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La hoz, el martillo, la rosa (y la bomba)

Marxismo

No nos llamemos a engaño, ni despreciemos tontamente al adversario: el marxismo fue una ideología muy estructurada, muy consecuente, infinitamente más sólida, digamos, que otras ideologías del siglo XIX (empleo el pasado porque estoy hablando de un difunto). Por su carácter globalizador (abarcaba todos los aspectos de la vida social: economía, política, filosofía, historia), y porque tenía explicaciones y soluciones para todo, vida pública y privada, arte o guerra, progreso o reacción, representaba una fuerza gigantesca que movilizó a millones de personas en el mundo entero, sin que todos sus fieles conocieran la teoría al dedillo: ni habían leído El capital, por ejemplo. Y es precisamente eso lo que constituyó, paradójicamente, su fuerza: incluso los que sólo conocían algunos elementos vulgarizados de la doctrina estaban dispuestos a morir y matar por ella. Porque el pensamiento complejo de Marx podía traducirse en términos relativamente sencillos, y sin lugar a dudas simplistas, pero movilizadores: lucha de clases, odio a la burguesía, odio al capitalismo, exaltación del papel histórico del proletariado –que no debía confundirse con los pobres–... esas y otras ideas simplistas, sacadas de la teoría, tuvieron una influencia indudable.

Una ideología tan estructurada y coherente, tan fácilmente adaptable a la acción política y sindical cotidiana, no podía por menos que ser a la vez dogmática. La fuerza y la debilidad del marxismo fue su dogmatismo. Algo parecido ocurre con ciertas religiones, y sin lugar a dudas con el islam. No pretendo dar la vuelta al marxismo en veinte líneas, pero califico como totalmente dogmáticos sus fundamentos: el materialismo histórico, o sea el análisis de las "estructuras": modos de producción, economía, historia, lucha de clases, y el materialismo dialéctico, o sea el análisis de las "superestructuras": ideologías, filosofías, religiones, estética, etcétera. Las superestructuras dependerían de las estructuras, lo cual constituye una imbecilidad, porque un musulmán sigue siendo un musulmán ante un arado y ante un ordenador; puede que este ejemplo sea demasiado sencillo, pero no es falso, en absoluto. Marx estaba convencido de que las religiones desaparecerían con el progreso de las "fuerzas productivas".

Lo malo para el marxismo y su padre fundador, Carlos Marx, es que era una teoría, aunque inteligente y formidablemente eficaz, errónea; no siempre en los detalles, pero sí en lo esencial. Veamos algún ejemplo: el arquetipo del proletario según Marx, el minero, el metalúrgico, el obrero industrial, ese portador de valores eternos, la palanca de la revolución social, ha dejado pasado a los robots. La modernidad marxista en el modo de producción es una máquina inteligente, compleja, inventada y dirigida por hombres, que arroja a los obreros industriales a un papel segundario, cuando no al rango, despreciado por Marx, del lumpemproletariado; o al paro. El papel de los hombres y las mujeres en la producción ha cambiado sustancialmente –al menos en los países desarrollados–, y el obrero decimonónico, a la vez explotado y actor fundamental en la producción, se ha convertido en un técnico que trabaja ante un tablero de ordenador. O sea, que accede a la clase más inteligente desde hace siglos: la burguesía. No todos, desde luego, pero los otros, repito, y siempre en la óptica marxista, se han convertido en desgraciados, lumpen, marginados.

Al contrario de lo que pensaban revolucionarios tan diferentes como Bakunin y Mao, que consideraban al campesinado una fuerza potencialmente revolucionaria, Marx desconfiaba de los campesinos, como si el hecho de ser propietario de media área, pongamos, convirtiera a esos pequeños propietarios en reaccionarios. Los jornaleros sí podían, siempre según Marx, convertirse en potenciales aliados de la clase obrera revolucionaria, pero nada más. Dictaminó quiénes eran los buenos y quiénes los malos ignorando soberbiamente la pasión absoluta de los jornaleros por convertirse en pequeños propietarios. El desprecio de los regímenes comunistas hacia el apego de los campesinos por sus tierras constituye uno de los elementos fundamentales de las catástrofes agrícolas que azotaron los países sojuzgados por aquellos; catástrofes que se cobraron la vida, por hambre, de millones de personas.

El marxismo contenía igualmente errores fundamentales en lo relacionado con la propiedad privada, el mercado y todo lo que hace dinámico al capitalismo. Para Marx y sus discípulos la propiedad privada constituía "el freno absoluto al desarrollo de las fuerzas productivas". Para Proudhon, más poético pero igual de equivocado, la propiedad privada era nada menos que un robo. Salta a la vista que los dirigentes comunistas chinos actuales, para sacar a su país de la penuria y el hambre, se han saltado a la torera los sacrosantos principios marxistas sobre la planificación socialista de la economía y la abolición de la propiedad privada y se han lanzado por el sendero luminoso del capitalismo; con los resultados que todo el mundo conoce y muchos temen. En Rusia ha ocurrido algo semejante.

Evidentemente, con el paso del tiempo y la aparición de grandes potencias comunistas: la URSS primero y luego China, la teoría marxista evolucionó, alcanzando incluso excesos y exageraciones que, hasta cierto punto, se apartaban de la doctrina primigenia: recordemos, por ejemplo, los delirios sectarios del realismo socialista en arte y literatura, o la ciencia proletaria, con sus estafas convertidas en dogmas de un Lisenko, sin ir más lejos.

El delirio soviético pretendía demostrar que había una ciencia proletaria, una sanidad proletaria, un arte proletario ("Si el proletario fuera capaz de crear su propio arte, ello significaría que la revolución proletaria es inútil", escribió Trotski.); y, sobre todo, una política y un poder proletarios.

Un sofisma se ha puesto de moda estos últimos años, con la discusión sobre si se puede equiparar nazismo y comunismo. Algunos, para exculparse, declaran: "Se iba al comunismo por amor, y al nazismo por odio". Suena un redoble de tambores, se enjugan las lágrimas y se sacan las fotos de la familia. Esto es totalmente falso: empleando la misma jerga infantil, puede decirse que se iba al nazismo por amor al pueblo y a la nación alemanas, así como por odio a sus enemigos (sobre todo los judíos) y por desprecio hacia las razas inferiores (gitanos, negros, etcétera). Pero es que el odio no falta –o faltaba– en las filas comunistas: odio al burgués, al capitalista, a los trotskistas, a los socialtraidores, a los anarquistas, a los franquistas; odio al Otro, a los otros. Y aparte del "culto a la personalidad" de los jefes, del amor a la disciplina de partido, a la potencia del movimiento comunista internacional y a un par de dogmas, yo no vi mucho "amor" en mi paso por el PC; en cambio si vi mucho odio, y bastante desconfianza y antipatía por ese burgués que juega a ser comunista, por ejemplo yo. (Lo de "juega" no era totalmente falso).

Todos sabemos que, para Marx, ninguna teoría, por muy inteligente que pareciera, tenía el menor valor si no se encarnaba en la práctica, en la praxis. Y es precisamente la praxis lo que condena al comunismo como el totalitarismo más criminal de la Historia, el más peligroso, el que ha durado más tiempo, el que más extensión ha alcanzado, infinitamente más que el nazismo. Ya podrán los sofistas, los arqueólogos, los cínicos, discutir hasta el infinito sobre la culpabilidad del marxismo en ese desastre: lo que nos interesa es, precisamente, el desastre. Y el nexo entre Marx y el Gulag me parece tan evidente que me extraña que personas inteligentes como Claude Lefort –y muchos más– lo nieguen, y hasta lo consideren extravagante, ya que la abolición de la propiedad privada, la destrucción del capitalismo, la eliminación física de la burguesía, la dictadura del proletariado –con la consiguiente destrucción de la democracia burguesa "formal"–, el papel prepotente del Estado, el control burocrático de los ciudadanos por el poder comunista... todo eso forma parte de los principios de base del marxismo. Con todo, haré dos observaciones: 1) la aplicación de la doctrina ha exigido adaptaciones, pero eso, siempre empleando la jerga marxista, demuestra que la teoría, enfrentada a la praxis, debe evolucionar; 2) la absoluta admiración de Marx por el capitalismo le llevaba a admirar su dinamismo revolucionario incluso cuando aseguraba, erróneamente, que había caducado y que el socialismo sería infinitamente superior.

Implosión y explosión

Todo esto son trapos sucios y viejos oropeles, aunque algunos gurús marxistas sigan afirmando que todo estaba previsto por Marx, el nacimiento y muerte de la URSS como el calentamiento del planeta y otras sandeces; el planeta comunista ha explotado, desde luego, pero no debido al clima, y el régimen más monstruoso de la Historia, con más de cien millones de víctimas, se ha hundido, gigantesca victoria para el capitalismo y la democracia... que no se acepta y que en absoluto elimina nuevos peligros. Ahora bien, ¿cuál es el elemento que une al comunismo triunfante de hace pocos años con los rescoldos revolucionarios de hoy? El odio, esencialmente el odio, que se ha acrecentado en ciertos sectores debido, precisamente, a esa derrota.

Paralelamente a la evolución de la izquierda revolucionaria hacia el terrorismo y el nihilismo, la mayoría, convertida en socialburocracia –tras haber fagocitado a importantes sectores comunistas–, también ha evolucionado hacia el desconcierto doctrinal absoluto. El abandono de la hoz y el martillo, símbolo de la unión revolucionaria de la clase obrera y los campesinos, y su sustitución por la rosa no es ni inocente ni fortuita. (El puño, que pretende recordar el que se alzaba antaño, resulta ser como el maquillaje de la vieja cupletista que intenta preservar algo de su difunta belleza juvenil). Tampoco es inocente ni casual que ese emblema socialburócrata surgiera en Francia (y de ahí pasó a España y a otros países) después de que Mitterrand sacara adelante su OPA hostil contra el PS. Modelo ejemplar para los beatos por haber ocupado durante 14 años la Presidencia de la república francesa, Mitterrand no fue nunca socialista, y menos aún marxista. Queriéndolo o no, esa rosa recuerda mucho más al amor de las ladies británicas por sus rosales, o la novata afición de los funcionarios socialmasones por sus fermettes secondaires, que a las luchas del movimiento obrero.

No todo se limita a símbolos: aparte el New Labour Party y su Tercera Vía, muy timoratamente reformista, los PS europeos han abandonado por completo la teoría marxista, así como su versión socialdemócrata, y no la han sustituido con nada, o sólo con bazofias confusamente izquierdistas, pacifistas (bueno, existía una tradición pacifista en la socialdemocracia), ecológicas y caritativas. Lo único que aparece bajo los diversos oropeles, como aparece la piel arrugada de la vieja puta bajo su minifalda, es la defensa intransigente del capitalismo de Estado –bajo el apodo de "Estado de Bienestar"– y el apego sectario a la burocratización de la vida social y privada. Eso fue precisamente lo que destruyó Margaret Thatcher en el Reino Unido.

En Francia, en varios platós de televisión y cuando hay elecciones de por medio, el niño litri Olivier Besancenot, candidato perpetuo de la LCR trotskista a la Presidencia, que tiene cierto éxito mediático por su pinta de joven bobo, que despierta turbios instintos maternales en muchas mujeres y en ciertos hombres, se lamenta reiteradamente de ya nadie en la izquierda exija la abolición de la propiedad privada, de que nadie siga siendo firmemente anticapitalista. Lo que pueda decir ese memo no tiene la menor importancia, pero en este caso constata un hecho: los propios comunistas, que se pretenden la izquierda de la izquierda, proponen "superar el capitalismo", ya no se atreven a propugnar su "destrucción". En España ocurre lo mismo: me imagino que nadie espera que Zapatero, Solbes o Cebrián, pongamos, vayan a exigir la abolición de la propiedad privada, por mucho que algunos pronuncien frases demagógicas y confusamente anticapitalistas.

No obstante, esta gigantesca victoria histórica ha producido pocos beneficios políticos, las cosas como son. El triunfador absoluto es el capitalismo, que ya no tiene serios obstáculos, como pudo serlo el comunismo; que ni siquiera tiene enemigos en los países y movimientos que se han convertido en nuestros peores enemigos, es decir, en el mundo islámico. Para dar el primer ejemplo que se me ocurre: Ben Laden y sus cómplices, en términos de anticapitalismo, nada tienen que ver con Lenin y Stalin, al revés. Con algunos retoques simbólicos y coránicos, el islam, incluido el radical y terrorista, es favorable al capitalismo. Por no hablar de lo más evidente, que el petróleo y los petrodólares, el sistema financiero y bancario islámico –que subvenciona el terrorismo, y de paso la construcción de mezquitas y de escuelas coránicas–, se extienden por el mundo exitosamente. Por lo tanto, tenemos que ser conscientes de algo radicalmente nuevo: nuestro enemigo principal, hoy, no es anticapitalista (ni los comunistas chinos).

No se puede hablar seriamente de un avance consecuente de las ideas, los partidos, las realizaciones liberales, en el terreno político; ni siquiera en el económico, o no lo suficiente. Ni en Rusia ni en China, por ejemplo, el capitalismo es liberal. Ni siquiera lo es bastante en Europa; un poco más, y es tradicional, en los países anglosajones. Esto no impide, al revés, que en muchos países, sobre todo en Francia, el término liberal se haya convertido en un insulto, sinónimo del capitalismo más cruel, y que algunos hasta se atrevan a disertar sobre el "totalitarismo liberal". Como ya he escrito en varias ocasiones, esto sólo revela el odio a la libertad de amplios sectores de la izquierda y de toda la extrema izquierda, cuyo fundamento esencial es, precisamente, el odio; en eso se asemejan a los islamistas radicales.

La izquierda y la yihad

El 5 de octubre de 2006 Fred Halliday, profesor de la London School of Economics, publicaba en El País un interesante artículo, titulado "La izquierda y la yihad", en el que señala algo aparentemente evidente: la oposición radical entre una ideología más o menos marxista y el islam, especialmente el integrista. Son, viene a decir, dos concepciones opuestas. Más que recordar los principios contrapuestos de ambas concepciones, relata casos concretos de colaboración contranatura. Pero para nada tiene en cuenta el elemento fundamental de esa traición, o abandono de los principios: el odio, un odio irracional, no ya basado en el análisis aparentemente racional de la superioridad del socialismo frente al capitalismo, ni siquiera de la necesidad objetiva de la violencia, "partera de la historia", para conquistar el paraíso terrenal, o al menos una sociedad más justa y perdurable; movida y cegada por el odio, la izquierda revolucionaria ha abandonado todo proyecto de sociedad diferente –si lo tiene, lo tiene escondido en el cofre de algún paraíso fiscal–. Un odio que le mueve a aplaudir el terrorismo islámico, cuando no a colaborar con él, puesto que va dirigido contra el Gran Satán, el máximo culpable de todo, los USA, y sus cómplices, el peor de ellos, por supuesto, Israel. Pero no el único: Tony Blair en el Reino Unido, José María Aznar (¡ay!), ayer, en España, algunos más, no tantos, también están simbólicamente condenados a muerte.

Aquí yo sólo veo odio, repito, sin el menor boceto de sociedad diferente. De ahí que no se pueda hablar de nihilismo y terrorismo, sin necesidad de referencias históricas o literarias.

Claro que también están los listos, o los que se pasan de listos, y los cínicos, que piensan poder apoyarse en el islamismo radical, pero únicamente como carne de cañón contra el "imperialismo yanqui". Así, Fred Halliday parece extrañarse de que, "hace poco", unos "manifestantes radicales vascos" marcharan "precedidos por un militante que ondeaba una bandera del Hezbolá". Pues nada tiene de extraño, y en París y otras capitales europeas hace años que ondean banderas del Hezbolá, de Hamás y de otras organizaciones terroristas, por ejemplo en las manifestaciones "contra la guerra en Irak". Al mismo tiempo, pululan gritos y consignas como "¡Mueran los judíos!" o "¡Israel, nazi!". Lo de "¡Israel, nazi!" es doblemente peregrino, porque muchos de los que lo gritan, como "Sharon: Hitler", añaden a renglón seguido que Hitler tenía razón en lo relacionado con el exterminio de los judíos... Pero ésta no es la única incoherencia de la actual izquierda revolucionaria.

También señala Halliday, con fría indignación, que la izquierda británica, el alcalde de Londres incluido (ilustre energúmeno, dicho sea de paso), había recibido como un héroe al jeque Yusuf al Qaradaui, líder de los Hermanos Musulmanes. O que Hugo Chávez tenga magníficas relaciones con los locos de Alá iraníes. Como Felipe González, y muchos más. Por ejemplo, los intereses económicos franceses en Irán se han multiplicado desde que los USA, también comercialmente, se retiraron de allí, tras la famosa agresión contra su embajada. Por ello, el Gobierno galo, como otros gobiernos de la UE, afirma que Irán es un factor de estabilidad, paz y progreso en la región. No hay un Gobierno en el mundo, no hay un presidente que profiera barbaridades del calibre de las que dice Ahmadineyad, que prepara abiertamente la guerra contra Israel –y la hace a través de Hezbolá– y contra Occidente y que, despreciando los amables consejos internacionales y las ofertas de "negociación", prepara cínicamente su arsenal de armas nucleares. A los locos de Alá iraníes se les perdona todo, no sólo porque tienen mucho petróleo, sino precisamente por su antiyanquismo y antisemitismo. Así van las cosas.

Recordando los decenios de enfrentamientos doctrinales, políticos y militares entre los estados y movimientos islámicos y los estados –en primer lugar, la URSS– y partidos comunistas y de izquierda antiimperialista (los unos eran "feudales" y reaccionarios y los otros eran ateos y luchaban contra el islam), Halliday critica el apoyo que los USA, y la diabólica CIA, dieron a los afganos en su guerra contra las tropas de ocupación soviéticas a partir de 1979 y hasta la derrota de la URSS porque dio pésimos resultados, por ejemplo, el régimen talibán y el aumento por doquier del terrorismo islámico. Es una manera "elegante", o más bien indirecta, de decir lo mismo que todos: que los USA siempre tienen la culpa de todo, y concretamente del incremento del terrorismo.

Vale la pena volver sobre el tema: en 1979, y en los años siguientes, la URSS y lo que quedaba del movimiento comunista prosoviético seguían constituyendo el peor enemigo y el mayor peligro para la democracia (con China), y la aventura militar en Afganistán fue planeada por el Kremlin como una primera etapa en su ofensiva generalizada contra Occidente. La segunda fue la instalación de cohetes nucleares en toda Europa del Este, detalle voluntariamente olvidado hoy. Pues bien, y resumiendo, la derrota soviética en Afganistán, debido a la resistencia afgana, ayudada por la CIA pero también por Pakistán y otros países musulmanes (y sin que quepa olvidar un segundo, pero se olvida en todas las redacciones y parlamentos, la falta absoluta de "espíritu combativo" de las propias tropas soviéticas, que sólo puede compararse, en mi opinión, con la desgana del ejército francés en 1940), dio al traste con las ilusiones guerreras y de conquista del Kremlin. ¿Cómo vamos a hacer la guerra con un ejército que se niega a guerrear? ¿Cómo vamos a conquistar la Europa democrática y rica si ni siquiera logramos mantenernos en Afganistán? Las cosas son siempre más complejas de lo aquí resumido, pero el caso es que la derrota soviética en Afganistán precipitó la crisis e implosión del totalitarismo comunista en la URSS y Europa del Este. Pocas veces la intervención de la "diabólica" CIA ha tenido resultados tan positivos, tan históricamente importantes. Sí, soy muy ingenuo y sigo convencido de que el desplome de la URSS y la liberación de Europa del Este fueron excelentes noticias.

Como tantas veces ocurre, ese magnífico resultado tuvo una contrapartida siniestra: la conquista del poder en Afganistán por los talibanes, pero ese resultado negativo es incomparablemente menos grave que lo ocurrido en 1945, cuando la victoria aliada contra el nazismo tuvo por contrapartida negativa el considerable reforzamiento del "nazismo rojo", como se calificó al totalitarismo comunista, y su rápida expansión por el mundo entero.

Después de la II Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría, también el Próximo y el Medio Oriente se dividió, y había países en la zona de influencia soviética, con regímenes dictatoriales, cuando no sangrientas tiranías, pero muy bien aceptados por la izquierda occidental, por ser, o aparentarlo, laicos, progresistas, socialistas inclusive, de un socialismo árabe, que yo califico de nacional-socialismo; regímenes que eran presentados en muchas capitales europeas como infinitamente superiores a las viejas monarquías musulmanas feudales y conservadoras. Pues eso también es falso.

Como resulta difícil meter tantos bultos, tantos países, conflictos y peripecias en el espacio de un artículo, daré un solo ejemplo: en esa región, y por aquellos años, Irak, socialista y laico, era una tiranía infinitamente más represiva, sangrienta e intolerante que Arabia Saudí, país, sistema, régimen que aborrezco, por la condición infame impuesta a las mujeres y la falta de las más elementales libertades democráticas, así como por sus instituciones teocráticas y feudales.

Lo que quiero subrayar es que el nuevo totalitarismo islámico, su imperialismo y sus atentados terroristas constituyen un fenómeno muy peligroso pero reciente. Hace treinta años, pongamos, nada de todo ello existía, ni Al Qaeda, ni Hamás, ni Hezbolá, ni los talibanes, etcétera. Los movimientos islamistas radicales, como los Hermanos Musulmanes y algunos más, eran núcleos muy minoritarios, en África del Norte (sobre todo en Egipto), en Pakistán y en ciertos países asiáticos. La implosión de la URSS y la pérdida de su influencia en el extranjero impulsaron a tiranos como Sadam Husein o el sirio Hafez el Asad a "convertirse" al islam, y buscaron nuevos apoyos entre los que fueron sus enemigos hasta la víspera: los estados y movimientos islamistas radicales.

La propia Turquía, país oficialmente laico y miembro de la OTAN, se está islamizando a marchas forzadas desde la llegada al poder de Erdogán y su partido islamista. Si en Egipto los Hermanos Musulmanes lograron asesinar al gran estadista Anuar el Sadat, que había iniciado una reforma democrática en su país, expulsado a los "consejeros" soviéticos y firmado una paz verdadera con Israel, hoy constituyen allí una fuerza política y harto peligrosa. En Palestina, la OLP, que presumía de ser laica y socialista, estaba respaldada principalmente por Irak y Siria, países asimismo laicos y nacionalsocialistas; además, cada uno de ellos tenía su propio partido en el seno de la OLP: el Frente Popular para la Liberación de Palestina y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina. No puede olvidarse tampoco que países multimillonarios en petróleo, como Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, mantienen desde hace años una política ambigua y un doble discurso: si luchan sin piedad contra el terrorismo en sus territorios, subvencionan el terrorismo islámico fuera de sus fronteras.

Halliday nos recuerda que Arabia Saudí creó en 1965 la Liga Islámica Mundial para luchar contra el socialismo ateo y la influencia de la URSS en la región. Lo mismo hacía la Liga Árabe. Hoy, las cosas han cambiado, aunque la Liga Islámica Mundial y la Liga Árabe prosiguen sus actividades, no ya contra la URSS, puesto que difunta, pero sí contra Israel y Occidente. Si la presencia financiera del capital saudí es impresionante en capitales como París y Londres, pongamos (¿quién sabe que los Campos Elíseos, "la avenida más bella del mundo", según los franceses, es propiedad saudí?), las mezquitas, las escuelas coránicas, los Institutos del Mundo Árabe crecen como hongos en todos los países occidentales y, además de propagar el Corán, adiestran a terroristas y a voluntarios para el suicidio islámico, preparan y realizan la yihad, en una palabra.

Desde 1948, lo esencial de la agresividad militar, política y diplomática del mundo árabo-musulmán va dirigida contra Israel: su destrucción constituye la meta de todos esos países. Israel se ha defendido heroicamente y aún está en pie, pese a tantas guerras y agresiones, pero el objetivo de su destrucción permanece, y se presentan nuevos peligros a partir de Irán y Siria y la radicalización islamista de organizaciones como Hamás y Hezbolá, subvencionadas y armadas no sólo por esos dos países, sino por muchos más, como Arabia Saudí, concretamente.

Paralelamente, los conflictos, y hasta guerras (como la de Irak-Irán), entre nacionalsocialistas árabes y tradicionalistas musulmanes se han resuelto con la victoria absoluta del islam sobre el socialismo árabe. Sigue habiendo conflictos, pero ya no entre socialistas y musulmanes, sino entre musulmanes moderados y radicales, entre sunnitas y chiitas, entre Hamás y Al Fatah, etcétera (lo cual da una baza extraordinaria a Occidente, que sería absurdo desdeñar). La mayoría de esos países y movimientos rivales son capaces de unirse contra Israel, sin lugar a dudas, pero también contra Occidente, como lo demuestra la racha de atentados en todo el mundo y en los países musulmanes no suficientemente radicales.

Echar la culpa del impresionante incremento, este último decenio, del terrorismo islámico, que ha logrado atacar a los USA, el corazón de Europa, Marruecos, Indonesia, Egipto, etcétera, a la política de George W. Bush, como hacen tantos, no sólo es una imbecilidad, es una coartada para la rendición. Lo que también es cierto es que no existe una explicación evidente, que pueda resumirse en cinco líneas, para ese incremento del terrorismo. Tratar de explicarlo, como hacen tantos, por un sentimiento de humillación, un deseo de "independencia" y hasta un justo deseo de venganza es de imbéciles, pero de imbéciles cómplices del terrorismo, que siempre lo justifican, cuando no colaboran con él.

Puede constatarse, no como explicación sino como elemento de análisis, que en la historia del islam siempre ha ocurrido lo mismo: siempre se da una resurgencia del fanatismo religioso, que pregona (y cumple) el retorno a la yihad contra los infieles, sobre todo occidentales –pero los budistas, los hindis y demás también son infieles para ellos–, así como contra los propios musulmanes considerados por los fanáticos como demasiado "moderados", los que no cumplen a rajatabla las leyes coránicas, los que están demasiado contaminados por los valores occidentales de tolerancia y democracia. Si soy incapaz de explicar porqué se da ahora esa resurgencia del fanatismo terrorista islámico, encuentro fácil constatar que los estados terroristas son estados independientes y ricos, que los movimientos terroristas chorrean petrodólares (Hamás no tendrá dinero para dar de comer a los palestinos, pero sí para armar hasta a los niños, lo cual resulta mucho más caro) que y lo de la pobreza es una broma de mal gusto: ni los países, ni los gobernantes, ni los ejércitos ni las organizaciones terroristas son pobres; son pobres las mujeres, los campesinos, los obreros y los intelectuales. Por cierto, no vendría mal introducir algo de la marxista "lucha de clases" en el mundo árabo-musulmán, totalmente superada en Occidente.

El caso es que el terrorista islamista está en casa, y cena con nosotros. Las bombas pueden estallar cualquier día, en cualquier lugar y bajo cualquier forma: bombas humanas, coches-bomba, bombas bacteriológicas, pronto bombas nucleares miniaturizadas. Occidente, por ahora, está no sólo a la defensiva, sino dividido, las guerras de Irak y Afganistán están empantanadas, esencialmente porque los aliados no se deciden a hacer realmente la guerra. ¿Para reducir al máximo el número de víctimas? Pues está visto que esas guerras endémicas son, a la larga, mucho más sangrientas. Frente a la ofensiva generalizada del islam radical, muchas democracias eluden la realidad del peligro, o prefieren capitular de antemano, y hasta traicionar. Grandes potencias híbridas como Rusia y China –la primera, capitalismo de Estado y democracia bajo control estatal; la segunda, dictadura de partido único comunista y de capitalismo conquistador (una novedad histórica no prevista por el marxismo, maniatado por sus dogmas)– pueden perfectamente alinearse con el islamismo radical cuando lo consideren útil a sus intereses nacionales o económicos (China es un ogro en el consumo de petróleo, que no produce).

La situación, pues, es grave, y se agrava por la cobardía interesada de tantos países supuestamente democráticos. En contra de la teoría marxista, la prioridad no es únicamente "el desarrollo de las fuerzas productivas", sino sobre todo la libertad de los individuos en sociedades libres. La guerra de los cien años.

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