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Holger Jensen

Viaje en la máquina del tiempo

Caminar por las calles de La Habana equivale a hacer un viaje en la máquina del tiempo. Por donde uno mire hay autos Buick, Studebaker, Pontiac y Chevrolet de los años 50. Algunos llevan cadenas y candados oxidados sobre el capó para impedir que les roben las bujías y la batería. Pero los más pobres usan bicicletas o carretas tiradas por caballos. También se ven motocicletas con “sidecar” de los años 40. Alguno que otro Ford modelo T se confunde entre los autos Moskviches de los tiempos de Brezhnev y antiguos taxis soviéticos parecidos a los Fiat que escupen bocanadas de humo; en ellos no se montaría ningún nuevo ruso con autoestima.

Los únicos autos modernos --BMW, Audi y los más recientes modelos japoneses-- están reservados para los funcionarios del gobierno, quienes se desplazan en aire acondicionado y tras cristales oscuros para no ver ni oler una ciudad cayéndose a pedazos.

Los cubanos viven en extrema pobreza y su capital pide a gritos ser restaurada. Desde lejos, los edificios muestran cierto descolorido encanto, pero a medida que nos acercamos sólo vemos decrépitas casas de vecindad, con ropa tendida, soplada constantemente por la brisa.

Se ven largas colas frente a las tiendas gubernamentales, donde los cubanos muestran sus tarjetas de racionamiento para adquirir algunos pocos alimentos básicos. Estos establecimientos parecen unas obscuras cuevas y recuerdan los peores tiempos de la Bulgaria comunista. Allí se ofrecen algunos pocos productos, nada apetitosos, como leche en polvo, azúcar, aceite, repollo y escuálidas zanahorias.

Aquí y allá, bien pintados hoteles de turistas surgen de las ruinas de una economía que se desplomó cuando Cuba perdió los subsidios soviéticos. Desde entonces se sufre una tremenda escasez de monedas duras y hoy el turismo provee el 43 por ciento de los dólares, contra apenas 4 por ciento hace 10 años. En el año 2000 llegaron 1,8 millones de visitantes a Cuba, equivalente a casi una quinta parte de la población de la isla. La gran mayoría, casi 950.000, provino de Europa; 783.000 del Canadá, América Latina y el Caribe, y 76.898 de Estados Unidos. Muchos de estos últimos violan la prohibición de viajar a Cuba decretada en 1961, pero los cubanoamericanos gozan de una dispensa especial para visitas familiares.

Las remesas de los exiliados de entre 500 y 800 millones de dólares al año ayudan a alimentar a los familiares que permanecieron en la isla. Actualmente, uno de cada 10 cubanos en la economía civil trabaja en servicios turísticos. Se trata de las ocupaciones más buscadas porque abre la posibilidad de recibir propinas en dólares. También están los llamados “paladares”, que son negocios familiares y prácticamente la única concesión de Fidel Castro al capitalismo.

Marcos, un coronel retirado que habla ruso, tiene uno de estos establecimientos y alegremente irrespeta la ley. Tiene permiso de sentar a sólo 12 comensales, pero en el segundo piso tiene otras mesas. Supuestamente no puede emplear sino a miembros de su familia, pero además de las dos hijas y del hermano hay otros que lo llaman “jefe”. Allí se comen deliciosos camarones, langostas y colas de caimanes que Marcos compra en el mercado negro.

Marcos le paga al gobierno un impuesto mensual de 961 dólares para operar su “paladar”. Cuando le pregunté cuánto gana, sonrió y me contestó: “eso es un secreto de estado”. Añadiendo, “por favor no escribas mucho sobre mí o me clausurarán”.

Aunque el gobierno cubano insiste que no hay privatizaciones, las autoridades se hacen la vista gorda respecto a las constantes infracciones menores, siempre y cuando estas produzcan dólares. Como lo explica Roberto Armas, funcionario de la cancillería cubana: “las reglas son muy flexibles”.

Paseando por las callejuelas de la ciudad, me atrae una dulce melodía que proviene de un oscuro portón. Adentro está un señor de 85 años tocando una guitarra y cantándole canciones de amor a su esposa. Han estado casados por 50 años y ella me dice que todavía le canta como cuando estaban jóvenes. El cuarto, sin ventanas, contiene apenas dos sillas y en la pared se ve la fotografía de la hija, una enfermera en Hialeah, Florida. Ella se marchó hace 20 años. Sí la han ido a visitar, pero siempre regresan. La anciana señora me dice: “Estados Unidos es muy bonito, pero estamos viejos y esta es nuestra casa”.

Un poco más abajo, en la misma calle está la Casa del Tango, un pequeño museo privado repleto de viejas fotografías y recuerdos de cantantes y bailarines de tango. Se trata de la creación de Edmundo Dubar, un fotógrafo cubano obsesionado por el tango, quien murió hace un par de años. Su viuda, Claribel, mantiene la colección de su marido. Ella vive con una pensión de 3 dólares al mes y no acepta que le paguen por sus clases de tango. Cuando la visité estaban conmemorando a Carlos Gardel, quien murió en un accidente aéreo en 1935. Yo aporté tres veces el monto de su pensión y cabizbajo regresé caminando a mi hotel.

© AIPE

Holger Jensen es editor internacional del diario Denver Rocky Mountain News.

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