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Guillermo Rodríguez

Los Gremlins de Internet

Si existe un sector en el que la llegada de Internet ha provocado una verdadera revolución, ese es el de la música. La fecha a partir de la cual puede calcularse ese brusco cambio es sencilla de localizar: 1999. Fue entonces cuando un joven de 19 años, con una eterna gorra de béisbol calada a la cabeza y que respondía al nombre de Shawn Fanning, creó al diablo de todas las discográficas: Napster. Desde entonces nada ha sido igual.

Pocos ponen en duda que Fanning ocupará por derecho propio un destacado capítulo en el libro que narre la historia de Internet. Su talento le llevó a crear un programa que permitía el libre intercambio de archivos musicales entre los internautas. La forma de llevarlo a cabo era simple: cada ordenador se convertía, temporalmente, en un servidor. El programa enlazaba ordenadores de todo el mundo que almacenaban en su disco duro canciones en MP3, un formato que comprime los archivos musicales y se descarga en un ordenador en cuestión de entre cinco y diez minutos.

La ‘bestia Napster’ comenzó a crecer hasta el punto de que 60 millones de personas de todo el planeta se intercambiaban canciones con la facilidad y rapidez con la que los niños mercadean cromos en el patio del colegio. Ahí residía otra de las virtudes del programa: cuantos más usuarios hubiera, más temas podían compartirse. Pero tal vez su mayor atractivo consistía en que, por primera vez en la historia, podían obtenerse discos de forma gratuita.

En pocos meses los epítetos llovieron sobre Fanning: unos (la industria discográfica estadounidense) le definía poco menos que de ladrón, mientas que miles, millones de internautas, le veían como el salvador que con su ingenio estaba contribuyendo a acabar con una situación injusta: el alto precio de los discos.

Los tribunales estadounidenses fijaron sus ojos sobre Napster y tras múltiples dimes y diretes, fue declarado ilegal por violar los derechos de autor que poseen todas y cada una de las canciones. Artistas, productores, casas de discos y gente que vive del negocio de la música, cantaron victoria. Creyeron que, muerto Napster, había acabado la rabia de la piratería en Internet. Estaban muy equivocados.

Napster pronto demostró que poseía las mismas propiedades que los Gremlims. Muchos recordarán que cuando a estos bichitos se les echaba una gota de agua encima se reproducían ilimitadamente. Lo mismo ocurrió con el programa creado por Shawn Fanning. A su funeral acudieron prestos muchos de los que, días después, serían sus clones. Se llamaban Kazaa, WinMx o eDonkey. Todos trataban de parecerse a su padre (aunque ninguno lo ha conseguido por el momento) y aportaban novedades significativas que, de paso, dañaban a otros sectores. Y es que, además de permitir la obtención de discos enteros, facilitaban el intercambio de películas, software y fotografías. El asesinato judicial de Napster acabó teniendo la misma eficacia que pegarse un tiro en el pie.

A pesar de lo que cualquier persona coherente pudiera pensar, las discográficas, alentadas por el celo censor de la RIAA (asociación de la música de Estados Unidos), redoblaron su lucha en pos de la liquidación de las plataformas que permitían la libre distribución de canciones en Internet. La caída en la venta de CDs, sostenían y sostienen todavía hoy, es consecuencia directa de la piratería en Internet.

El problema es muy serio. Según la Federación Internacional de la Industria Fonográfica (IFPI), en 2000 se vendieron 1,5% menos discos que el año anterior; en 2001 la caída alcanzó el 6,5% y en 2003 se llegó al 7%. Las discográficas han tirado por el camino más sencillo: reducción de personal y obcecamiento en el mantenimiento del precio de los discos, aunque fueran condenadas hace un año por “incrementar artificialmente el precio de los CDs”.

La situación es, por tanto, bien simple: los usuarios pueden conseguir gratis un producto que está demasiado caro si optan por comprarlo en una tienda. Pero es que, además, no cometen delito por bajarse canciones de Internet, ya que si existe algún culpable (y eso habría que demostrarlo) esas son las plataformas que permiten el libre intercambio de discos. Los jueces, por el momento, no se han puesto de acuerdo sobre esta cuestión. Napster era ilegal, y se cerró, pero otros programas similares como Morpheus no han corrido la misma suerte.

Recientemente, un juez de Los Ángeles dictaminó la legalidad de este programa echando mano de la decisión de la Corte Suprema estadounidense de 1984, en la que se estableció que las videograbadoras no deberían ilegalizarse aunque contribuyeran a violar los derechos de autor de los propietarios de las películas. Por eso mismo, los servicios P2P (aquellos que enlazan los ordenadores de los internautas para que se cambien canciones) no deberían cerrarse aunque sus usuarios intercambian música y películas protegidas con copyright.

Desde la industria discográfica no ha surgido en estos cinco años una sola propuesta razonable para aplacar el ímpetu con el que actúa la piratería en Internet. Más bien ha optado por reiterar un día sí y otro también sus lamentos, denunciar a todo aquel que sea sospechoso de fomentar la libre distribución de canciones, y tratar de llevar el agua a su molino exhortando a los internautas a que no comentan el delito de bajarse música en Internet cuando, por el momento, ningún tribunal ha determinado que esta actividad constituya delito alguno.

Tan sólo una empresa, Apple, se ha decidido de forma clara a arañar parte del dinero que se evapora con los programas ‘ilegales’. Hace dos meses lanzó iTunes, una tienda de música online que vende canciones a un dólar, obteniendo un éxito más que remarcable. Desde entonces ha despachado cinco millones de canciones, algo que ni los expertos más voluntariosos hubieran imaginado.

El tirón de esta plataforma online deja bien a la claras que existe demanda de música de pago. Lo único que se necesita es poner encima de la mesa una buena oferta.


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