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Rusia: un tragico regreso a un pasado autoritario

El líder del partido liberal Yábloko, Grigori Yavlinski, declaró recientemente que en su país renace el régimen nacional-bolchevique. Este intelectual e ideólogo de la demócracia rusa, conocido también como opositor eterno, confesó, con amargura, que en su país, hoy en día, no existe una verdadera democracia, sino una fingida libertad de expresión, una fingida independencia de los tribunales, unas fingidas elecciones y el también fingido pluralismo político. Estos, dicho brevemente, son los resultados de los diez años de las llamadas reformas democráticas en lo político. En cuanto a lo económico y social, Yavlinski ni lo mencionó. De sobra se conoce en el mundo: la antigua superpotencia cayó al nivel del desarrollo tercermundista y sobrevive gracias a la misericordia internacional. Sus fábricas están cerradas, sus campos de cultivo abandonados, su población, hambrienta y enferma, disminuye a la velocidad de más de un millón de personas al año.

A lo largo de los años noventa, millones de rusos se quedaron sin trabajo. Sus ahorros se perdieron, ya que la inflación triplicaba algunos meses los precios de los productos de consumo. La producción cayó en picado. Muchos que todavía trabajaban no cobraban sus salarios, a veces durante meses y hasta años por falta de fondos. La esperanza de vida bajó de 72 a 50 años. La mortalidad infantil llegó a ser cinco veces mayor que en el resto de Europa. Este ambiente de caos económico y social se ha conservado hasta ahora.

Mientras tanto, y a pesar de esta situación, los adversarios ideológicos de Yavlinski, los comunistas y nacionalistas, no son nada pesimistas. Muy al contrario. La situación favorece sus planes de restablecer un Estado autoritario. El presidente de la Duma, cámara baja del parlamento ruso, el comunista Guennadi Selezniev, anunció que su país, tras años de experimentos de modelos forasteros estériles, tiene, por fin, una meta concreta: el retorno al socialismo.

Yavlinski y Selezniev, políticos con ideología muy diferente, coinciden en lo principal: Rusia regresa hacia su pasado. Y no importa tanto la determinación del futuro régimen: nacional-bolchevismo, comunismo, socialismo o dictadura de la ley, como lo llama, por el momento, el mismo presidente, Vladímir Putin. El contenido es el mismo. Se trata de lo de antes: de un Estado policial centralizado, agresivo y antihumano que somete a un control riguroso a todos y a cada uno de sus súbditos.

¿Por qué este nuevo viraje histórico? ¿No optó Rusia por la libertad y la democracia hace diez años? Pues, sí. Lo hizo, por lo menos, así lo declaró. Pero mientras Occidente se felicitaba por las promesas de los antiguos líderes comunistas de asumir los valores del mundo civilizado, en la misma Rusia muy poca gente se mostraba eufórica. Y es que ni el más atrasado campesino creía que la vieja guardia bolchevique, autoritaria y perversa, podría soltar el poder para que en Rusia hubiera pluralismo político y respeto de derechos humanos.

Pero, al principio, hasta parecía que las cosas iban bien. El presidente Borís Yeltsin, tras hacerse con el poder en diciembre de 1991, fulminó la oficiosa ideología marxista-leninista. El Partido Comunista ya no era el dirigente, ni único en el país. Terminó su monopolio del poder que mantenía desde 1917. Aparecieron distintos grupos políticos, mientras que la prensa fue liberada del bozal ideológico. Desaparecían los símbolos del comunismo: sus lemas escritos en cada rincón de la calle y los monumentos a sus líderes históricos. Los rusos pudieron salir al extranjero sin necesidad de pasar los múltiples controles políticos. Se incrementó el comercio exterior y la gente tuvo acceso a los productos extranjeros.

La fiesta no duró mucho tiempo. Empezaron las calamidades económicas. El propósito oficial de las reformas era acabar con la estancada economía del Estado, crear un mercado para competir dentro y fuera del país. Teóricamente no se planteaban tareas muy difíciles, ya que se podía contar hasta con la experiencia internacional de las privatizaciones que, en la mayoría de los casos, daban y dan muy buenos resultados.

Como ya hemos mencionado, las reformas, especialmente, las privatizaciones, tuvieron consecuencias sociales desastrosas en Rusia. Los intentos de explicar esta ruina por el atraso de la industrial nacional, presuntamente incapaz de competir en los mercados internacionales, no tienen fundamento. Rusia seguía exportando, por ejemplo, sus recursos naturales: petróleo, gas, madera, todo tipo de minerales y, por fin, armas. Estas exportaciones, en las épocas anteriores, cubrían la mayoría de los gastos del Estado y hasta permitían mantener con cuantiosos subsidios ciertas ramas deficitarias de la industria y la agricultura.

¿Por qué entonces se produjo el colapso? La pregunta es bastante fácil de responder, especialmente, porque la época de desastre, para la mayoría, coincidió con la bonanza para unos pocos, entre ellos, en primer lugar, antiguos altos funcionarios soviéticos, la tristemente célebre nomenclatura comunista.

Resulta que los que hablaban de las reformas económicas, al parecer, no pensaban en su éxito, ni en la prosperidad del país. Su propósito era hacerse ricos a costa del Estado. ¡Forje hierro, mientras esté caliente! - dice un proverbio ruso. ¡Gane dinero, mientras esté Yeltsin!- decían los funcionarios comunistas reconvertidos en empresarios. Las fortunas millonarias se hacían en dos días, sin esfuerzo, ni riesgo, todo a base de corrupción y tráfico de influencias. Los burócratas se quedaban con fábricas y con las riquezas naturales por dos duros, sin concurso ninguno, ya que eran ellos mismos y sus amigos quienes dirigían las privatizaciones fraudulentas. El lema era convertir los bienes del Estado, cuanto antes, en dinero contante y sonante y sacarlo al extranjero. Sospechaban que, tarde o temprano, la bonanza iba a terminar. Había casos en que al apropiarse de una fábrica estatal equipada con maquinaria nueva, el recien llegado dueño vendía esta última como chatarra al extranjero y con el botín se largaba a Marbella a disfrutar de la vida. ¡Ni producción, ni puestos de trabajo, ni salarios, ni impuestos!

Lo importante era hacerse millonario en dos días: abrir una cuenta en Suiza, comprar un chalet en España, una limusina y un rólex de oro. Se sabe, que cada año Rusia perdía unos 25.000 millones de dólares, el dinero que los reformistas evadían. De ahí que tengamos, hoy en día, escándalos con el dinero sucio ruso en Suiza, Estados Unidos y Alemania.

Uno de los ejemplos más elocuentes es la historia de la empresa petrolera LUKoil, propiedad del multimillonario Vaguid Alekpérov. Se hizo con la mitad de los campos petrolíferos rusos, antigua propiedad pública, siendo vice-ministro soviético de este gremio. Por supuesto, las privatizaciones de las empresas petroleras también se realizaban sin concurso y por precios simbólicos. Actualmente Alekpérov es uno de los hombres más ricos del país. Su empresa florece y hasta paga los impuestos, aunque dicen, que diez veces menos de lo que debería de pagar al Estado.

Otro ejemplo es el antiguo primer ministro, Víctor Chernomirdin. Se ha quedado con el grueso del monopolio de gas - la empresa más poderosa del país - GASPROM. Nadie conoce su verdadera fortuna. Hace un par de años en Occidente apareció la noticia de que tenía unos 4.000 millones de dólares, lo que colocaba a Chernomirdin entre los hombres más ricos del planeta. El salario oficial de este señor no superaba los mil dólares mensuales.

¿Y los altos funcionarios que no han tenido la oportunidad de hacerse con los negocios privados? Por supuesto, tenían una gran envidia con sus compañeros enriquecidos. Pero estos últimos, muy comprensivos, empezaron a compartir sus dividendos con sus colegas menos afortunados. De ahí nació el sistema estatal más corrupto del mundo, donde practicamente todos los cargos importantes tenían sus vacas lecheras.

Hubo también otras fuentes para el enriquecimiento de los funcionarios. Por ejemplo, una parte de los cuantiosos créditos que el ingenuo Occidente dedicaba a las pseudo-reformas rusas, también se quedaba en los bolsillos de estas personas. Todos los que podían robaban, incluso la familia presidencial. Así, según la prensa rusa y extranjera, una parte del préstamo del Fondo Monetario Internacional, otorgado en 1998, se quedó en la cuenta privada de la hija menor de Yeltsin, Tatiana Diachenko.

Otro escándalo está relacionado con las obras en el Gran Palacio del Kremlin. La obra faraónica costó al presupuesto ruso más que un hijo tonto. El constructor, un dudoso empresario albano-kosovar-suizo, Bedjet Pacolli, agradeció a quienes le contrataron con fabulosas comisiones. Entre los agradecidos estaba, según la fiscalía suiza, el intendente del Kremlin, Pável Borodín, que recibió unos 25 millones de dólares, el mismo presidente Yeltsin y sus dos hijas, la mencionada Tatiana y Elena Okúlova.

Y por si fuera poco, en este ambiente de robo y fraude universal, nació la famosa mafia rusa. Los delincuentes comunes también decidieron hacer su aporte a las reformas yeltsinianas. Empezaron a competir con los antiguos burócratas. Lo hacían de la misma manera: sobornando a los funcionarios y, además, amenazando y hasta matando a los que se oponían a sus propósitos. A veces llegaban a ser socios de la vieja nomenclatura por ser muy útiles a la hora de arreglar cuentas con algún enemigo.

Los ejemplos abundan: el alcalde de Moscú, Yuri Luzkov, un antiguo funcionario bolchevique convertido en uno de los hombres más ricos del país, tiene entre sus amigos más íntimos al padrino de la mafia moscovita, Serguey Mijáilov, alias Mijás, y al antiguo cantante, convertido en uno de los capos más importantes, Iosif Kobzón. Este último, a pesar de ser judío, tiene vetada su entrada tanto en Estados Unidos como en Israel, ya que le consideran peligroso para la seguridad de estos países.

En la mayoría de los casos, las grandes industrias eran inaccesibles para la mafia. Por eso se abrían camino en el mundo de la pequeña empresa. Compinchados con la policía, extorsionaban al pequeño comerciante, hundiendo la iniciativa privada que permitía vivir a miles de personas.

Otros delincuentes, más importantes, se dedicaron a crear bancos y todo tipo de fondos de inversión para construir pirámides financieras y sacar al atontado pueblo, con promesas de altos dividendos, sus últimos ahorros. El Estado, o mejor dicho sus funcionarios corruptos, no hacían caso a este tipo de crimen por el que, en muchas ocasiones, recibían comisiones. La gente perdía su dinero y no había manera de protestar. Y eso, a pesar de que los mafiosos actuaban con licencias oficiales. Son las leyes del mercado capitalista - contestaban con cinismo las autoridades a los inversores engañados utilizando su antigua demagogia marxista.

En la política las autoridades actuaban con la misma brutalidad. En 1993 Yeltsin disolvió a cañonazos el parlamento descontento por su gestión caótica y ruinosa. Además comenzó dos guerras sangrientas en Chechenia sin mucho sentido, ni perspectivas de ganarlas. Debido a todo esto, su popularidad era de 0,6 % en la víspera de la elecciones presidenciales de 1996. No obstante, ganó con mucha facilidad estas elecciones, por supuesto, fingidas, según Yavlinski. Alcohólico y senil, seguía agarrándose al poder, al parecer, por miedo a que un día le pidieran cuentas de lo que había hecho con el país. Por fin, encontró a un sustituto que le garantizó la inmunidad. Este hombre era un antiguo teniente coronel del KGB, Vladímir Putin.

Desgraciadamente para los rusos el régimen dominado por la corrupción y el crimen organizado, se denominaba, no se sabe por qué, democracia. Decimos desgraciadamente porque para un pueblo que nunca ha conocido en su historia una democracia verdadera, este término, tras la experiencia vivida, se ha convertido en sinónimo de todos los males. Hasta la palabra demócrata es un insulto. En Rusia significa ladrón, asesino o mal nacido.

Lo lógico en estas circunstancias sería, desde nuestro punto de vista, rehabilitar la palabra democracia y sus normas universales que rigen en las sociedades más avanzadas del mundo. Lo positivo sería introducir, por fin, estas normas en la vida rusa y, de esta forma, garantizarle al país un próspero futuro. Pero, el nuevo mandatario, al parecer, piensa de manera distinta. Sus planes son tan claros que permiten decir a cualquiera -no sólo a Selezniev y Yavlinski- y con toda la seguridad, que Rusia regresa a su pasado totalitario. ¿Por qué? Quizá porque, según él, es la forma más adecuada para gobernar, imponer su control sobre el país y preservar cualquier oposición a su régimen.

Hay que decir también, con toda claridad, que este proceso está apoyado por la mayoría de los rusos, hartos del cáos en que han vivido los últimos años. ¡Con los comunistas vivíamos mejor! - dicen los rusos recordando que antes todos tenían trabajo, vivienda gratuita, sanidad, educación y el pan de cada día, aunque, en muchas ocasiones, bastante seco.

De ahí, que Putin se ha convertido en un año de estancia en el poder en el líder más respetado de todos desde la muerte de Iósif Stalin en 1953. Una comparación, por supuesto, que no honra nada al jóven dirigente, pero que cada día es más evidente. Basta sólo ver la crueldad de Putin en el caso de Chechenia, su insistencia en liquidar fisicamente a los rebeldes. Otro ejemplo es su espíritu vengativo en la persona del magnate de los medios de comunicación, Vladímir Gusinski, que se atrevió a criticarle. Esto nos recuerda también los tristemente célebres tiempos del padre Stalin con la fingida independencia del sistema jurídico ruso que hace el trabajo sucio, mientras que el líder pronuncia discursos sobre la grandeza de Rusia.

¿En que más se manifiesta este afán por el pasado? Aunque sea llamativo el restablecimiento de los símbolos de la antigua Unión Soviética -su himno y su bandera roja para el Ejército- no significa demasiado. Se intenta con ello, más bien, satisfacer a los nacionalistas y a los comunistas para conseguir su apoyo.

Hay síntomas más significativos. El primero es la reforma administrativa que privó a los dirigentes de las regiones autónomas de influencia en la vida del Estado y también les quitó de muchos de sus poderes para gestionar las provincias. La reforma fue relizada bajo el pretexto de que los caciques locales eran demasiado independientes lo que, presuntamente, amenazaba la unidad del país. Es de recordar que la antigua Unión Soviética era un Estado muy centralizado, donde todos estaban bajo la vigilancia policial e ideológica permanente.

Otro síntoma es el ataque frontal contra la libertad de prensa, quizá el único y más apreciado logro de los tiempos aperturistas. El nuevo bozal es la Doctrina de la Seguridad Informativa, elaborada por el Kremlin. También tiene su justificación: la prensa, propiedad de los llamados oligarcas, magnates industriales y financieros, se dedica, a menudo, a perjudicar al Estado defendiendo los intereses privados de sus dueños.

Es de recordar que en los tiempos de Stalin cualquier medida represiva también tenía su justificación lógica. Millones de enemigos del pueblo fueron eliminados porque molestaban al Estado en su empeño dehacer felices a sus ciudadanos.

Y si hablamos del fantasma de los enemigos, también existe. Son los mismos oligarcas. Aprovechando el odio popular a estos nuevos ricos, el régimen se les acusa de todos los males del país. No se trata, por el momento, de castigar a todos. La mayoría con el rabo entre las piernas y la lengua fuera, intentan lamer ciertas partes del dueño del Kremlin. Los que son objeto de ataque son los protestones, como el mencionado Gusinski o Boris Berezovski. Este último además se metía demasiado en la política y por eso tiene que esconderse actualmente en el extranjero, mientras que la fiscalía urga en sus empresas.

Es evidente también que, poco a poco, el poder cae en las manos de los compañeros y hombres de confianza del presidente, que son, en su mayoría, antiguos agentes del Comité para la Seguridad del Estado, el temible KGB. Están presentes en el Consejo de Seguridad, en el Gobierno y en la Administración presidencial. Se les elije como gobernadores y son nombrados delegados del Gobierno en las provincias. Se especula con el inevitable restablecimiento del KGB, ese monstruo represivo que fue dividido, a principios de los noventa, en cinco organismos diferentes para que no desempeñara más su papel dominante en la vida política. El propósito oficial de su reanimación es la necesidad de mejorar la defensa de los intereses del Estado.

Las Fuerzas Armadas, otro gran símbolo del poderío totalitario soviético, están intusiasmadas con los planes de Putin de dotarles con el armamento más moderno. Es significativo que en la Rusia de hoy no se hable de las inversiones para restablecer la producción civil, sólo la militar. La industria belicista, que sigue siendo un sector público, recibirá este año el doble que en el anterior presupuesto del Estado. La prensa oficial, con histerismo chovinista, publica cada día noticias sobre las nuevas armas que recibirá el Ejército y la Marina: desde nuevos fusiles de asalto, en vez de los anticuados kaláshnikov, hasta misiles crucero para la flota. Esta última saldrá próximamente, tras años de permanencia en sus bases, al Océano mundial, tal y como declaró recientemente su jefe, el almirante Kuroyédov.

El nuevo armamentismo, acompañado por los comentarios de que estamos rodeados de enemigos y debemos ser fuertes para protegernos a nosotros y a nuestros amigos, es también muy reconocible. Huele a la época soviética cuando la industria militar era la única que prosperaba debido a la obsesión paranóica de los líderes bolcheviques por la carrera armamentista.

En cuanto a los amigos, son ahora los mismos que en la época soviética. Es evidente la querencia del Kremlin por tener relaciones previlegiadas con Corea del Norte, Irak, Irán, Libia y Cuba. Durante la reciente visita del ministro de Defensa, Ígor Serguéyev, a Teherán, se acordó ampliar considerablemente la cooperación militar con la república islámica, a pesar de las protestas de Washington que acusa a los ayatolas iraníes de apoyar el terrorismo internacional. Y en Cuba los patéticos abrazos de Putin con Fidel hicieron llorar de alegría a todos los rusos, nostálgicos del comunismo.

Sus esperanzas se han visto cumplidas con la unión entre Rusia y Bielorrusia, una de las 15 naciones que formaban parte de la Unión Soviética antes de su colapso en diciembre de 1991. El presidente de Bielorrusia, Alexánder Lukashenko, conocido por su anti-occidentalismo y odio a la democracia, ha logrado conservar en su país practicamente todas las estructuras soviéticas. Ahora ofrece su rica experiencia al queridísimo hermano Vladímir, como llama a su colega ruso, para restablecer una parodia del antiguo imperio, reducido, por el momento, a la alianza de los dos países vecinos.

No obstante, Putin sigue hablando de que su propósito es construir una economía de mercado, aunque con gran participación del Estado. Lo último nadie lo pone en duda. Planifica, en primer lugar, restructurar la gestión de la gran compañía eléctrica, encabezada por el liberal Anatoli Chubais. Se habla de la pronta revisión de las privatizaciones. Desde la izquierda, los comunistas instan al camarada presidente a que acelere sus contra-reformas. Piden el control del Estado en las industrias estratégicas, especialmente el petróleo y el gas. Piden las cabezas de todos los oligarcas.

Y la noticia más importante de todas: este año el presupuesto del departamento de las cárceles, el antiguo GULAG, tan conocido por las obras de Alexánder Solzenitsin, ha aumentado en dos veces. ¿Por qué? Por supuesto, no se trata de mejorar las condiciones de vida de los presos. ¿Será para poder aumentar su número?

Nos hallamos, pues, ante un nuevo viraje histórico de Rusia, esta vez hacia su pasado. Un trágico regreso al círculo vicioso tras un juego democrático que se parecía más bien a la ruleta rusa.

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