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La subvención es culpable

España está enferma. Para curarla, es esencial dar con un diagnóstico correcto. La España oficial, o sea el Gobierno, la oposición y los grandes grupos multimedia, dicen que nosotros no tenemos culpa de nada. La crisis se originó en Estados Unidos en 2007-2008 a consecuencia del mucho capitalismo que allí padecen y que dio lugar a una desregulación del sistema financiero, que a su vez permitió a las entidades que operaban en el mismo los excesos que provocaron el desastre. No obstante, eso no explica por qué los países que la sufrieron están saliendo de ella y nosotros nos hundimos cada vez más.

Para eso, la España oficial también tiene explicación. La crisis financiera provocó la del euro y la de los países de su zona. La nueva moneda ha resultado ser en realidad un gigante con pies de barro, ya que cuando se implantó se hizo de manera incorrecta, al no haberse acompañado del pacto de una política fiscal y presupuestaria común. Sin embargo, esto no justifica por qué unos países de la Zona Euro están muy mal, y ese es nuestro caso, y otros no lo están tanto o incluso están muy bien.

También a esto la España oficial sabe dar una respuesta. La crisis del euro se produce porque algunos Estados miembro, como nosotros, hemos gastado algo más de lo que hubiéramos debido. Ese leve exceso ha provocado una reacción en cadena, generando unas injustificadas desconfianzas hacia nuestra economía que empujaron la prima de riesgo y los intereses a los que teníamos que financiarnos a ser cada vez más altos, lo que a su vez hizo que el gasto se disparara y nuestra situación económica empeorara artificialmente. Mientras, naciones que generan confianza, como Alemania, a pesar de estar endeudándose como nosotros, no padecen ese empeoramiento artificial; al contrario, a pesar de estar en principio tan sólo algo mejor que nosotros, parecen estarlo mucho más porque pueden financiarse a bajo interés. Eso hace que los intereses de nuestra deuda suban y suban, mientras los de Alemania no hacen otra cosa que bajar, a pesar de que no hay razón de fondo que lo justifique.

El diagnóstico oficial

En consecuencia, según este diagnóstico, nuestro problema es que nos vemos injustamente obligados a pagar unos intereses excesivamente altos. Si lográramos que nos prestaran el dinero a un interés sensiblemente inferior, saldríamos enseguida del hoyo. Para lograr precisamente eso, que los tipos bajen, se han hecho reformas pseudoestructurales que, en realidad, no se consideran necesarias si no es para generar la confianza que no merecimos perder y hacer así que bajen los tipos. Incluso si fuera necesario pedir un rescate y para que nos lo concedieran hiciera falta emprender ulteriores reformas, siempre serían tenidas como sacrificios impuestos que en realidad no son imprescindibles, pero que, como son exigidos por los los acreedores, no hay más remedio que adoptar. De hecho, si se observa el comportamiento de los dos últimos Gobiernos frente a la crisis, uno del PSOE y otro del PP, su reacción ha sido similar porque comparten el diagnóstico. Por ejemplo, ninguno de los dos partidos reconoce que en España hay demasiados sueldos públicos. Por lo tanto, no procede eliminar empresas, asociaciones, fundaciones o entes, ni siquiera suprimir cargos o puestos dentro de ellos. Dadas las circunstancias, y siendo todos esos cargos o puestos indispensables, la necesidad imperiosa de disminuir el déficit aboca a la única solución verdaderamente justa, la de disminuir el sueldo de todos ellos sin despedir a nadie.

Así pues, la crisis está provocada por tres factores. El más importante es el capitalismo internacional y la pésima estructura de la que fue dotado el euro. El segundo es la injustificada desconfianza hacia nuestra economía, que padece el sambenito de ser la de un país latino. El tercero es el menos importante y el único del que somos responsables, que es el haber tenido durante los años de bonanza una ligera alegría en el gasto que, como a la fuerza ahorcan, ya no hay. Por eso, en el momento de tener que reducir el déficit, el Gobierno del PP, un Gobierno supuestamente liberal-conservador, lo primero que hizo fue subir los impuestos directos. Sólo después se decidió por alguna política de ahorro, que nunca pretendió que fuera una reforma estructural, evitando gastar en lo que se consideró menos necesario. Y sólo ha intervenido en la estructura económica del país con una tímida reforma laboral debido al hecho incontestable de que nuestro mercado de trabajo es tan poco flexible que el pleno empleo se alcanza con cifras de paro que sobrepasan el ocho por ciento. Ni que decir tiene que la izquierda no está dispuesta a reconocer ninguna disfunción en este sector.

Ahora, no es verdad que la izquierda no quiera ninguna reforma estructural. Cree que todo ha sido provocado por los excesos del capitalismo y que la respuesta a la crisis ha de consistir, si de reformas estructurales se trata, en incrementar la intervención del Estado en la economía y subir aún más los impuestos directos, para poder llevar a cabo una más justa distribución de la riqueza.

Es curioso, no que en la práctica las políticas de la izquierda y las de la derecha apenas se hayan distinguido (ambas han subido los impuestos y bajado el sueldo a los funcionarios), sino que en lo que fueron diferentes fue en hacer lo contrario a su supuesto ideario, porque fue el PSOE quien congeló las pensiones y el PP quien subió los impuestos directos. La única diferencia real proviene del hecho de haber emprendido el Gobierno del PP esa tímida reforma laboral que el PSOE nunca hubiera llevado a cabo. Pero eso no basta para dejar de concluir que el diagnóstico al que llegan los dos partidos es el mismo, el descrito con anterioridad. Se equivocan.

El diagnóstico real

La conclusión de la España oficial genera gran desconfianza en muchos. Algunos intuyen que los factores endógenos son mucho más relevantes para la profundidad de la crisis que padecemos de lo que nos quieren hacer creer. La izquierda, cuando desconfía, acusa a la clase política de no ser representativa del verdadero sentir de los ciudadanos y de estar en manos de los bancos y de las grandes empresas. La derecha que no se fía ve en la elefantiásica administración generada por el Estado de las Autonomías el peso muerto que lastra nuestra economía. O, si se convence de que esto no es más que el chocolate del loro, termina por acusar al igualmente elefantiásico Estado del Bienestar de ser el verdadero responsable de nuestros males. Así pues, la izquierda desconfiada quiere una economía mucho más socializada y la derecha incrédula desea una estructura administrativa mucho más aligerada y a veces también unos servicios sociales reducidos al tamaño que nos podamos permitir.

Naturalmente, esta es una descripción simplista en la medida en que quienes no comulgan con las ruedas de molino que nos quiere hacer tragar la España oficial tienen las más variopintas opiniones sobre el origen de la crisis y sus remedios, y es posible hallar en ellos soluciones para todos los gustos. Pero sí es difícil encontrar, salvo en los pocos genuinos liberales que habitan entre nosotros, quienes opinan que esta crisis no es la crisis del capitalismo, ni siquiera la del Estado de las Autonomías, sino la del socialismo.

El verdadero responsable de la crisis

Creer que el problema de España es que su economía es excesivamente capitalista produce risa a la vista de lo muy socializada que está. No se trata ya sólo de la falta de flexibilidad del mercado de trabajo, o de lo elevados que son los impuestos. El verdadero problema es lo mucho que nuestra economía está intervenida. Claro que hay que flexibilizar la contratación laboral y bajar algo la carga impositiva, pero eso no bastaría. En Europa el mercado laboral es algo más flexible, pero no mucho más. Y los impuestos por estos lares tienen poco más o menos los mismos niveles que en el resto del continente. Lo verdaderamente grave es que, desde los tiempos de la Transición, España no ha dejado de estar cada vez más intervenida económicamente. Lo que ocurre es que la privatización de empresas públicas ha producido el espejismo de una falsa liberalización, que es lo que proporciona el pretexto a la izquierda para pedir mayor intervención. La socialización en España no opera a través de empresas públicas, sino que se produce por medio de la subvención.

No hay sector económico donde no sea posible encontrar alguna clase de ayuda pública. Algunas veces, lo que hace la Administración es dar dinero a fondo perdido a determinados empresarios que cumplan determinadas condiciones, pero esta forma abierta de subvención está muy perseguida por Bruselas. No hay problema, porque hay muchas otras formas de hacerlo. Por ejemplo, son frecuentes los créditos a largo plazo y bajo interés con pocas garantías (o ninguna). A veces la subvención llega por la vía fiscal, con descuentos en los impuestos que tienen que pagar empresas y autónomos o los particulares que contratan con ellos. No faltan las que se refieren a las cuotas de la Seguridad Social. En estos casos suelen disfrazarse como medidas de fomento al empleo, pero la verdad es que quienes resultan directamente beneficiados son los empresarios. En los medios de comunicación, la subvención llega a través del habitual canal de la publicidad institucional, que es una variedad de la subvención que consiste en contratar servicios que son poco o nada necesarios. Con algunos bienes ocurre lo mismo, la Administración los compra a un precio muy superior al de mercado o subvenciona el de venta al público al que ofrecen sus productos determinadas empresas para que sean competitivos en el mercado. No faltan los casos en que, en determinados sectores, se hace la vista gorda en el incumplimiento de obligaciones fiscales, salariales o en cuanto a la Seguridad Social para que esas empresas puedan competir en mejores condiciones en el mercado exterior. Existen decenas de formas de subvencionar y todas se emplean con profusión en España.

Son frecuentísimas las noticias en las que tal o cual ministro económico anuncia copiosas subvenciones para tal o cual sector estratégico, ya sea el turismo, la construcción, la industria del automóvil, la agricultura o cualquier otro. Todas son recibidas con aplausos porque se supone que constituyen un empujón para nuestra economía. Nada más lejos de la verdad. La colonización que la subvención ha llevado a cabo de la economía española ha hecho que, para ser aquí empresario, sea condición necesaria convertirse en un experto en cazar subvenciones. Eso se puede hacer de dos maneras. La primera es estudiar con atención todos los días todos los boletines oficiales de la Administración y luego saber moverse por el laberinto de la burocracia para, después de mucho trajinar, lograr el dinero indispensable para que la empresa dé beneficios. La segunda es hacerse amigo de los políticos responsables de, con mayor o menor arbitrariedad, conceder las dichosas subvenciones. Sin alguna de estas dos capacidades no hay empresario capaz de triunfar, entre otras cosas porque renunciar a la subvención significa obligarse a competir en inferioridad de condiciones con otros empresarios que sí dispondrán de ella. Y así los políticos intervienen una y otra vez en la economía, favoreciendo a unos sectores frente a otros, lo que en una economía planificada sería aceptable, o primando a unos empresarios frente a otros, lo que no lo es en ningún caso.

Es esta forma especial de socialismo, de intervención económica a través de la subvención, lo que está ahogando a nuestra economía y convirtiendo a nuestros empresarios en burócratas, cuando no en ases del cohecho. Una economía donde la subvención es la regla general y la ausencia de ella la excepción no puede ser considerada economía libre de mercado. Es una economía socializada, si no abiertamente socialista. Y como tal conduce a la ruina. Por lo tanto, la desaparición de toda forma de subvención se antoja tanto o más necesaria que la reforma laboral, la bajada de impuestos o la reforma del Estado de las Autonomías, que también lo son. A lo mejor somos capaces de levantar cabeza sin prescindir de ellas, pero lo haremos a duras penas, por poco tiempo, y cuando volvamos a caer nos despeñaremos definitivamente, si no lo hemos hecho ahora. El problema es que nadie quiere oír hablar de eso porque a los políticos les da poder, a los empresarios establecidos les ahorra tener que competir y a los trabajadores les asusta que desaparezca algo de lo que dependen sus sueldos (recuerden si no con qué violencia defendieron los mineros las subvenciones que del Ministerio de Industria reciben sus empleadores). Y sin embargo, esa es la gran enemiga de nuestra economía, la que nos hace cada día más pobres, la verdadera responsable de nuestra crisis.

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