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España y Suecia: crisis similares, respuestas divergentes

Introducción

España vive aún bajo el impacto de la profunda crisis desencadenada el año 2008. Algo ha mejorado la situación pero al país todavía le queda mucho por andar para llegar a superar su difícil situación. Para ello deberá llevar a cabo una agenda de reformas mucho más audaz que la emprendida hasta ahora. En esta perspectiva puede ser de interés hacer un paralelo con la situación que atravesó Suecia hace poco más de veinte años, cuando se vio enfrentada a una serie de retos que tienen una cierta similitud con los actuales desafíos españoles. Esto puede ser aún más relevante si constatamos el notable éxito alcanzado por Suecia en superar la crisis para luego transformarse en un ejemplo de estabilidad y dinamismo económico. Esto quedó recientemente de manifiesto, cuando Suecia mostró una gran capacidad de sortear con éxito la crisis internacional que devastó a tantos otros países, ubicándose a partir de entonces a la cabeza de los países desarrollados en términos de crecimiento económico (OECD 2014).

Génesis y desarrollo de la crisis

La crisis que afectó a Suecia en los años 90 y la que se desencadenó en España a partir de 2008 tienen una serie de semejanzas pero también diferencias importantes. Para analizarlo podemos partir de un diagrama comparativo sobre su desarrollo.

Diagrama 1
Variación porcentual del PIB: Suecia (1987-1997) y España (2005-2015*)


*2014 y 2015 pronóstico de la OCDE. Fuentes: Banco Mundial (2014) y OECD (2014)

Como se observa, la crisis española es mucho más abrupta y dilatada que la sueca, cayendo desde niveles de crecimiento más altos y hundiéndose con mayor profundidad en 2009, para volver a caer en 2012-2013. A su vez, su recuperación es mucho más débil que la sueca. Ello apunta a significativas diferencias existentes entre las economías de España y Suecia de pre crisis. Una diferencia importante fue, sin duda, la existencia del euro, que en el caso español cerró la puerta de la devaluación de la divisa como medio de restablecer la competitividad internacional sin bajar nominalmente los precios internos. España ha debido, por ello, seguir el duro camino del ajuste a la baja de los precios internos, especialmente del trabajo y la vivienda. En el caso sueco, la devaluación de la corona tuvo un papel clave en el rápido restablecimiento de la fuerza competitiva de una economía muy dependiente de sus exportaciones. Pero más allá de este aspecto monetario tenemos algunas diferencias estructurales de gran significación.

El modelo español de crecimiento fue fundamentalmente extensivo, es decir, basado en la incorporación masiva de capital y trabajo pero con una productividad total de los factores (PTF) estancada o, incluso, decreciente. La singularidad española a este respecto queda de manifiesto en el siguiente diagrama.

Diagrama 2
Variación anual media de la productividad, 2001-2007

Fuente: Marín y Bote (2014)

Los motores de este crecimiento –tan anómalo en la época moderna donde el crecimiento intensivo, es decir, con mejoras de productividad, es la regla– fueron un gran flujo de capital a bajo coste y una verdadera avalancha de trabajo relativamente poco calificado, obra de un boom migratorio sin precedentes. Se fortalecieron con ello las ramas tradicionales de la economía, pero su competitividad fue mermando rápidamente dado el fuerte incremento salarial del período. El autoestrangulamiento de la competitividad española se ilustra fácilmente mediante la figura que sigue, en la que se compara el aumento del coste unitario de la hora trabajo con el de su productividad entre 1996 y 2007 en España, Alemania y Suecia.

Diagrama 3
Variación porcentual acumulada del coste y la productividad de la hora de trabajo, 1996-2007

Fuente: OECD (2014)

Existen muchas otras diferencias estructurales entre la economía sueca de los años 80 y la española de la primera década del 2000. Entre ellas cabe destacar, por su importancia clave, la que se refiere al funcionamiento del mercado laboral. Comparando con Suecia se advierte, en primer lugar, un grado muy bajo de incorporación de la población en edad activa al mercado de trabajo y una tasa aún más baja de ocupación. Así, la tasa de empleo entre las personas de 15 a 64 años llegó en Suecia a 83,1 por ciento en 1990, mientras que en España sólo se alcanzó el 66,6 por ciento en el punto más álgido del ciclo de expansión económica (2007). Por otra parte, el desempleo llegó en España a un mínimo en 2007 con una tasa de 8,3 por ciento, mientras que en Suecia se había reducido al 1,8 por ciento en 1990. Por su lado, el aumento del desempleo fue proporcionalmente más alto en Suecia durante la crisis (5,6 veces mientras que en España fue de 3,1 veces) pero, dado el alto punto de partida español, no llegó ni cerca de los niveles de paro alcanzados por España (10 por ciento en Suecia en 1993 contra 26 por ciento en España en 2013 según los datos de la OCDE).

Esto no quiere decir que la estructura del mercado laboral de Suecia no sea problemática, pero lo es en un nivel muy diferente a aquel en que se ubica España. Esto se hace evidente estudiando el informe 2013-2014 sobre competitividad global del Foro Económico Mundial. Allí se destaca que el mercado laboral es, dejando de lado el tamaño del mercado interno, el segundo punto de mayor debilidad comparativa tanto de España como de Suecia. Pero Suecia ocupa el lugar 18 en calidad del mercado de trabajo mientras que España se ubica en el lugar 115 (World Economic Forum 2014).

En este contexto tal vez no sea baladí indicar que según el mismo informe la mayor fortaleza de España es la infraestructura, mientras que ese ítem es la mayor debilidad de Suecia. Se trata, diciéndolo en cristiano, de un contraste notable entre el despilfarro que caracterizó la gestión pública española durante los años anteriores a la crisis y la sobriedad nórdica, pero en este caso más porque los suecos supieron aprender de sus propios excesos del pasado que por cuestiones culturales (que tampoco habría que negar).

Este último punto nos invita a analizar lo que es el eje central de ambas crisis: la gestión pública y, sobre todo, el gasto fiscal desbocado y las promesas insostenibles propias del populismo del Estado del bienestar hechas durante los años de vacas gordas pero que se deben cumplir en los años de vacas flacas. Esto es lo que desencadena los crecientes desequilibrios y déficits fiscales –en España el gasto público aumenta de un 39 a un 46 por ciento del PIB entre 2007 y 2009, mientras que el ingreso cae del 41 al 35 por ciento– que terminan hundiendo todo el entramado económico bajo el peso de un endeudamiento público galopante que finalmente debe llevar, a fin de contenerlo, a la adopción de fuertes medidas recesivas en pleno período de contracción económica.

El diagrama siguiente ilustra este proceso mostrando la evolución del balance de las cuentas públicas en ambos países. Como se observa, la similitud entre Suecia y España es palmaria y nada casual.

Diagrama 4
Evolución del balance fiscal: Suecia (1987-1997) y España (2005-2015*)

*2014 y 2015 pronóstico de la OCDE. Fuente: OECD (2014)

La caída española es más abrupta y se desencadena ya en 2008, que es un año de transición hacia la crisis que todavía muestra un leve crecimiento económico. Sin embargo, ambos países alcanzarán un déficit récord muy similar (ligeramente superior al 11 por ciento del PIB), pero Suecia emprenderá entonces un proceso decidido y eficiente de reducción del mismo que ya en 1998 transformará el déficit fiscal en superávit, cosa que no está prevista que ocurra en España durante los años próximos. Estas diferencias tienen que ver, en gran parte, con la estructura misma de las administraciones públicas, caracterizadas en España por una descentralización caótica y conflictiva, impulsada por los apetitos localistas, el caciquismo y el nacionalismo que fomentan la irresponsabilidad financiera, las duplicidades, el despilfarro y la corrupción. Esto es lo que el ex presidente del Tribunal Constitucional, Álvaro Rodríguez Bereijo (2013:25), ha descrito como una alocada "carrera hacia la igualación competencial que culminará en la ‘burbuja política’ de diecisiete fragmentos de Estado emulando miméticamente la arquitectura institucional del Estado y todos sus aparatos".

Tanto en el caso sueco como en el español tenemos, además, una situación anterior a la crisis con superávits fiscales, pero no porque los respectivos gobernantes fuesen austeros y previsores sino porque la bonanza económica llenaba las arcas públicas de tal manera que ni siquiera el despilfarro más evidente lograba vaciarlas. Fue el momento de los ríos de miel y leche, y quienes gobernaban –socialistas en ambos casos– repartieron generosamente la ilusión del café para todos y los derechos sin fin.

La consecuencia de los déficits fiscales fue el rápido aumento de la deuda pública y su pesada carga de intereses. El desarrollo comparativo de Suecia y España es, al respecto, plenamente coincidente tanto en cuanto al punto de partida como a la evolución durante los cuatro primeros años de incremento de la deuda, pero luego se hace fuertemente divergente. Esto es lo que muestra el siguiente diagrama, que incluye el pronóstico del Fondo Monetario Internacional sobre el desarrollo de la deuda española de 2014 a 2018.

Diagrama 5
Evolución de la deuda pública en porcentaje del PIB: Suecia (1990-2001) y España (2007-2018*)

*2014-2018 estimaciones del FMI. Fuentes: OECD (2014), Eurostat (2014) y IMF (2014)

Este diagrama nos lleva a la diferencia crucial entre el desarrollo posterior a la crisis de Suecia y España: la capacidad del sector público de reducir rápidamente su déficit y poder con ello, primero, contener el aumento de la deuda y, luego, reducirla decididamente. Esto le permitió a Suecia recortar el pago de intereses por la deuda pública de más del 6 por ciento del PIB a mediados de los 90 a menos del 2 por ciento diez años más tarde hasta situarse bajo el 1 por ciento en 2012-2013. Al mismo tiempo, su impacto en el presupuesto fiscal también disminuía sensiblemente, tal como se puede observar a continuación. Allí se exhibe también el desarrollo de España entre 2006 y 2013, que muestra un notable paralelo con el desarrollo de Suecia, si bien su alza es mucho más pronunciada. Además, dada la evolución previsible de la deuda pública, poco hace suponer que España podrá curvar la evolución de la parte del gasto fiscal dedicada a pagar por la misma de una forma que sea comparable a la de Suecia. Esto no obsta para suponer que su peso se modere ya en 2014, al caer significativamente la prima de riesgo y, por ende, el coste de la deuda.

Diagrama 6
Evolución del porcentaje del gasto público* destinado a pagar por los intereses de la deuda: Suecia (1989-2001) y España (2006-2013)

*Operaciones no financieras. Fuentes: SCB (2014) y SEPG (2014)

Resumiendo lo dicho, la crisis española ha superado en intensidad y, sobre todo, en duración a la sueca. Ello tiene que ver con diversos factores, entre los que se cuentan una mayor debilidad estructural de la economía española, que crece sin mejoras de productividad; una fuerte inflación de costes, en particular salariales, que debió ser corregida sin poder recurrir a la devaluación de la propia divisa; y un mercado laboral que tiende a generar niveles inusualmente altos de paro. A ello se le sumó, en este caso en ambos países, un gasto público que desbordó ampliamente su base sostenible de financiamiento provocando tanto un fuerte déficit fiscal como un aumento de enormes proporciones de la deuda pública que, sin embargo, Suecia supo poner bajo control con mucha más decisión y eficiencia que España.

Dos formas de afrontar los retos de la crisis

El diagnóstico anterior indica que tanto Suecia (a partir de 1990) como España (desde el 2008) estaban frente al doble reto de reducir drásticamente el déficit fiscal e iniciar reformas estructurales enfocadas a resolver sus problemas de fondo. La necesidad de cambios era, como se ha visto, más intensa en España dada la mayor vulnerabilidad de su modelo de crecimiento y su estructura estatal fragmentada. Con todo, la diferencia decisiva no radica a mi juicio en ello sino en la capacidad de generar un consenso nacional en torno a la urgencia y orientación de las reformas a realizar.

Este aspecto es esencial si se toma en consideración que los cambios requeridos en ambos países han sido de tal magnitud que fácilmente pueden desencadenar una ola de confrontaciones a todo nivel de no existir una voluntad clara de hacer causa común, proponiendo un derrotero consistente e intentando contener la conflictividad social. En este aspecto la diferencia entre Suecia y España no puede ser más patente. En Suecia, la crisis fue el detonante de una paz social sin precedentes en las últimas décadas, mientras que en España no ocurrió nada similar. Para ilustrarlo baste mostrar la evolución del número de huelgas en ambos países en torno a sus respectivas crisis.

Diagrama 7
Evolución del número de huelgas: Suecia (1986-2000, eje derecho) y España (2004-2013, eje izquierdo)

Fuentes: SCB (2014) y Ministerio de Empleo y Previsión Social (2014)

Como se observa, la conflictividad laboral cae abruptamente en Suecia al desencadenarse la crisis. De hecho, el número de huelgas se reduce en más de un 80 por ciento entre 1990 y 1991. En términos de la cantidad de trabajadores involucrados, la caída es aún mayor (un 93 por ciento), pasando de 73.159 a 5.013 trabajadores. En la segunda mitad de los años 90 prácticamente desaparecen los conflictos laborales, con 8 huelgas y 6.241 trabajadores involucrados en ellas como promedio anual. El contraste respecto de la situación anterior a la crisis es notable, ya que entre 1986 y 1990 el promedio anual de trabajadores en huelga había sido de 56.366. Este desarrollo no puede dejar de sorprender al observador foráneo, especialmente tomando en consideración que el año 1997 fue el más crítico en términos de empleo y que se trata de los años en que el gobierno socialdemócrata aplicó el durísimo programa de recortes que rápidamente restableció el equilibrio de las cuentas fiscales.

Lo que observamos en el caso español es bien distinto. Según la estadística del Ministerio de Empleo, el número de huelgas se incrementa un 23,6 por ciento entre 2008 y 2009 y la cantidad de trabajadores en conflicto pasa de 542.508 a 653.483. Ambas cantidades se reducen sensiblemente en 2010 y 2011, para volver a aumentar nuevamente en 2012 y llegar en 2013 a 448.024 trabajadores en huelga. Ahora bien, hay que recordar que este nivel de conflictividad no es nada nuevo en la España contemporánea. Como ilustración, señalemos que entre 1996 y 2002 el promedio anual de trabajadores envueltos en huelgas fue de 1,6 millones.

Este recrudecimiento de las disputas laborales, que tanto contrasta con la notable paz laboral que se instaura en Suecia a partir de la crisis, es parte de un clima general de disenso y conflictividad que ha conducido a un fuerte incremento tanto de las movilizaciones sociales como de las reivindicaciones nacionalistas. Así, según el Anuario del Ministerio del Interior (2013), en 2012 se registraron más de 44.000 manifestaciones, duplicando la cifra de 2011 y cuadruplicando la de los años anteriores a la crisis.

Explicar esta forma autodestructiva de encarar la crisis, donde en vez de la unidad se fomenta la discordia y la defensa cerrada de los intereses propios, haría necesaria una profundización, que excede los marcos de este trabajo, en una cultura política muy confrontativa, formada por una larga historia de conflictos y divisiones fratricidas. España tiende, lamentablemente, a enfrentarse consigo misma cuando más necesita la unidad y parece ser incapaz de aprender de su pasado. Por ello resaltan tanto, como contraste, esos Pactos de la Moncloa que en 1977 supieron darle a la transición a la democracia un marco de cordura y entendimiento que fue el garante de su éxito. Fue un momento extraordinario y, al parecer, difícil de repetir.

Por su parte, el DNA político sueco funciona exactamente al revés: el peligro o la crisis une a un pueblo que en su memoria histórica no tiene el recuerdo de guerra civil alguna y cuya cultura está dominada por la idea fuerza de comunidad. En este sentido, los suecos han hecho plenamente suya la vieja moraleja de Esopo: "Unidos estamos de pie, divididos caemos". Al mismo tiempo, este fuerte sentimiento de comunidad genera la necesidad de buscar acuerdos pragmáticos, alejados del ideologismo y la defensa obtusa de intereses particulares que, de ser mantenidos a rajatabla, pondrían en peligro la supervivencia misma de la comunidad.

En todo caso, más allá de sus posibles causas estas formas tan opuestas de reaccionar frente a la crisis tienen consecuencias decisivas respecto de la posibilidad de afrontarla con todo el vigor y la continuidad de propósito que se requieren para superarla. En ello, el factor realmente decisivo en Suecia fue la actitud de la socialdemocracia que, de hecho, depuso su defensa principista y maximalista del viejo Estado benefactor propia de la era de Olof Palme. Así, los socialdemócratas no sólo aceptaron reformas antes impensables llevadas a cabo por el gobierno liberal-conservador de Carl Bildt (1991-94) sino que lideraron el duro proceso que en pocos años saneó las cuentas públicas y reestructuró de raíz el sistema de pensiones. Esta actitud proactiva y responsable juega, por cierto, un papel determinante a la hora de explicar tanto la conducta del movimiento sindical –fuertemente dominado por la socialdemocracia– como, en general, los bajísimos niveles de conflictividad social que siguen al estallido de la crisis.

Un hecho que ilustra la forma sueca de encarar el reto de la crisis son los acuerdos acerca de las medidas de austeridad requeridas para afrontarla suscritos entre el gobierno de centroderecha y la socialdemocracia en septiembre de 1992. Se trataba de un momento extremadamente crítico y por ello comparecieron, en una conferencia de prensa conjunta, el primer ministro conservador (Carl Bildt) junto al líder de la socialdemocracia (Ingvar Carlsson) para dar cuenta del primer gran acuerdo, que implicaba recortes presupuestarios equivalentes a más del 4 por ciento del gasto fiscal. Era el 20 de septiembre y en 32 minutos de comparecencia conjunta más que hacer público el acuerdo lo que pusieron de manifiesto fue la unidad inquebrantable del país frente a la adversidad.

Las diferencias con el clima político de España y, en especial, con la actitud de los socialistas españoles no pueden ser más marcadas. Si bien los socialdemócratas suecos, tal como sus colegas españoles, negaron inicialmente la existencia de la crisis pasaron luego a reconocerla plenamente y, más importante aún, sacaron la conclusión de que el interés partidario no podía ser puesto por sobre el de la nación. Los tres años que la socialdemocracia pasó en la posición (de septiembre de 1991 a septiembre de 1994) no serían de combate sin cuartel ni de agitación irresponsable contra el gobierno, sino de colaboración en la lucha contra la crisis y reflexión autocrítica, entendiendo que para salvar el Estado del bienestar era menester revertir sus excesos y reformular su fundamento estructural, abandonando el dogmatismo estatizante y anti empresarial que el partido había seguido desde fines de los años 60. Este redireccionamiento del partido implicó, de hecho, una vuelta a las tradiciones de moderación, pragmatismo, colaboración con el sector empresarial y consenso nacional propias de las primeras décadas de gobierno socialdemócrata que van desde los años 30 hasta los 60.

En contraste, parece que los socialistas españoles, usando la célebre frase de Talleyrand sobre los Borbones, "no han aprendido nada, ni han olvidado nada". Su incapacidad para hacer frente a la crisis sólo ha sido superada por su falta de sentido autocrítico y de responsabilidad frente a una situación de la que, en gran parte, son responsables. En vez de ello, se han dedicado a atizar las tensiones que necesariamente se generan en un contexto de crisis. El resultado está a la vista: han alentado los vientos del descontento y están cosechando una tormenta de la que están siendo sus primeras víctimas.

En estas condiciones es entendible que el gobierno actual no haya podido plantear una agenda de reformas que vaya mucho más allá de lo más urgente para que el país no naufrague. Ello es particularmente cierto respecto de las áreas más necesitadas de reformas de gran calado, como el mercado laboral, los servicios públicos, la educación y la estructura misma del Estado.

Una agenda de reformas a la luz de la experiencia sueca

Las reformas que España necesita para poder emprender una senda segura de progreso son muchas y tocan aspectos muy diversos. La experiencia sueca da muchas luces al respecto y el lector ya habrá sacado sus propias conclusiones leyendo las páginas precedentes. Sin embargo, no quisiera dejar pasar la oportunidad para subrayar aquellas que, a mi juicio, son las más relevantes. Por ello, y partiendo siempre de la experiencia de Suecia, he resumido en seis puntos aquellas reformas que me parecen absolutamente decisivas para el futuro de España.

1. Estructura del Estado

El éxito de las reformas suecas tuvo su fundamento en una estructura del Estado que combina altos niveles de descentralización con una repartición clara de las competencias entre las distintas administraciones públicas. Es el parlamento unicameral (Riksdag) el que define por ley esta división de funciones y atribuciones, dándole al nivel central o Estado propiamente tal, conducido por el gobierno nacional, la responsabilidad privativa de dirigir la política general del país mediante sus directivas y entes especializados en diversas áreas con tareas de supervisión y control. Por su parte, las administraciones provinciales y municipales disponen de considerables grados de autonomía en la gestión de las áreas de actividad que les son propias. Esta estructura está respaldada por un sistema fiscal simétrico, es decir, donde cada nivel administrativo dispone de ingresos tributarios propios con los cuales solventa gran parte de la realización de sus tareas. Ello se complementa con una cierta redistribución compensatoria a cargo del gobierno nacional a fin de asegurar un nivel relativamente parejo de los servicios públicos y garantizar el funcionamiento de la infraestructura básica de todo el país.

El supuesto fundamental de un sistema así es la aceptación general de las reglas del juego y, sobre todo, de la división competencial existente. Es decir, los tres niveles administrativos suecos no están en lucha unos con otros tratando de expandir sus competencias y tendiendo, por ello, a duplicar las funciones de los otros niveles. Nadie cuestiona el derecho del gobierno central a guiar la marcha general del país en todas las áreas de relevancia, ni éste cuestiona el derecho de los gobiernos locales a gestionar con autonomía la aplicación de sus directivas así como de las leyes que aprueba el parlamento. Además, las diversas administraciones se caracterizan por grados muy altos de profesionalidad, probidad y transparencia.

Este sistema ha permitido, por una parte, darle una conducción unificada a la marcha del país y, por otra, abrir un significativo espacio a la experimentación local. Esto ha dado pie a una diferenciación institucional muy saludable que, como hemos visto, ha sido clave para el desarrollo de la mayoría de las reformas aquí estudiadas. Lo que se ha desarrollado en un sistema o método de innovación de "prueba y error", donde los experimentos se hacen primero a escala local generalizándose luego al probar su eficacia y ganar adhesión en otras partes de Suecia. El resultado ha sido, por una parte, la maximización de la cantidad de los experimentos realizados y, por otra, la limitación de los costes de los eventuales fracasos.

La estructura del Estado español es, como se sabe, radicalmente distinta, siendo el resultado de un largo proceso de "competencia por las competencias" y, en muchos casos, de cuestionamiento más o menos abierto de la unidad del país. Esto ha dado origen a una diferenciación institucional caótica, conflictiva y altamente dispendiosa, donde han primado la duplicación de funciones y un particularismo que hace que nadie aprenda de nadie y todos se empeñen en repetir los mismos errores. Por ello, poner fin al desorden competencial es vital para el futuro de España. Ello requiere de reformas de nivel constitucional que van mucho más allá de las medidas, en sí loables, propuestas por la Comisión para la Reforma de la Administraciones Públicas (CORA). Sin embargo, para que ello sea posible se requiere de algo mucho más importante: la voluntad de unirse y sacrificar los intereses particularistas en aras del bien común de España. Y es allí donde aprieta el zapato, ya sea por motivos regionalistas o identitarios, que hoy alcanzan expresiones directamente separatistas, o, simplemente, por el deseo de mantener cuotas de poder que permiten crear feudos personales con sus respectivas clientelas locales.

La base de una reestructuración constitucional debiera ser el cierre definitivo del proceso de disgregación competencial, estableciendo una división clara y definitiva de las atribuciones y funciones de cada nivel administrativo que reconozca, sin ambigüedad, la preeminencia del nivel central en la orientación general del país pero también la autonomía de gestión de las administraciones locales. Además, y esto es absolutamente fundamental, este ordenamiento debiera tener como piedra angular los derechos del ciudadano y no de diversas entidades colectivas –llámense estas culturas, lenguas o identidades–, asegurando por medio de disposiciones de carácter general que efectivamente se garantice lo que establece la actual Constitución en su artículo 139: "Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado".

2. Estabilidad fiscal

El camino hacia la superación de la crisis pasó en Suecia por una decidida política de eliminación del déficit fiscal y reducción de la deuda pública en paralelo con una disminución de la carga tributaria total que era de vital importancia para incentivar el trabajo y restablecer el dinamismo de la economía sueca. Para lograr estos objetivos fue esencial aplicar una política de reducción del gasto público que lo llevase a niveles no sólo inferiores a los alcanzados en plena crisis sino claramente por debajo de aquellos anteriores a la misma. De esta manera se buscaba remediar las causas estructurales de la crisis y no sólo paliar sus efectos. La crisis había demostrado la alta vulnerabilidad de los niveles de gasto público previos a la crisis en base a las condiciones suecas, que por cierto no son las españolas, y obligaba a una fuerte corrección a la baja de ese gasto.

Ahora bien, comparando el nivel de vulnerabilidad pre crisis de Suecia y España se constatan niveles parecidos a pesar de la diferencia del peso específico del gasto fiscal en cada caso. De hecho, el gasto público sube un 21,3 por ciento en Suecia (de 1989 a 1993) a causa de la crisis mientras que en España lo hace con 23,1 por ciento (entre 2007 y 2012), y en ambos casos se llega a niveles de déficit que superan el 11 por ciento del PIB. Esto indica que España, para reducir su vulnerabilidad estructural, debería emprender un programa de reducción proporcional del gasto fiscal al menos similar al de Suecia. El otro camino, que es intentar restablecer el equilibrio vía alza de impuestos, debería estar excluido ya que, como lo vimos, la tributación española ha alcanzado niveles contraproducentes, especialmente en lo que respecta al trabajo. Una eventual subida del impuesto al valor añadido (IVA), como se le recomienda hoy al gobierno español, o de otros impuestos debería, en todo caso, servir para bajar los impuestos al trabajo y el emprendimiento y no para mantener el nivel actual de gasto fiscal.

Si este razonamiento es válido, entonces España estaría frente a una necesidad de reducción del gasto público equivalente en porcentaje al que realizó Suecia para llegar a restablecer su equilibrio fiscal en 1998, es decir, de un 17,8 por ciento (que luego siguió aumentando hasta llegar al 28,7 por ciento en 2007). Esto implicaría reducir su gasto público del 48 por ciento del PIB alcanzado en 2012 a menos del 40 por ciento en un plazo de unos cinco años para estabilizarse más a largo plazo en torno al 35 por ciento.

Un esfuerzo semejante va, sin duda, mucho más allá de lo que el actual gobierno se ha propuesto y, qué duda cabe, de lo que el clima español de confrontación permite. Sin embargo, es difícil ver otra alternativa, en especial si se quiere empezar a reducir el peso de la deuda pública y cumplir con las ambiciosas metas propuestas por la Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2012, que en gran medida replica la institucionalidad financiera fiscal creada en Suecia a mediados de los años 90.

3. Servicios públicos

Las reformas que Suecia emprendió a fin de no sólo restablecer sus equilibrios básicos sino transformar el uso mismo de los recursos fiscales abrieron la mayoría de los servicios públicos a la libertad de elección y empresa. Este fue el camino tanto para aumentar el poder ciudadano como para efectivizar un gasto público que, a pesar de su significativo recorte, seguía teniendo un peso sustancial en la economía sueca y que, además, cubría áreas vitales para el desarrollo conjunto del país como la educación y la sanidad.

Es en este terreno donde las reformas suecas han sido más innovadoras, dando paso a un nuevo tipo de Estado del Bienestar que pone al ciudadano y su libertad en el centro, brindándoles a todos una igualdad básica de oportunidades para poder ejercerla. El cambio básico fue la separación entre responsabilidad y gestión pública, entendiendo que el compromiso esencial del Estado del Bienestar es que a nadie le falten ciertos servicios y seguridades sin los cuales se puede caer en una situación social y moralmente inaceptable de privación y exclusión. La gestión de los mismos es una cuestión completamente distinta, que tiene que ver con las preferencias de los usuarios y la eficiencia de los proveedores. Es decir, el Estado del Bienestar no tiene un compromiso con la gestión de lo público, sino con el acceso de todos los ciudadanos a todo aquello que consideramos imprescindible para una vida digna. Además, y este es otro de los pilares del cambio emprendido en Suecia, se entendió que ese compromiso debe basarse en el mayor respeto posible por la voluntad de cada ciudadano acerca de las formas concretas que el mismo debe asumir. Así, las opciones específicas que garantiza el Estado del Bienestar dejaron de estar decididas desde arriba, es decir, desde las administraciones públicas, para pasar a ser decididas desde abajo, esto es, directamente por los ciudadanos. La forma de lograr este empoderamiento fue creando distintos tipos de subsidio a la demanda, entre los cuales el más eficiente ha sido el sistema de vales o vouchers del bienestar.

En este terreno, España tiene todo por hacer, desde la discusión de principios acerca de cuál es el verdadero compromiso y función del Estado del Bienestar hasta la organización concreta de un sistema general de libertad de elección y empresa en ámbitos como la educación, la sanidad y otros servicios sociales. Y digo general en la medida en que se trata de asegurar derechos –a decidir y elegir– que todos los españoles deben poder ejercer "en cualquier parte del territorio del Estado", como dice el ya citado artículo 139 de la Constitución. En este sentido, la ley de libre elección actualmente en vigor en Suecia es un modelo interesante a seguir, especialmente porque este tipo de legislación de aplicación general en todo el país se combina con altos niveles de autogestión de los servicios básicos del bienestar a nivel regional y local.

4. Funcionarios

Como se habrá entendido, el punto anterior es irrealizable de mantenerse el actual sistema funcionarial español que le da a ciertas categorías laborales el derecho a gestionar de manera monopólica los servicios públicos bajo un régimen laboral especial que de hecho les confiere la inamovilidad en sus cargos. La apertura de los servicios públicamente garantizados a un sistema como el de los vales o cheques del bienestar suecos basados en la libertad de elección y empresa, comporta una situación de competencia donde es evidente que una parte de los proveedores de gestión pública pueden verse forzados, tal como ha ocurrido en Suecia, a cerrar sus puertas por falta de usuarios interesados en sus servicios. Ello implica que una cierta cantidad de trabajadores debe abandonar el empleo público para pasar a desempeñarse en el sector privado, ya sea como emprendedores o empleados. Esto no tuvo ningún dramatismo ni mayor oposición en el caso sueco debido a la estructura homogénea de su mercado laboral, donde pasar del sector público al privado no comporta un cambio de estatus ni menos aún dejar un empleo asegurado de por vida para pasar a uno dependiente del desempeño propio y la viabilidad de la empresa o entidad en que uno trabaja.

El asunto es radicalmente distinto en España, donde ni la existencia ni el estatus de excepción de los funcionarios conocen hoy cuestionamiento serio alguno dentro del ámbito político, considerándose ese estatus como la garantía más sólida contra una politización de los servicios públicos que podría terminar transformándolos –como alguna vez lo fueron– en cotos de caza de los políticos de turno y sus clientelas.

Esta no es, por cierto, una objeción baladí en el contexto español, con sus rampantes problemas de caciquismo, corrupción y amiguismo. Más de alguien podrá decir, no sin razón, que una cosa es no tener funcionarios en una sociedad caracterizada por la probidad, la transparencia y el respeto al mérito, como la sueca, y otra muy distinta es hacerlo en una sociedad que como la española tiende, lamentablemente, a destacarse justamente por lo contrario. El argumento sería entonces que estamos condenados a optar por el mal menor, que en este caso sería mantener el estatus funcionarial mayoritario de una serie de categorías laborales del sector público que en Suecia no lo tienen como, por ejemplo, los trabajadores de la sanidad y la educación.

Ahora bien, más allá de la eventual validez de este argumento tenemos el hecho puro y duro de que, por razones claramente corporativas, ni los actuales funcionarios ni quienes esperan serlo parecen estar dispuestos a permitir que se cuestione el estatus funcionarial. La experiencia del gobierno de la Comunidad de Madrid es aleccionadora al respecto. Los planes de externalizar la gestión de seis hospitales y una serie de centros públicos de salud dieron pie a una prolongada batalla –que fue desde la calle y los platós de televisión hasta los tribunales de justicia– que dejó muy en claro lo difícil que es avanzar por la senda de la desfuncionarización de los servicios públicos.

Es en esta perspectiva que uno aprecia en toda su magnitud la ventaja que desde el punto de vista de la realización de las reformas brindó en Suecia la ausencia de una clase funcionarial semejante a la española. Esta misma constatación nos obliga a pensar, por una parte, en soluciones de transición que vayan desfuncionarizando paulatinamente el sector público y, por otra parte, en formas de evitar que el clientelismo y la amigocracia devasten los servicios de gestión pública. En el apartado siguiente, dedicado a la educación, se propondrán algunas medidas concretas para avanzar en ese sentido

5. Educación

Entre las reformas más urgentes y decisivas que España tiene por delante está, sin duda, la de su educación en todos sus niveles. Los resultados comparativos del sistema educativo español, desde la enseñanza básica a la superior, son muy poco satisfactorios a pesar de que los recursos destinados al mismo superan o igualan los de países como Finlandia o Corea del Sur, con rendimientos educativos muy superiores a los españoles (OCDE 2013).

En cuanto a la educación superior, es conocida, entre otros indicadores preocupantes, la ausencia de universidades españolas entre las mejores del mundo y también lo son las causas de una situación tan problemática para el desarrollo del país. La Comisión de Expertos para la Reforma del Sistema Universitario Español (2013), convocada por el ministro José Ignacio Wert, apuntó con toda razón a la endogamia académica como una causa fundamental del fracaso comparativo de la educación superior española. Este factor está indudablemente asociado al estatus funcionarial de más de la mitad del personal académico de las universidades públicas, incluyendo al de más alto rango. A lo que hay que sumarle las trabas del sistema de acreditación vigente, que más parecen expresar una defensa corporativa de los insiders o grupos establecidos que otra cosa. El mismo informe de la comisión citada indica una serie de medidas para avanzar hacia universidades más acordes con las necesidades del país, entre las que destacan aquellas destinadas a impedir la endogamia y desfuncionarizar la educación superior. Este es sin duda el camino a seguir pero poco o nada ha pasado en este terreno reflejando claramente la fuerza intimidatoria que tiene el establishment universitario español.

Aquí hay mucho que aprender de la universidad sueca en la que, por cierto, no existe la clase funcionarial y donde una estrecha colaboración con el sector empresarial ha permitido alcanzar altísimos niveles de excelencia, particularmente en el terreno de la investigación y, no menos, de la innovación, tal como queda reflejado en los rankings internacionales sobre patentes. Así, según la estadística de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) sobre familias de patentes tríadicas, en 2011 Suecia ocupaba, en términos per cápita, el tercer lugar después de Japón y Suiza, superando nada menos que en 20 veces el nivel de España.

Dejando ahora de lado la educación universitaria tenemos, como se sabe, una serie de indicadores comparativos muy preocupantes sobre la situación escolar española, entre ellos, por ejemplo, el alto porcentaje de jóvenes que abandonan la enseñanza sin completarla, que en 2013 era el más elevado de la Unión Europea y triplicaba al de Suecia (23,6 por ciento en España contra 7,1 por ciento en Suecia, según los datos de Eurostat). A su vez, constatamos que de acuerdo al estudio PISA 2012 los resultados tanto de España como de Suecia dejaban mucho que desear, haciendo evidente que ambos países han estado afectados por un mal similar: la escuela progre. Esto ya ha sido analizado anteriormente y la lección de Suecia en este sentido trata, fundamentalmente, de lo difícil que es revertir la fuerza destructiva de aquellas ideas y modelos pedagógicos que casi sin contrapeso reinaron durante varias décadas en ambos países. Ello pone en claro que se requerirá mucho más que una LOMCE (nueva Ley Orgánica de Educación), por más loable que esta sea, para enrumbar a la educación española hacia un puerto que no sea el de la mediocridad. Se trata, nada menos, que de un cambio cultural de gran magnitud sobre la escuela como institución social que debe impregnar la formación misma del profesorado así como su función docente.

Lo dicho no obsta para emprender reformas del tipo realizado en Suecia destinadas a incrementar la libertad de elección, la diversidad, la competitividad y la equidad del sistema educacional. De esta manera se pondría, finalmente, en manos de los padres y los educandos la tarea de ir reformando, desde abajo y mediante su decisión soberana, la escuela española.

Una reforma integral del sistema español de enseñanza inspirada en las reformas suecas debería, a mi juicio, hacer hincapié en los siguientes puntos:

  • Dar a los usuarios plena libertad de elección del centro educativo, sea este de gestión pública o privada, mediante la creación de un vale escolar que sea igual para todas las escuelas tomando eso sí en consideración las condiciones y necesidades específicas de los educandos.

  • Establecer la libertad de creación de centros de enseñanza autorizados con o sin fines de lucro que compitan, en igualdad de condiciones, por la demanda ciudadana respaldada por los vales o vouchers educacionales.

  • Conceder libertad a todas las escuelas para perfilar su oferta educacional, con independencia de quién sea su gestor, sin por ello dejar de cumplir con los requisitos mínimos del programa educacional vigente para todo el país.

  • Desfuncionarizar la educación de gestión pública, elaborando para ello vías de transición donde el abandono del estatus de funcionario sea optativo y se ofrezcan importantes estímulos económicos para ello. La creación, por ejemplo, de escuelas gestionadas por los mismos docentes que abandonen el estatus funcionarial debería ser potenciada, brindando un fuerte apoyo financiero y profesional a la creación de ese tipo de centros. También se debería apostar por una especie de charter schools, en las que, a condición de abandonar la calidad de funcionarios, se delega la gestión del centro a su personal con amplia autonomía y posibilidades de retener, para beneficio propio, el excedente económico generado por una buena gestión.

  • Establecer un sistema general de certificación y control de calidad de los centros educativos, con independencia de quién los gestione y de la parte del territorio español en que se ubiquen. Este sistema debería estipular niveles mínimos de rendimiento para que el centro educativo, de gestión pública o privada, mantenga su autorización. Simultáneamente, debieran establecerse premios de excelencia para aquellas escuelas o institutos que, ponderando las características de su alumnado, sobrepasen notablemente los niveles medios de rendimiento.

  • Liberar la enseñanza del intervencionismo y el localismo políticos. Para lograrlo es esencial que el sistema educacional esté regulado a nivel de todo el país por normas comunes básicas que dejen un amplio margen de libertad a los centros para darse un perfil educativo propio. Fuera de estas normas comunes no debe haber más intervención política en los contenidos y formas de la enseñanza. Esta liberación de la injerencia política sería, en las condiciones españolas, una de las vigas maestras para poner la educación al servicio de los ciudadanos y no de las elites políticas.

6. Mercado laboral

A nadie le cabe duda de que uno de los elementos más disfuncionales de la economía española es su mercado de trabajo. Se trata de fallas estructurales, como bien lo ponen de manifiesto sus tasas de paro que son excepcionalmente altas con independencia de la coyuntura económica. En este sentido, y dada la magnitud del problema, si bien la reforma de 2012 y sus complementos posteriores dieron algunos pasos significativos en la dirección correcta, quedaron muy lejos de dar una respuesta satisfactoria a los grandes retos que España tiene en este terreno.

Estos retos hacen, en lo fundamental, a cuatro aspectos que resaltan claramente al contrastarlos con la experiencia de Suecia y su batalla por mejorar el funcionamiento de un mercado laboral que, sin ser ideal, está a años luz del español.

El primero de ellos es la dualidad estructural del mercado de trabajo de España, entre sectores con fuerte regulación y protección del empleo (situación que abarca desde el empleo de hecho vitalicio de los funcionarios hasta los trabajadores con contrato indefinido) y aquellos altamente desregulados y desprotegidos (que van desde el trabajador contratado temporalmente al informal). Es decir, el mercado laboral español tiene un núcleo muy rígido y una amplia periferia muy flexible, a lo que se debe sumar una alta rigidez salarial determinada por la primacía del núcleo organizado en la fijación de los niveles salariales. Esta dualidad explica, entre otros rasgos, la altísima tasa española de empleo temporal, ya que de esta manera se ha buscado compensar la rigidez laboral del núcleo de insiders. Si además se incluyese, como se debe, la tasa de informalidad o trabajo en la economía sumergida, la realidad dual del mercado de trabajo español se haría aún más patente.

El segundo aspecto problemático, ya tocado tangencialmente en el punto anterior, es la asimetría existente entre la limitada extensión de la organización sindical y la amplia cobertura de sus negociaciones. Según Marín y Bote (2014) la "densidad sindical" llegaba en 1996-2010 al 15,6 por ciento de la fuerza laboral legal, mientras que sus negociaciones salariales cubrían al 81,3 por ciento de la misma. Esta asimetría le permite al núcleo organizado dictar condiciones laborales a su conveniencia, pero que pueden ir en detrimento del conjunto de la fuerza laboral y de las empresas incapaces de sostener los niveles salariales establecidos, encarecidos además por un coste tributario que, como ya lo vimos, ha aumentado sensiblemente durante los últimos años. Esto, tomado en su conjunto, constituye el motor más poderoso que propulsa tanto la alta tasa de paro como de informalidad reinante en España.

En este aspecto, el contraste con Suecia en muy notable, ya que en ese país existe una gran simetría entre densidad sindical y cobertura de los acuerdos colectivos. Según Marín y Bote (2014) la sindicalización abarcaba al 75,8 por ciento de la fuerza de trabajo sueca entre 1996 y 2012 (la más alta registrada en un país democrático) y los convenios colectivos regulaban el 92,2 por ciento de los salarios. Esta estructura simétrica reduce el riesgo de que el sector organizado adopte conductas irresponsables ya que ello, de llegar a dañar la marcha general de la economía, afectaría inevitablemente a sus propios miembros. Esto se ajusta perfectamente a las reflexiones teóricas sobre esta materia, donde los dos modelos óptimos son simétricos, es decir, con una baja tasa de sindicalización y negociaciones a nivel de empresa (modelo descentralizado) o con un alto nivel de sindicalización y negociaciones de cobertura nacional (modelo centralizado). España vive, en este sentido, en "el peor de los mundos posibles", con un sistema asimétrico que ha demostrado ser altamente dañino para el conjunto de la sociedad.

Los aspectos recién mencionados determinan el tercer aspecto problemático que caracteriza al mercado de trabajo español, que no es otro que su rigidez, tanto en lo salarial como en lo referente a la estabilidad y condiciones laborales de su núcleo. Esta rigidez está determinada, como se mencionó, por la amplitud de la validez de las negociaciones colectivas pero también por la fijación legal del salario mínimo interprofesional y, sobre todo, por los altos niveles de indemnización en caso de despido. En este sentido, cabe destacar que en Suecia ni existe el salario mínimo legal ni se paga indemnización alguna por el despido justificado.

Los principales efectos de este conjunto de elementos que conforman la estructura dual, asimétrica y rígida del mercado laboral español son una alta tasa estructural de paro y una dinámica de ajuste coyuntural mediante la destrucción masiva de empleo desprotegido o, en general, de corta duración, que afecta sobremanera a los jóvenes y a los inmigrantes, es decir, a los grupos más vulnerables de la fuerza laboral.

Por último, tenemos un cuarto aspecto en el que España y Suecia contrastan fuertemente: el sistema de prestaciones y apoyo al desempleado. A partir de la crisis de los 90 Suecia reestructuró drásticamente este sistema, incrementando el grado de exigencias y controles para el acceso y uso tanto de las prestaciones de paro y enfermedad como de la pensión anticipada. También se reorientó la prestación por desempleo de formas preferentemente pasivas a aquellas ligadas a programas de reinserción laboral. Todo ello, junto con fuertes incentivos económicos dados por las rebajas tributarias al trabajo, condujo a una dramática reducción del uso de los diversos tipos de subsidios y prestaciones así como a un vigoroso incremento del empleo. En este terreno es indudable que queda mucho por hacer en una España caracterizada por la laxitud de sus sistemas de prestaciones y la carencia de apoyos eficientes a la activación y reincorporación laboral.

Estos razonamientos comparativos sugieren la necesidad de evolucionar hacia un sistema laboral caracterizado por los siguientes rasgos:

  • Régimen laboral homogéneo y formas contractuales unificadas.

  • Descentralización de la negociación colectiva a nivel de la empresa.

  • Eliminación de la indemnización en caso de despido justificado y mejoramiento compensatorio de la prestación por desempleo.

  • Prestaciones por enfermedad y desempleo con controles rigurosos y ligadas, desde el primer momento, a medidas de rehabilitación y reactivación laboral así como, de prolongarse el desempleo, a tareas de utilidad social.

Palabras finales

Más allá de las reformas concretas realizadas en Suecia y de lo que de ellas se pueda aprender existen ciertas lecciones fundamentales de la experiencia de ese país que quisiera, cortamente, resaltar a manera de conclusión.

La primera trata del sentido general de las reformas emprendidas. Su norte no fue desmontar el Estado del bienestar sino, muy por el contrario, darle formas más sostenibles reduciendo su tamaño excesivo, rompiendo sus monopolios de gestión de "lo público" e invirtiendo la relación Estado-sociedad civil, de manera tal que sea el Estado el que esté al servicio de los ciudadanos y no al revés.

La segunda hace a la definición misma del Estado del Bienestar, cuya responsabilidad esencial no es hacer ni financiar todo aquello que asegura nuestro bienestar, sino velar porque a nadie le falte el acceso a ciertos servicios y seguridades imprescindibles para poder vivir dignamente y participar en el desarrollo social.

La tercera lección es que el ejercicio de esta responsabilidad solidaria nada tiene que ver con una forma determinada de gestión de los servicios del bienestar. El compromiso público es con los ciudadanos y su bienestar, no con la gestión pública de determinados servicios.

La cuarta lección tiene que ver con la conformación concreta de los servicios públicamente garantizados y la gestión de los mismos, pero toca la relación misma entre Estado y sociedad civil. El cómo se cumple con la responsabilidad pública debe ser determinado desde abajo, mediante las decisiones soberanas de los ciudadanos y no desde arriba, es decir, desde las cúpulas políticas y tecnocráticas.

La quinta lección es que la forma más eficaz de empoderar al ciudadano que no tiene recursos se logra mediante vales del bienestar, es decir, cubriendo, total o parcialmente, el coste de su demanda de servicios básicos pero sin por ello coartar su libertad de elección.

La sexta lección es que la libertad de elección ciudadana encuentra su mejor aliado en la libertad de empresa, que amplía la oferta de alternativas entre las que el ciudadano empoderado puede optar. Ello implica superar los supuestos antagonismos del pasado entre Estado, mercado y sociedad civil para, en su lugar, pasar a instaurar una relación colaborativa entre los mismos con el fin de potenciar la libertad ciudadana.

La séptima lección hace a la necesidad de volver a entender la importancia vital de una serie de relaciones que han sido enturbiadas por ese tipo de retórica populista que tanto daño le ha hecho a la sostenibilidad de nuestro bienestar común. Se trata de la relación entre trabajo y bienestar, deberes y derechos, responsabilidad y libertad. Suecia cayó en la trampa de las promesas irresponsables sobre un bienestar, unos derechos y unas libertades que parecían fluir de la varita mágica del político de turno y no del trabajo, los deberes y la responsabilidad de los ciudadanos. Para volver a la senda del progreso hubo que restablecer la relación causal que existe entre unos y otros, fomentando no sólo la cultura del deber y el esfuerzo sino creando también sistemas que claramente los incentivan.

Finalmente, pero no por ello menos importante, tenemos la gran lección de unidad y realismo que fue la base de todo el proceso que hizo nuevamente de Suecia un país admirado internacionalmente. Izquierdas y derechas hicieron un notable esfuerzo por encontrar las bases de un nuevo consenso en torno a la creación de un Estado solidario del bienestar que actualmente se destaca en el contexto europeo como una alternativa pujante y esperanzadora frente a los Estados benefactores de viejo cuño.

Ojalá que España sea capaz de seguir una senda de unidad y realismo similar a la de Suecia. Lo hizo hace ya casi cuarenta años, dándole así un cauce de estabilidad a la transición a la democracia. Hoy hay que afrontar una nueva transición, hacia una sociedad sostenible del bienestar, y derrotar nuevas amenazas a la unidad de los españoles. Es un momento que exige coraje y generosidad, pero no para quedarse en el pasado sino para avanzar hacia un futuro que será todo lo grande y promisorio que los españoles sepan hacerlo.

Referencias

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