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Aprendiendo a ser libres

Este artículo fue publicado originalmente en Libertad Digital el 9 de noviembre de 2009.

El 17 de octubre de 1989 el actor de teatro Wolfgang Holz solicitó en la Inspección de la Policía Popular berlinesa los permisos pertinentes para una manifestación pacífica en la Alexanderplatz. Según reza en el informe del comisario que atendió la petición, se trataba de un acto pacífico durante el que se pretendía reivindicar los derechos a la libertad de prensa y a la libertad de reunión, consagrados en los artículos 27 y 28 de la Constitución de la República Democrática Alemana. La cita quedaba fijada para el 19 de noviembre.

Los meses anteriores habían estado preñados de multitudinarias manifestaciones ante la iglesia de San Nicolás de Leipzig, algunas de ellas brutalmente reprimidas por las fuerzas de seguridad: informar sobre ellas se había convertido en misión imposible para periodistas y medios. El aparato del Estado, perfectamente coordinado desde los despachos de la Stasi (Ministerio para la Seguridad del Estado), convertía en sospechoso no solo a quien se reunía con más de 5 personas en la calle, también a quien informaba de ello. Una manifestación como la que proponía Holz en nombre del Sindicato de Actores de Teatro de Berlín se convertía, así, en asunto de Estado.

En realidad, los convocantes de la manifestación no pretendían destruir la DDR, solo querían mejorarla. En realidad, tal y como se recoge en el Acta Especial de la Stasi sobre el 4 de noviembre, a finales de octubre ya se habían reunido varios comités de intelectuales y representantes de la cultura, a instancias del mismísimo director general de la Stasi, Erich Mielke, con el fin de preparar el terreno –y los contenidos– para un acto al que no deberían de acudir más de un par de centenas de personas.

Que el diario Die Morgen publicase que la manifestación estaba convocada para el 4 de noviembre en lugar de para el 19 fue un error menor. Que ese día 4 se diesen cita en la Alexandreplatz, de forma totalmente inesperada, casi un millón de personas, que no cesaron ni un segundo de abuchear contundentemente a los nuevos salvadores de la patria (que llegaron corriendo y con los discursos a medias) fue el triunfo del ansia de libertad de una nación cansada de rellenar impresos para respirar.

Cinco días después de la manifestación en la Alexanderplatz, cuatro semanas después de las manifestaciones de Leipzig, cuarenta años y 28 días después de la fundación de la República Democrática Alemana, los defensores del Estado, los privilegiados del Estado, los amordazadores profesionales, los ensimismados comunistas se dieron cuenta de que también entre las gentes de la cultura los amantes de la libertad eran mayoría; de que entre los trabajadores sucios de turba y lignito los amantes de la libertad eran mayoría; de que entre los santones de misa semanal los amantes de la libertad eran mayoría. Se dieron cuenta, en fin, de que estaban solos. Ellos, y su Estado.

Han pasado 20 años desde la caída del Muro berlinés, y casi todo ha cambiado en el Este alemán. Hacer balance es casi imposible, tantos son los aspectos que tener en cuenta. Mi vecino, que nunca ha vivido fuera de Leipzig, que escapó de la Guerra por los pelos y convivió con el comunismo a base de tocar la flauta en la Gewandhaus, vive su merecido descanso al lado de su piano en la casa que siempre soñó tener. Y me cuenta que nada ha cambiado. Me cuenta cómo la distancia entre unos y otros sigue siendo la misma, cómo el clima de desconfianza cultivado durante 40 años de denunciantes y denunciados sigue siendo el mismo. Me habla de las promesas de los políticos de entonces, incumplidas todas. Y de las promesas de los políticos de hoy. También fallidas. No se extraña de que las encuestas muestren un alto grado de desencanto entre los alemanes (los del Este y los del Oeste) tras veinte años de reunificación.

"La mayoría de los que entonces nos alegramos hasta llorar la última lágrima con la caída del Muro no sabíamos lo que era realmente la libertad que nos estábamos regalando". "La libertad no es solo poder viajar a Mallorca cuando nos plazca, comprar chocolate o un Volvo si nos apetece: la libertad ha de vivirse creando, inventando, recreándose y reinventándose uno a sí mismo cada día".

Hoy vuelven a sonar las arengas neocomunistas, y no pocos alemanes del Este miran al pasado con la nostalgia de quien se siente perdido en un presente que le supera. La libertad es una amenaza, ya que nos quita la posibilidad de cargar sobre otros la responsabilidad de nuestros errores. La libertad nos desnuda, sin que podamos disimular nuestras faltas.

El Berliner Zeitung encargó en su día al instituto Forsa una encuesta para sondear qué sienten los alemanes tras estos últimos 20 años de camino común. Si a finales de 1998 más del 70% de los alemanes del Este soñaban con mejorar sus vidas, hoy apenas un 45% reconoce haberlo conseguido. El 25% cree incluso que la mayoría de los residentes en el Este vive peor hoy que hace 20 años. Los ossis creen que no han sido auténticamente aceptados por sus compatriotas occidentales. Los westler dicen haber tenido que correr ellos solos con los gastos de la reunificación.

Los alemanes, en fin, siguen siendo aprendices de hombres libres. Como nosotros.

En Leipzig, a 3 de noviembre de 2009.

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