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Hana Fischer

El retorno de los brujos

Uruguay sufre actualmente su peor crisis desde la independencia en 1825. En 2002 mi país perdió su calificación de inversión (bonos AAA a BBB), secó sus reservas internacionales (que a principios de año eran proporcionalmente enormes), la moneda se devaluó en 85%, hubo una corrida bancaria fenomenal que hizo colapsar al sistema, el índice de desempleo fue récord (más del 20%) y las empresas que sobreviven a la debacle apenas se sostienen en pie.

La confianza se esfumó, junto con los ahorros retenidos en los bancos públicos y en gran parte de los privados. Estos últimos fueron recientemente fusionados por el Estado en una sola entidad, conocida con el mote de “Frankestein Bank”.

Uruguay tiene una economía altamente dolarizada, pero ahora el propio gobierno ha decidido seguir las indicaciones de “numerosos expertos” y “corregir” ese problema. Mediante una circular del 29 de noviembre de 2002, el Banco Central está obligando a las empresas que administran los fondos previsionales privados de los trabajadores (aquí llamados AFAPs) a “desdolarizarse”. Contra la voluntad explícita de esas empresas, que consideran la medida perjudicial para los intereses de sus afiliados, deberán modificar su estrategia de mantener mayoritariamente sus recursos en forma líquida, en dólares y cambiarlos por inversiones en pesos uruguayos, hasta un mínimo de un 40% para el mes de junio.

Para poder comprender lo que esto significa en la práctica, es bueno recordar lo señalado por Friedrich Hayek: “Al estudiar la historia del dinero, uno no puede dejar de preguntarse por qué la gente ha soportado un poder exclusivo (el monopolio en la emisión) ejercido por el Estado durante más de 2000 años para explotar al pueblo y engañarlo”.

Los gobiernos democráticos con poder ilimitado, que abundan en América Latina, son los más propensos a abusar de este instrumento porque su interés político lo lleva a ello. De ahí, el origen de nuestros males habituales: déficit fiscales elevados, sobreendeudamiento estatal, la “hiperinflación” y el consiguiente desplome de las monedas nacionales.

Por eso es que en la mayoría de nuestros países el dólar es la moneda más codiciada, aún por las capas más humildes y con nulos conocimientos financieros. La “sabiduría popular” aconseja atesorar o comerciar, si las leyes del país no lo impiden, en dólares. Pues de la forma más dolorosa hemos aprendido que la “dolarización” de nuestras economías domésticas constituye la única protección efectiva contra los desbordes políticos autóctonos.

Uno de los peores atropellos que un gobierno puede cometer es obligar a los ciudadanos a aceptar moneda mala, condenándolos ex profeso a quedar vulnerables frente a sus desmanes. Eso lo pudimos constatar con el “fenómeno Cavallo” en la Argentina. Es la explicación del éxito de su “Ley de Convertibilidad” durante el primer gobierno de Carlos Menem y la causa de su estrepitoso fracaso como ministro de economía de Fernando de la Rúa.

El formidable triunfo de Domingo Cavallo al derrotar con su “convertibilidad” a la hiperinflación que imperaba en Argentina se debió a comprender cabalmente los motivos de su génesis. Razonó que las consecuencias económicas eran el fruto de males políticos y morales. Y sobre ellos actuó.

La referida ley no fue otra cosa que garantizar a los argentinos que su sistema político no los estafaría por enésima vez. Por eso retornó la confianza con tanta rapidez. El propio Cavallo declaró que él no inventó nada; tan sólo observó el comportamiento espontáneo de la gente y lo institucionalizó.

Lamentablemente para los argentinos, el impulso reformista de saneamiento de las instituciones políticas y la moral pública quedó allí, o en poca cosa más. Y la propia dinámica de los vicios endémicos, firmemente arraigados, volvió a socavar las bases de la incipiente prosperidad. Y en esta otra ocasión, Cavallo –llamado nuevamente– no estuvo a la altura de las circunstancias. Sus ambiciones políticas lo inclinaron a comportarse como un politicastro más, de los muchos que pululan por nuestra América.

En el caso del Uruguay, al cierre del 2001 el riesgo país estaba en 238 puntos básicos (2,38%) y un año más tarde se ubicó en 1.664 puntos (16,64%). Por lo tanto, el obligar a las AFAPs a “pesificarse” en proporción importante podría considerarse como un crimen de lesa humanidad, ya que consciente y arbitrariamente se condena al trabajador uruguayo a la indefensión y al empobrecimiento. Para desgracia nuestra, estamos presenciando un generalizado “retorno de los brujos”.

Hana Fischer es analista uruguaya.

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