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Guillermo Dupuy

La democracia del taxista y la petulancia del filósofo

La solución a un problema puede estar clara y ser, al mismo tiempo, enormemente compleja y difícil de ejecutar.

Consideraba acertadamente el otro día Arcadi Espada en El Mundo que las medidas tomadas por Rajoy la semana pasada "no eran nada: simple compás de espera ante la eventualidad de que la máquina de imprimir dinero se ponga en marcha, el gestor dé por acabada, hasta otra, la hora del ajuste y la cifra de parados empiece a disminuir a la lentísima y endémica manera española". A renglón seguido, sin embargo, mi admirado columnista parecía quejarse, un tanto contradictoriamente, de cómo "desde la Academia, más o menos, los tiralíneas reprocharon a Rajoy su falta de ambición. ¡La reforma del Estado, clamaban, su adelgazamiento!". "Y no sólo el reproche: le acusaban, en su inacción, de estar protegiendo los intereses de la casta política". Espada reconocía que algunos de esos intereses puedan salir beneficiados, "pero plantear ese adelgazamiento radical ahora (y no cuando la prosperidad era la mejor aliada en los tiempos, ¡tan pasivamente reformistas!, de Aznar y Zapatero), con millones de parados braceando en un país donde el Estado ha actuado como el gran empleador, es una puerilidad antipolítica, entendiendo la política como el gobierno de las cosas contradictorias".

Concluía Espada su muy contradictorio y político artículo aseverando que "resulta lógico que los quincemesinos desprecien la complejidad. Más desconcertante es que sean los expertos los que llamen a ejercer la democracia del taxista (© Savater), es decir, esto-lo-arreglo-yo-en-tres-minutos-y-con-dos".

Aunque yo no sea taxista, ni quincemesino, ni menos aun un experto, considero que la solución a un problema puede estar clara y ser, al mismo tiempo, enormemente compleja y difícil de ejecutar. De hecho, pocas cosas tan difíciles y complejas de llevar a cabo que someter al conjunto del Estado a una radical cura de adelgazamiento, especialmente en nuestro reino de taifas. Tan deseable empresa exigiría, sólo para empezar, una enorme tarea de pedagogía política que identifique bien el problema y que rebata, entre muchísimas falacias dominantes, la falsa contradicción entre crecimiento económico y austeridad pública. No es fácil cuestionar los parasitarios e improductivos, pero muy visibles, puestos de trabajo que procura nuestro sobredimensionado sector público y apostar por los que pueda crear la liberación de recursos en el sector privado.

Esta difícil pero auténtica solución, que anida no sólo en el adelgazamiento del sector público sino en la liberalización de los mercados, requiere, sin duda, de una gran determinación para enfrentarse a los poderosos beneficiarios del statu quo, con la complejidad añadida de que muchos de ellos forman parte del mismo partido que gobierna la nación y la inmensa mayoría de autonomías y ayuntamientos.

Ahí es nada. Hasta tal punto considero ardua y difícil dicha tarea que pienso que esa es precisamente la razón por la que Rajoy ha preferido la pueril y sencilla –esa sí– solución de confiar en que "la máquina de imprimir billetes se ponga en marcha" y también la razón por la que el presidente del Gobierno se ha resignado, muy pacientemente, a una muy futura y leve creación del empleo.

Lo que me parece evidente es que la ineficiencia del Estado, que desgraciadamente puede ser llevadera e incluso expandida en tiempos de bonanza o en tiempos en los que la burbuja financiera y productiva procuraba a las administraciones ingresos extraordinarios, es ahora una losa insoportable para nuestras posibilidades de sana y sostenible recuperación económica. Lo que creo es que la solución a nuestra resaca no pasa por seguir ingiriendo alcohol. Y que el compromiso de atajar el déficit sin subir los impuestos –sea o no una muestra de esa "democracia del taxista" a la que tan despectivamente se refiere Espada– forma parte del incumplido programa electoral del partido al que los españoles dieron una amplia mayoría en las últimas elecciones generales.

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