la función disuasoria de las penas: así sólo logramos que los delincuentes no sólo no dejen de saturar las cárceles, sino, lo que es peor, que lo empiecen a hacer en las calles.

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