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Guillermo Rodríguez

¿Fronteras? ¿Qué fronteras?

La Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (CMT) acaba de presentar su decimocuarto “Informe sobre el comercio electrónico en España a través de entidades de medios de pago” (en PDF). De periodicidad trimestral, el estudio arroja unos datos que, sin ser espectaculares, subrayan el crecimiento del sector y aportan elementos interesantes de análisis.
 
La cifra de negocio generada por el comercio electrónico en España aumentó en 2003 un 90 por ciento respecto al año anterior (445 millones de euros frente a 223 millones). El informe destaca la desproporción entre el negocio generado y el número de transacciones realizadas, cuyo incremento se situó en el 56 por ciento. Es decir, menos internautas compran cada vez más.
 
El informe es parcial en cuanto no cubre la totalidad del volumen de negocio generado por el comercio electrónico en España. Ignora formas de pago tan extendidas en el mundo real como la transferencia bancaria o el pago contra reembolso, lo que, bien mirado, supone que la cifra total es aún mayor que la recogida por la CMT. De hecho, el organismo emplea las fórmulas de pago más extendidas por las tiendas on line: las transferencias bancarias y los pagos contra reembolso apenas suponen el 13,8% de las adquisiciones digitales en España.
 
Esta cuestión, que podría parecer baladí, posee una importancia notable. Entre los argumentos justificativos para renegar del comercio electrónico en España, los internautas siempre han recurrido al miedo a facilitar los datos bancarios. Parece que, poco a poco, el usuario medio empieza a despojarse de ese temor carpetovetónico. Cierto que riesgo existe, y que un ladrón informático puede sustraer esos datos confidenciales con el fin de vaciar la cuenta del internauta más confiado. Cierto es, también, que nada más arrancar el coche se corre el riesgo de sufrir un accidente. Pero nadie renuncia por ello a pisar el acelerador.
 
Tal vez uno de los datos más significativos es que “la mayor parte de las transacciones corresponde a adquisiciones de residentes en España a establecimientos de comercio electrónico situados en el exterior”, explica la CMT. El 57,3 por ciento de las operaciones se cerró en tiendas extranjeras, cifra que duplica a la registrada en 2002.
 
¿Tiene sentido aportar este matiz? No mucho tratándose de Internet. Las palabras pomposas y las frases hechas encierran muchas veces gotas de sentido y razón. Nos hemos hartado de escuchar que Internet ha fomentado la caída de las fronteras geográficas, económicas y humanas. Un peruano y un estadounidense son iguales cuando navegan por la Red. Ambos disfrutan del mismo acceso a la información, pueden leer por igual la bitácora de un rumano y comprar en la misma tienda chilena.
 
Las cuentas de Amazon.com no se nutren sólo de las ventas realizadas a estadounidenses. En su tienda también entran andaluces, brasileños, segovianos, londinenses, conquenses o moscovitas. Cuando se es internauta la ubicación de la tienda carece de la menor importancia. Lo fundamental es que en ella pueda encontrarse el producto o el servicio que se busca.
 
Este derrumbe de las barreras geográficas tiene aún mucho más sentido cuando el consumidor no obtiene ningún beneficio añadido si compra en un cibercomercio de Teruel o en uno de Seattle. O sí: por paradójico que parezca no es extraño que resulte más oneroso decantarse por la tienda más cercana si, como ocurre en la mayoría de las tiendas on line españolas, se aplican abusivos costes de entrega a domicilio.
 
El e-comprador no es un ser inteligente, sino lógico: le cuesta lo mismo teclear Amazon.com que Todolibros.com. Si la oferta de productos es mayor en la primera que en la segunda y, además, no le cobran gastos de envío, la incógnita sobre dónde dejarse los euros queda despejada.

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