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El Plan Zapatero

El presidente de la sonrisa, entre boba y malvada, ya tiene su lugar en la historia de los grandes dislates. Ningún otro vencedor se rindió jamás en el último minuto de la batalla. Pero esa batalla y esa rendición nos están haciendo olvidar lo esencial: cuál es el proyecto de ese hombre para España. Suyo y de sus socios: lo comparten, por eso son socios.

Ya es hora de que los disciplinados columnistas paraoficiales dejen de disculpar al jefe del Gobierno atribuyendo sus actos a la presión de ERC, de Maragall o del PNV, porque él padece las mismas taras ideológicas. Hora de que dejen de hablar de paz, porque no es paz lo que se está buscando ni lo que se está construyendo. Lo esencial es aquello de lo que no se habla: el Plan Zapatero. Que se parece al Plan Ibarreche y al Plan Guevara y al Plan Carod. Como cuatro gotas de agua.

No hay un Plan ETA. Para los planes están los políticos. Ellos, los patriotas vascos, no son políticos: como Mussolini, como Lenin, como Castro, como Hitler, están más allá de la política: son revolucionarios. Y lo que se espera de un revolucionario es que haga la revolución, que cambie radicalmente la sociedad. No es necesario que tome el poder: basta con que presione lo suficiente para justificar que lo tome otro.

Carod ha sido claro en Israel. No ha dicho casi nada, pero es como si lo hubiese dicho todo. Reclamó su bandera –textual: "Mi bandera", eso sí lo enunció–. Frustró el homenaje a Rabin. Colaboró, en cambio, al éxito del homenaje a Arafat, voluntario y en el que "su bandera" orló un retrato del terrorista difunto. Imagino que las autoridades israelíes ignoraban la petición hecha al Congreso por ERC de que se congele la cooperación científica y técnica con Israel y se inste a la UE a hacer lo propio, como se lee en ideesxavui.tk.

Maragall le secundó en todo momento. Juntos jugaron a ponerse una corona de espinas y hacerse fotos. Estaban contentos, tal vez por el éxito de su texto oficial de historia, negacionista y propalestino. Los dos sentaron plaza de judeófobos. También de cristianófobos. El embajador de Zapatero, que no de España, se apresuró a retirar la bandera de todos, a garantizar que sólo estuviese la de Carod, quien consiguió así dos cosas: ofender a España y apropiarse de Cataluña. Antisemita, anticatólico al estilo FAI en días serenos, antiespañol. Algunos se preguntan en virtud de qué perverso mecanismo legal un señor cuya mayor ambición declarada es no ser español alcanza a gobernar en España: debieran saber que no es legal la cuestión, sino política. No gobierna porque pueda en términos electorales, sino porque le dejan.

El Plan Zapatero, el de ese señor que se pasó más de una década en silencio en el Congreso y en su partido, pertenece legítimamente a quien le dio los votos necesarios para que se convirtiera de la noche a la mañana en secretario general: Pasqual Maragall. Fue Maragall quien le hizo candidato para unas elecciones ganadas a costa de doscientas vidas y una sucesión de acciones de cariz golpista, mensajes a móviles, mentiras evidentes, ataques a locales del PP perpetrados por quién sabe quién, información privilegiada.

Es Maragall el que sostiene, en contra de la parte sana y decente del PSOE, a un Gobierno de vocación totalitaria, que prescinde de una oposición que representa a la mitad del país, que hace detener a militantes populares por agresiones a un ministro que nunca existieron, que se burla del problema de la vivienda, que condena a la sequía eterna a extensas zonas del país –España es un país, recordémoslo–, que pretende legitimar en solitario el terrorismo, que interfiere en la vida de los católicos y facilita la de los musulmanes, que deroga todo lo derogable del Gobierno anterior, es decir, deshace todo lo hecho, sin consideraciones previas, sólo por ser obra de otro.

El Plan Maragall es el Plan Ibarreche: irse de España. Sin irse. Sometiéndola. Colonizando políticamente lo que ellos llaman "el resto del Estado": cada uno de nosotros, los distintos, los manifiestamente inferiores. Los que Sabino Arana estimaba menos inteligentes, menos trabajadores y hasta menos viriles. En el fondo de su alma, lo tuerzan como lo tuerzan, Maragall, Carod, Ibarreche y los suyos son trágicamente etnicistas. Ibarreche a la manera tradicional, que Antonio Elorza ha destripado con solvencia en su último libro, Tras las huellas de Sabino Arana. Los orígenes totalitarios del nacionalismo vasco: los vascos somos todos nobles, laboriosos y sexualmente correctos porque tenemos la sangre limpia.

Por parecidos derroteros iban Valentí Almirall y otros padres del nacionalismo catalán. Como contrapartida, no menos etnicista, Blas Infante daba rienda suelta a una arabofilia que tenía más de la fantasía de Washington Irving que de conocimiento siquiera somero del Islam. Pero ya se sabe que el nacionalismo andaluz no entra en estas cuentas, porque Ben Laden se ha hecho cargo de las reivindicaciones pertinentes.

La tragedia, por el momento, no es el desmembramiento de España, sino su sumisión a los intereses de las castas dirigentes de los territorios en los que habita la quinta parte del pueblo español. El desmembramiento llegará, lo están buscando, tal vez por hacer más eficaz y rentable esa política con una fiscalidad separada, con capitales ya no españoles invertidos en España.

Por otra parte, hace siglos que Francia y Alemania desean una España desgarrada, débil y aislada. La única posibilidad de sobrevivir dignamente que hemos tenido en mucho tiempo, la consolidación de las alianzas transatlánticas, también ha sido despreciada y derogada por Zapatero, quien eligió "volver a Europa con humildad".

Maragall y Carod lo están disfrutando. El primero, porque es el adalid del nuevo régimen en nombre de su vieja casta. El segundo, con el entusiasmo del converso, tras abdicar de apellidos paternos en busca de una limpieza de sangre que no posee, feliz de ser aceptado en la corte. Quien no comprenda en Cataluña por qué este individuo quiere limitarle a una lengua y extirparle la otra, que mire su rostro bajo la corona de espinas que sostiene con cuidado de no pincharse y sin que le toque la frente: su ancha sonrisa de resentido satisfecho.

De todas las pasiones del ánimo, incluida la locura amorosa, el resentimiento es la que más desgracias ha generado en la historia. El siglo XX, antes que el de los fascismos y que el del comunismo, ha sido el siglo del resentimiento. Resentimiento sublimado en la Evita de la opereta o resentimiento desnudo en el violador nazi de jóvenes judías universitarias. Pero resentimiento al fin. Lo único que le queda a gran parte de las izquierdas.

El Plan Zapatero es el plan del resentimiento. Él no habla con señoritos: en su ignorancia, cree que el PP es un partido de señoritos, que España es cosa de señoritos y que los señoritos son fascistas por naturaleza. Él habla con gente sencilla como Otegui o como Maragall, como Carod o como Ibarreche, a los que tal vez imagine como muestras del español medio, el uomo qualunque de este país que aún es España. Y que, tal vez por un oscuro deseo de dejar de ser personas corrientes, comprobado como está que ya no pueden ser héroes ni santos ni genios, se conformen con dejar de ser españoles. Es el derecho colectivo que reclaman, en el supuesto de que existan derechos colectivos.

(28-V-05)

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