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Guillermo Rodríguez

En defensa de Google

Nadie da duros a pesetas. Ni siquiera Google. La semana pasada, el buscador presentó en sociedad GMail, su nuevo servicio de correo electrónico. Toda una revolución: su giga de almacenamiento permite guardar mucho más que los mensajes de un año. Y de dos. Proporciona, aproximadamente, 500 veces más espacio que una cuenta de Hotmail y 250 veces que una de Yahoo!
 
No todo en GMail es cuestión de espacio. El servicio permitirá localizar un mensaje redactado años atrás con la misma facilidad que se encuentra una página web en Google. Casi todo son virtudes.
 
Casi todo, porque los temores sobre GMail superan estos días las alabanzas. La compañía ya advertido de que insertará publicidad en los mensajes entrantes del usuario. Diversos colectivos han puesto el grito en el cielo con parte de razón. A su juicio, la medida de Google supone la violación de la Ley de Privacidad en las Comunicaciones Electrónicas, que prohíbe a los proveedores de Internet monitorizar las comunicaciones individuales a menos que existan razones concretas que lo motiven. Obviamente, insertar publicidad no es una de ellas. Por su lado, el grupo de derechos humanos Privacy International ha presentado una queja ante las autoridades británicas por el mismo motivo.
 
No es un plato de gusto que un robot rastree nuestros correos electrónicos, pero sí que GMail regale el dichoso giga. La polémica no es tanto porque Google inserte anuncios –Yahoo! ya lo hace en cada uno de los mensajes que se envían desde su webmail- sino porque un robot leerá nuestras cartas electrónicas. Al margen de que muchas veces esa publicidad pueda resultar útil al internauta, la vulneración de nuestra privacidad no debe inquietarnos más que otros programas espía que pululan por la Red sin que arrecien las quejas.
 
Es extraño cómo se muestran tantas reticencias ante la llegada de GMail y muy pocos cuestionan a Carnivore, la tecnología utilizada por el FBI para rastrear los correos electrónicos y la web en busca de pistas que conduzcan a la localización de ciberterroristas. Saco en el que, a priori y por desgracia, entramos todos. El secretismo sobre Carnivore multiplica la desconfianza. Una de las últimas noticias sobre su existencia se remonta a fechas posteriores al 11-S. Entonces, el FBI solicitó a los proveedores de acceso a Internet que instalasen este sistema de espionaje de la Red. Nada menos que Microsoft accedió a la petición, y reconoció colaborar con la agencia estadounidense monotorizando su servicio Hotmail en busca de mensajes que contuvieran palabras o estuvieran escritos en idiomas sospechosos. La diferencia, por tanto, es que en GMail el mensaje lo lee un robot de Google y en Hotmail uno del FBI.
 
Y si Carnivore fuera poco, igual de susceptibilidad genera Magic Lantern, un software utilizado por el FBI que facilita contraseñas para leer correos electrónicos y documentos encriptados. O Echelon, un sistema de espionaje capaz de interceptar comunicaciones vía satélite.
 
Son tres ejemplos de lo que se conoce. De lo que se desconoce mejor ni pensar. Tal y como está el patio, que Google rastree nuestros mensajes es algo que sólo añade un argumento más a los que definen de entelequia la existencia de privacidad en Internet. Por supuesto sería mejor que GMail estuviera limpio de publicidad, garantizara la privacidad y, por qué no, en vez de un giga ofreciera cinco. Pero no puede ser.
 
Pocos de los detractores de GMail olvidan otra cuestión, tal vez la más importante: su uso no es obligatorio. Quien fije la salvaguarda de su privacidad como una prioridad incuestionable sólo tendrá que ignorar el correo de Google. Así de simple. Y el resto a inundar su buzón de correo.

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