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Trabajo temporal y productividad

"Cuanto mayor sea el escalonamiento de la división del trabajo, tanto más crece la productividad, pero con ella crece también la fragilidad del sistema económico frente a las perturbaciones del equilibrio" (Wilhelm Röpke, La teoría de la economía).

El pasado 1 de julio entró en vigor la reforma del mercado laboral que el Gobierno y los llamados "agentes sociales", patronal y sindicatos, han pactado tras casi dos años de negociaciones. La reforma se presenta como la gran panacea que pondrá fin, o al menos reducirá sustancialmente, lo que muchos consideran la mayor lacra del mercado laboral español: el empleo temporal. Este tipo de relación laboral alcanza, en efecto, una tasa del 34% sobre el total de ocupados, la mayor, con gran diferencia, de la Unión Europea y de la OCDE, ya que en ambos casos el porcentaje medio de empleo no estable es ligeramente superior al 13%.

Resulta difícil creer que un Gobierno que practica una política económica intervencionista en todos los órdenes y unas organizaciones sindicales que interfieren continuamente en el mercado de trabajo con el objetivo de reforzar su poder como grupos de presión –junto a una patronal que consigue jugosas subvenciones y un Partido Popular que, sorprendentemente, ha votado a favor de la reforma– vayan a resolver un problema aplicando un galimatías de nuevas regulaciones, que se añaden a otras muchas aprobadas en las tres anteriores reformas laborales. El resultado es un mercado de trabajo de los más complejos e intervenidos y de los menos flexibles del mundo. Intentaré demostrar en estas líneas que la temporalidad que se produce en mercados muy regulados es precisamente consecuencia de las interferencias gubernamentales y sindicales, por lo que es previsible que esta nueva reforma tenga nulos efectos a medio y largo plazo, o incluso contrarios a los buscados.

La reforma aprobada contiene un complejo entramado de subvenciones y bonificaciones para intentar que las empresas conviertan empleo temporal en fijo, prohíbe el encadenamiento de contratos temporales y rescata de forma provisional y compleja aquel programa de fomento del empleo de 1997, pero nada liberaliza, y ni siquiera toca las dos verdaderas lacras de nuestro mercado laboral: los elevados costes laborales, que se concentran especialmente en la contratación indefinida, y el amparo legal e institucional que rodea a la negociación colectiva para que juegue a favor de los intereses sindicales. No se plantea, por tanto, el principal objetivo que debe guiar cualquier política que pretenda incidir eficazmente sobre el mercado laboral, esto es, la creación de un marco de relaciones contractuales suficientemente libre y flexible para que las empresas ofrezcan y los trabajadores demanden empleo cada vez más productivo, ya sea éste indefinido o temporal. De ello depende el incremento de los beneficios empresariales y de los salarios reales, es decir, el bienestar general.

Sobre el cuándo, el dónde y el por qué se genera empleo temporal existen unos falsos tópicos, propiciados por una machacona propaganda socialista y sindical que hacen creer que este fenómeno es consecuencia de mercados laborales desregularizados y de unos empresarios avariciosos que buscan beneficios a muy corto plazo. Basta recordar las críticas que reiteradamente se hacían desde la izquierda a la fuerte creación de empleo registrada en España a finales de los 90, cuando gobernaba el Partido Popular. El discurso utilizado por los detractores se centraba en que los puestos creados eran precarios y de la mala calidad, pero resulta curioso que ahora, cuando la temporalidad ha vuelto a crecer, nada digan quienes antaño se erigieron en adalides de los contratos indefinidos.

Brusco desequilibrio en los costes de despido

Algunas de estas falacias se desvanecen cuando se repasa la reciente historia del trabajo temporal en nuestro país. El mercado laboral de finales de los 70 es una herencia de la época franquista, en la que existía una fuerte protección de la estabilidad del empleo como consecuencia de la propia ideología del régimen y como forma de evitar la conflictividad en las empresas. El empleo temporal empieza a aumentar paralelamente al paro, que se dispara en aquellos años a raíz de la crisis económica de 1975. Es sin embargo todavía un fenómeno similar al que se produce en toda Europa, donde en 1980 solamente el 4% de la población asalariada tenía contratos temporales, mientras que diez años después la temporalidad era ya del 10%. El incremento fue mucho más rápido en España por culpa del brutal crecimiento del desempleo y de un mayor proteccionismo del trabajo indefinido. Se calcula, con la poco fiable Encuesta de Condiciones de Vida y Trabajo (ECVT), que en 1982, cuando el PSOE gana las elecciones, alrededor del 10% de la población ocupada tenía contratos temporales. En sólo cinco años la situación dio un vuelco espectacular, y cuando en 1987 se realiza por primera vez la Encuesta de Población Activa (EPA) la temporalidad alcanza ya el 17,8%, casi el doble que en Europa.

La razón de este brusco incremento que no tiene parangón en ningún país de nuestro entorno es la reforma laboral de octubre de 1984, que presenta como principal novedad la creación de nuevas modalidades de contratación temporal. Éstas introducen por primera vez en nuestra legislación la posibilidad de establecer contratos temporales sin causa alguna que los justifiquen, y además con costes muy bajos o incluso nulos por eventuales despidos. Así, el contrato estrella de aquella reforma, el de fomento del empleo, daba derecho a una indemnización de 12 días de salario por año trabajado, mientras que el de prácticas y el de formación, también creados en 1984, no preveían indemnización alguna en casos de ajustes de plantilla. Sin embargo, el contrato fijo más extendido no se toca, y permanece soportando un coste por despido muy elevado y equivalente a 45 días de salario por cada año de antigüedad.

La reforma crea, por tanto, una profunda brecha entre unos costes de despido muy elevados, los de los contratos indefinidos, y otros muy bajos o nulos, los de los temporales, por lo que la oferta de trabajo se desplaza rápidamente de la primera modalidad a la segunda. Lo más sorprendente es que este intenso incremento de la precariedad laboral se produzca sobre todo en la segunda mitad de los 80, con aumentos del PIB cercanos o incluso superiores al 5%, lo que debería haber rebajado las incertidumbres empresariales a la hora de ampliar plantillas. Se produce un fenómeno insólito cuyas consecuencias están todavía presentes: con una tasa de creación de empleo neto importante, no sólo todos los puestos que se crean son temporales, sino que incluso se destruye empleo fijo.

Aquella reforma de 1984 provocó un acusado desequilibrio entre una contratación temporal que se flexibiliza bruscamente y otra estable que permanece excesivamente protegida y costosa, un modelo que se pretende corregir con las reformas de 1993 y 1994, sin apenas resultados, ya que los costes de despido de los trabajadores fijos no se modifican y la temporalidad sigue creciendo, llegando a casi el 35% en 1995. La reforma de 1997 del Gobierno popular sí obtiene un moderado éxito, porque se atreve a reducir los costes de la contratación indefinida creando el nuevo contrato de fomento del empleo, que da derecho a 33 días de salario por despido, aunque el contrato ligado a los 45 días de indemnización sigue vigente para todos los trabajadores contratados con anterioridad. Además, la reforma protege del desempleo por primera vez, con ocho días de indemnización, a los contratados temporales, que antes estaban totalmente desprotegidos. El resultado es que entre 1997 y 2004 la tasa de temporalidad baja casi tres puntos porcentuales. La experiencia ha demostrado que acercando, al menos, los costes de los contratos fijos y temporales se corrige un desequilibrio que hace reducir algo la tasa de temporalidad, aunque un mercado laboral tan frágil e intervenido como el español requiere reformas mucho más profundas.

Paralelismo entre rigidez y temporalidad

Que la temporalidad excesiva y enquistada en todos los niveles del sistema productivo es, al igual que el desempleo, una consecuencia de las interferencias políticas queda todavía más patente analizando los datos empíricos que relacionan el grado de protección y regulación que sufren los mercados laborales de diferentes países con el porcentaje de empleo temporal que en ellos se registra. Los informes sobre el empleo de la OCDE estudian y comparan ambas variables, y se observa una relación sorprendentemente directa. Es decir, cuanto mayor sea el grado de intervención y de protección del paro de larga duración, más tasa de empleo temporal se genera, coincidencia que igualmente se repite en el sentido opuesto. Según este organismo, los mercados más flexibles y desprotegidos son, por este orden, los de Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Nueva Zelanda e Irlanda, mientras que la tasa de temporalidad en Estados Unidos es la más baja del mundo desarrollado, cercana al 4%, seguida de las de Irlanda y el Reino Unido, por debajo del 5% en ambos casos. En el otro extremo la coincidencia es todavía mayor, ya que la OCDE estima que los mercados laborales menos libres de los países miembros son, de mayor a menor, los de Portugal, Turquía, México, España, Grecia, Francia y Suecia.

En Europa, donde mayor incidencia tiene el empleo precario es en España, con un destacado 34%; en Portugal la tasa de temporalidad alcanza el 20%, y en Finlandia el 18%; a continuación encontramos las de Francia, Grecia y Suecia. El caso de Finlandia es el único que rompe la concordancia entre regulación y temporalidad, pero su mercado laboral, aunque situado en una posición intermedia en cuanto a protección, cuenta con una compleja y poco flexible regulación sobre contratación temporal. La legislación norteamericana presenta, por el contrario, una ausencia casi total de protección sobre los trabajadores fijos en caso de despido y una mínima regulación sobre el empleo temporal, centrándose casi exclusivamente en los despidos colectivos. La libertad de contratación temporal está tan extendida en Estados Unidos que es, por ejemplo, habitual no poder comer en un restaurante de ese país si previamente no se ha reservado mesa, ya que la empresa solamente contrata los camareros necesarios para atender a los clientes esperados. Aun así, el empleo temporal es prácticamente inexistente en relación con el conjunto de la población ocupada, y tiene, además, una naturaleza bien distinta del que se registra en los mercados laborales muy rígidos.

Los mercados más libres estimulan la "infidelidad"

Con referencia a la temporalidad, existe otra diferencia entre mercados abiertos y rígidos muy reveladora. Se trata de los segmentos del mercado de trabajo en que los contratos no estables se producen en mayor grado. Desde una visión intervencionista, resulta lógico esperar que este tipo de relación laboral se generalice más en actividades empresariales con demanda muy volátil o estacionaria, como el turismo o la agricultura, en pequeñas empresas y entre trabajadores poco o nada cualificados que, además, acaban de entrar en el mercado de trabajo o tienen una corta vida laboral, factores todos ellos que hacen pensar en trabajadores fácilmente reemplazables. Sin embargo, este perfil del trabajador temporal está más generalizado en países con alta precariedad laboral, como España, pero dista mucho de ser real en mercados poco regulados, muy flexibles y con fuerte rotación laboral y, consecuentemente, movilidad social. En el Reino Unido y Estados Unidos, por ejemplo, el empleo temporal es algo más frecuente en ocupaciones no cualificadas, pero no mucho más que entre profesionales y cuadros intermedios, se produce por igual en empresas grandes o pequeñas y no incide especialmente en sectores con demanda volátil o estacionaria, sino que afecta casi de la misma manera a todas las ramas de la producción.

El único rasgo de este perfil estereotipado del trabajador inestable que sí se da en países con mercados laborales poco rígidos es que la temporalidad se encuentra muy concentrada en puestos que suelen ocupar las personas recién incorporadas al mercado laboral, como inmigrantes, estudiantes y profesionales recién licenciados. Resulta sorprendente la existencia de una norma laboral británica que permite al empresario retener el primer salario del trabajador temporal, incluso no abonárselo, si éste no cumple con la obligación de comunicar al empleador que abandonará su puesto con tiempo suficiente para que pueda buscar otro trabajador. Es decir, el Estado llega incluso a "proteger" a la empresa de la excesiva "infidelidad" que muestran estos trabajadores temporales, que continuamente huyen en busca de nuevos puestos mejor remunerados o, dicho de otra manera, más productivos. Ya en los años 40 Mises (La acción humana) constató que en los mercados muy abiertos "prevalece una permanente tendencia de los trabajadores a pasar de unas ramas productivas a otras similares". Esta movilidad laboral se puede apreciar en España en mercados algo menos regulados, y muy dinámicos en demanda y en oferta por la inmigración, como el que protagonizan las empleadas de hogar, que continuamente cambian de trabajo por decisión propia.

Las reformas laborales que diseñan los políticos intervencionistas muestran una patética incapacidad para comprender la función empresarial, la cual tiende, cuando actúa en mercados libres y competitivos, a crear trabajo cada vez más productivo incorporando de forma equilibrada trabajo y capital físico y humano, y reduciendo costes de transacción innecesarios del factor trabajo, tanto de salida como de entrada, ya que los primeros están irremediablemente unidos a los segundos. Una reforma eficaz debería tener como objetivo básico que la ganancia de productividad –la total, y no solamente la del factor trabajo– prime sobre el ahorro de costes laborales improductivos, como los que acarrean las indemnizaciones por despido, las nuevas contrataciones, las cotizaciones sociales o la negociación colectiva. Habría, por tanto, que plantearse un doble propósito. Incrementar, por un lado, la productividad total de los factores, y la única manera de hacerlo es eliminando restricciones a la competencia para crear mercados más abiertos y contar con un marco institucional que garantice con claridad los derechos de propiedad, para que las empresas incorporen capital y nuevas tecnologías. También sería imprescindible flexibilizar el mercado laboral reduciendo costes extrasalariales, los de despido en primer lugar, y las cargas impositivas que castigan los beneficios empresariales y las rentas del trabajo.

El salario es un precio de alquiler

Parecida confusión demuestran socialistas y sindicalistas a la hora de entender las reglas que fijan los salarios en una economía libre. Piensan que el trabajador tiene que ser protegido, y sus retribuciones reguladas mediante leyes y negociaciones colectivas, porque en caso contrario su nivel de vida y sus condiciones de trabajo tienden a empeorar. No entienden que cuanto menor sea el grado de interferencia política en la actividad económica más tiende el salario a igualarse con la productividad marginal del trabajo, o, en otras palabras, con la contribución del trabajador al aumento y utilidad del producto o servicio por él generado. Ahora bien, si el factor capital no se incrementa a la par que el factor trabajo, la productividad marginal y los beneficios empresariales tienden a estancarse, y con ellos los salarios, según nos enseña la ley de rendimientos decrecientes.

Además, el salario estará determinado, como todo precio, por el mercado. Si el capital crece más que el trabajo, éste se hace más escaso, luego será más demandado y, por consiguiente, aumenta su valor en el mercado, es decir, el precio de compra del servicio trabajo –de alquiler, mejor dicho–, lo que no es otra cosa que el salario. Y al contrario, si el capital es insuficiente con relación al trabajo habrá más oferta de trabajo, y el salario tiende a bajar. Además de ser ésta una diferencia esencial entre un país desarrollado y otro pobre, nótese que el propio afán de lucro del empresario le empuja a invertir más en capital que en trabajo porque de ello depende que sus beneficios se incrementen, lo que hace que el trabajo se vuelve relativamente más escaso que el capital, condición que a su vez es determinante para que suban los salarios. Es por tanto la dinámica espontánea del sistema capitalista –o el interés egoísta del carnicero del que habla Adam Smith– lo que hace mejorar el nivel de vida de los trabajadores, no las regulaciones, y menos aún los sindicatos. Estas organizaciones intimidatorias sólo consiguen empeorar la situación laboral de los que dicen representar, porque o bien obligan a que los salarios crezcan por encima de la productividad marginal, lo que genera desempleo, o bien imponen incrementos de costes improductivos que irremediablemente se restan de la inversión y frenan, por tanto, la subida de los salarios.

Existe una última regla que explica el nivel retributivo en una economía de libre competencia. Como todo precio fijado en un mercado en que los agentes operan con información limitada, los salarios pueden oscilar, pero sin sobrepasar un máximo y un mínimo. El máximo está determinado por los beneficios que el empresario espera obtener –la teoría austriaca nos enseña que este límite es algo menor, porque habría que descontar una tasa de interés, dado que el empresario financia temporalmente al trabajador al adelantarle el salario de su futuro beneficio–, y el mínimo lo establece la competencia entre empresarios a la hora de ofrecer trabajo lo menos remunerado posible ante trabajadores que demandan el mejor pagado. La empresa que sobrepase cualquiera de estos dos límites será expulsada del mercado; si es por arriba, porque agotará el capital, y si es por abajo, porque se quedará sin trabajadores.

La doble naturaleza del trabajo temporal

Con estos elementos es posible comprender mejor la doble naturaleza que tiene el trabajo temporal, según se genere en una economía poco intervenida y que mantiene un sano equilibrio entre ahorro e inversión o en otra fuertemente regulada y con un mercado laborar excesivamente rígido, que soporta altos costes tanto de salida como de entrada. Estos diferentes modelos se completan, como así lo atestiguan los datos empíricos, con tasas de paro cercanas al pleno empleo, en el primer caso, y con alto desempleo, en el segundo. Pues bien, en el primer modelo –en el anglosajón, para ser más precisos– el margen en que pueden moverse los salarios tiende a ampliarse y a desplazarse hacia arriba, gracias a que los menores costes innecesarios del factor trabajo incentivan la inversión e incrementan los beneficios empresariales. Los trabajadores podrán entonces promocionar rápidamente en su empresa, lo que afianza la estabilidad en el empleo, mientras que las personas que se incorporan al mercado de trabajo buscan durante una primera época empleos que les permitan mejorar sus condiciones retributivas y laborales. En cualquier caso, sustituirán empleos menos productivos por otros más productivos, y la temporalidad será un reflejo de la movilidad laboral que los propios trabajadores practican.

En el segundo modelo, extendido sobre todo en la Europa mediterránea, los altos costes laborales no salariales frenan la inversión y en consecuencia la productividad y los beneficios empresariales, con lo que los salarios crecen menos. Además, como estos costes se concentran en el empleo estable, las empresas contratan trabajadores temporales para evitarlos, con lo que la inversión en capital humano, es decir, en formación, resulta menos rentable, lo que a su vez implica un nuevo estancamiento de la productividad y el que se genere un círculo vicioso difícil de romper sin afrontar reformas estructurales. Otra diferencia entre un tipo y otro de trabajo temporal, además de que el primero es libremente buscado por los trabajadores y el segundo impuesto por los empresarios –o mejor dicho, por las interferencias gubernamentales y sindicales–, es que la retribución en mercados pocos regulados tiende a ser mayor por hora trabajada porque su productividad marginal es también más elevada. Esto resulta evidente en el ejemplo del camarero norteamericano que es contratado sólo en el caso de que haya clientes a quienes atender. Su retribución no será, evidentemente, elevada, pero sí mayor que la de otros trabajadores de su misma categoría, ya que el empresario podrá dedicar a su sueldo un mayor porcentaje del coste laboral unitario que representa este empleado.

Nada de todo esto se ha tenido presente a la hora de diseñar la reforma laboral que el Gobierno socialista pretende que marque un punto de inflexión en la tasa de temporalidad de nuestro país. Sin contener ni una sola medida que flexibilice nuestro anquilosado mercado laboral, se centra en canalizar gasto público para estimular con subvenciones la contratación indefinida de determinados colectivos y la conversión de contratos temporales en fijos. Casi todas las ayudas tienen una vigencia de entre tres y cuatro años, mientras que la medida central de la reforma consiste en subvencionar, con 800 euros al año durante tres, cada conversión de contrato temporal en fijo, siempre que el cambio se realice antes de que acabe este año. Sólo una mentalidad socialista es capaz de plantear semejante disparate: los empresarios cogerán el dinero y saldrán corriendo, y cuando los estímulos pasajeros se agoten volverán a contratar de forma temporal a más de tres trabajadores por cada diez. Recemos para que no sean más.

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