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'Crimen y castigo': suicidio o redención

Todo el mundo se las ingenia, y, de todos, el que mejor vive es aquel que mejor sabe engañarse.

De todos los elocuentes momentos que encierra Crimen y castigo, tal vez el más intenso sea el libro sexto, en su conjunto. El argumento de “la primera obra maestra que escribió Fiodor Dostoievski” es de sobra conocido. Ya el título nos aporta varias pistas de lo que vamos a encontrar en su interior. Más concretamente, todo se resume en la lucha interna de un joven que ha llegado a la conclusión de que las leyes morales no son universales y, por tanto, una persona genial tiene derecho a pasar por encima de ellas si lo que persigue es un fin superior.

Dejando al margen todas las posibles e interesantes elucubraciones acerca del argumento y el desarrollo de la obra, este artículo pretende centrarse en un personaje concreto –Arkadii Ivánovich Svidrigailov–, para profundizar, en última instancia, en lo que podría ser una de las claves –tal vez la primordial– de toda la novela: la conclusión del autor de que la única redención posible para una persona que ha atentado contra la moral es reconocérselo, para aceptar y abrazar después el sufrimiento que, inevitablemente, va a perseguirle. Rehuir esa certeza, simplemente, prolongará su agonía.

Svidrigailov es interesante porque es el trasunto del protagonista, Rodión Románovich Raskólnikov. Ambos comparten la misma carga –esconden uno o varios pecados inconfesables–, aunque los dos la sobrellevan de manera diferente. El primero es un ser mezquino; embaucó a una mujer mayor para que le sacase de la cárcel y se aprovechó de ella, casándose por pura conveniencia económica y consiguiendo después que no solo entendiese, sino que también aceptase, pese a sus constantes ataques de celos, sus propias aventuras extramatrimoniales. El mayor pecado de Svidrigailov –su perdición absoluta– es la lujuria. Por sucumbir a sus pasiones carnales es capaz de maquinar y perpetrar las mayores bajezas. Sobre él se cierne la sospecha más que fundada de que terminó por asesinar a su desdichada esposa –e intuimos que lo hizo por el amor que siente por Dunia, la hermana de Raskólnikov–. Además, otros de sus excesos podrían haber desembocado en la muerte de una muchacha del pueblo en el que vivía; y en el suicidio de un siervo al que maltrataba de una manera exagerada. Él no parece demasiado afectado, pese a todo, pero la complejidad de su caso, a fin de cuentas, acaba por ser tratada en profundidad casi al final del relato. Todos sus mecanismos cerebrales para sobrellevar esos problemas morales quedan perfectamente diseccionados, como ya se ha dicho, en el libro sexto.

“Todo hombre necesita aire, aire, aire”

La relación entre los dos criminales –ambos han cometido un crimen– es magnética, hasta cierto punto. El uno necesita al otro y viceversa, porque en el fondo ambos encarnan la posibilidad de la justificación. Muy profundamente –y aunque ellos mismos jamás se lo reconocerían–, les sucede algo así como: si él ha hecho lo que ha hecho y vive resueltamente, entonces es realmente posible superar la ley moral y, por lo tanto, existe una salida a mi penosa situación. La cuestión queda resumida en esa sexta parte, por ejemplo, cuando el narrador explica el sentir de Raskólnikov:

Además, que Sonia le inspiraba espanto. Sonia representaba la sentencia irrevocable, el fallo sin apelación. Ir a verla era abdicar. Escoger entre el camino de ella [reconocer el crimen y entregarse, asumiendo el castigo] o el suyo (...) ¿No valía más, por consiguiente, probar fortuna con Svidrigailov?

Los encuentros entre los dos son fundamentales para el desarrollo de la idea que tenía Dostoievski en la cabeza; porque son los personajes que van a representar las dos posibles salidas que se le plantean a toda persona que ha terminado por mirar a su pecado a la cara. Antes de eso, sin embargo, la mentira y la autojustificación desempeñan un papel importante, aunque no consigan apartar del todo los dilemas de conciencia. “Mire: tenemos que hablar”, le dice en un momento dado, habiéndose encontrado en las escaleras, Svidrigailov a Raskólnikov.

Lástima que tenga tantos asuntos ajenos que atender y los míos… ¡Ah, Rodión Románovich, todo hombre necesita aire, aire, aire!

Esa es una frase extraña, que se le queda clavada a Raskólnikov en el cerebro. Es una frase que resume su sentir, porque desde que asesinó a la vieja usurera se siente acorralado por una culpa que no es capaz de racionalizar del todo. Siente que necesita aire, y por eso se sorprende cuando poco después, el juez Porfirii, que investiga el caso, aparece en su casa y le suelta en mitad de la conversación la misma frase condenada. La escena tiene lugar en un momento altamente emocionante, durante un diálogo impresionante en el que Porfirii le desvela a Raskólnikov que sabe perfectamente que es el asesino, y que ha decidido dejarle unos días para que pueda entregarse por su cuenta. Antes de irse, además, exclama otra sentencia que resume la novela: “El dolor, Rodión Románovich, es, con efecto, una gran cosa”. La única vía posible a la redención.

“La mentira es el único privilegio del hombre sobre todos los demás animales”

Lo único capaz de redimir un mal es la asunción de las consecuencias que se desprenden de haberlo cometido. De otra manera, el dolor moral sólo puede disiparse, de manera parcial, con la mentira. Esa es la máxima de Dostoievski. Dejar de mirar al dolor que produce la corrupción moral; acostumbrarse a creer que el mal cometido no era tal, o que estaba perfectamente justificado, es un potente analgésico que puede llevar al hombre a la locura o a la depravación. “Todo hombre necesita aire”, y así lo siente cuando ha decidido vendar sus ojos ante la evidencia de su pecado. Con el tiempo uno acaba creyendo sus propias mentiras, y calmando casi de manera completa el dolor provocado por sus excesos. Ese es, concretamente, el único secreto de Svidrigailov.

Así, cuando Raskólnikov se encuentra con él en la taberna, casi de casualidad, Dostoievski descubre de una vez por todas sus cartas y termina de aportar las claves necesarias para entender a su despreciable personaje. El juego psicológico en la conversación es muy absorbente. Svidrigailov quiere, por un lado, deshacerse cuanto antes de Raskólnikov, porque en poco tiempo debe resolver su cita secreta con Dunia –una cita que ha sido concienzudamente preparada, y que está ideada para que pueda consumar de una vez por todas sus lascivas aspiraciones–; pero al mismo tiempo se siente intrigado, y sucumbe a la tentación de charlar con el asesino, movido por un interés que surge, en el fondo, de su identificación con él.

Es por eso que, habiendo bebido realmente poco, acaba pese a todo abriéndose a su contertulio, y contándole los pormenores de su matrimonio. También por eso le relata su relación con Dunia, incluso sus intenciones amorosas para con ella. En un desahogo mentiroso, saca a la palestra anécdotas que parecen intrascendentes, pero que encierran la esencia de su manera de vivir en el mundo. Como cuando cuenta, henchido de orgullo, cómo logró seducir a una mujer casada, “con hijos y virtudes, que, además, quería mucho a su marido”. “Yo la adulaba de una manera descarada”, relata, “y apenas había conseguido nada más que cogerle la mano, una mirada, ya estaba recriminándome por haber conseguido aquello a la fuerza; porque ella no lo quería; hasta tal punto no lo quería, que yo, probablemente, nada habría alcanzado nunca de no haber sido tan vicioso”. Y esa revelación cobra todavía más sentido poco después, cuando el propio Svidrigailov añade: “¡Y cómo se enfadó conmigo cuando, al final de los finales, hube de exponerle con toda sinceridad que estaba plenamente convencido de que ella, en todo aquello, había ido buscando el placer no menos que yo!”. Él cree realmente que no la violó, y que ella le deseaba tanto o más a él que él a ella; y esa convicción, aunque mentirosa, es la que le permite seguir viviendo sin demasiados remordimientos, e incluso recordar el incidente entre carcajadas. También de esa manera cobra sentido una frase pronunciada poco después a Raskólnikov: “Todo el mundo se las ingenia, y, de todos, el que mejor vive es aquel que mejor sabe engañarse”.

“O un balazo en la cabeza o tomar el tole para Vladimirk”

El punto de inflexión en su vida llegará pronto, sin embargo, y comienza a labrarse al final del trascendental diálogo. Él, al verse despreciado y juzgado por el joven asesino, se extraña, realmente sorprendido por su reacción: “Vaya…; si es así”, le dice entonces, “si es así, me resulta usted un cínico de marca mayor”, haciendo alusión al crimen de la vieja usurera y dejando constancia de la consternación que le produce no haber sido comprendido, y en cierta forma reconfortado, por el interlocutor que mejor puede conocer su profundo sentimiento: “Comprendo los problemas que se le plantearán”, añade más abajo, “morales, ¿no es cierto? (...). Pero ¿usted no les dio ya de lado? ¿Por qué ahora se preocupa de ellos? (...), no debería usted haberse metido en ese fregado; no debe uno lanzarse a nada superior a sus fuerzas. Bueno; péguese usted un tiro”. La solución para él es clara. La única salida cuando caes, con certeza absoluta, en la depravación, y cuando sientes el dolor indescriptible e inesquivable de haber cometido, sin margen para la duda, una verdadera injusticia, es el suicidio. Porque huir ya no sirve de nada cuando se derrumba el autoengaño; cuando la mentira pierde de pronto todo su poder y la revelación se presenta inevitable. Eso, a una persona cobarde e incapaz de asumir las consecuencias de sus actos, sólo puede empujarla a descerrajarse un tiro en la cabeza.

En su caso, esa epifanía le sucede ese mismo día, en su ya citada entrevista con Dunia. Se trata, probablemente, de una de las escenas más devastadoras del libro. En el fondo Svidrigailov está convencido de que Dunia, hasta cierto punto, le desea, incluso cree que puede llegar a amarle. Por más que ella ahora le desprecie, él cree conocerla mejor que nadie, e interpreta sus desplantes como meras reacciones de su carácter volcánico. Por eso le ha enviado una carta diciéndole que tiene información relevante sobre su hermano, y por eso la cita urgentemente cerca de su casa. Al igual que con la esposa a la que violó, en este caso está dispuesto a todo para consumar sus intenciones. La hace pasar primero a su vivienda de alquiler, estratégicamente situada entre otras dos estancias vacías, para evitar la posible intervención de vecinos; y en cuanto ella traspasa el umbral, aprovechando el momento en el se detiene a observar la habitación, cierra la puerta con llave sin que se dé cuenta.

El resto de la escena transcurre como era de esperar. Le desvela el crimen de Raskólnikov, y le dice que está dispuesto a usar sus influencias para sacarle del país; posiblemente a América. A cambio, solo pide una cosa. Ella, comprendiendo, se levanta e intenta huir, pero se topa con la puerta cerrada. Entonces, parapetada detrás de un recibidor, saca un revólver que ha llevado como protección. Él, pese a todo, todavía cree que aquello forma parte de un extraño juego mental. Su mente, depravada después de tantos años de mentiras, todavía cree que ella en el fondo le desea. “¡Ay, Avdotia Románovna!”, dice. “Por lo visto se te ha olvidado ya cómo en el ardor de la catequesis te inclinabas hacia mí, toda embebecida… En tus ojos lo veía yo; ¿recuerdas aquella noche de luna en que hasta cantaba un ruiseñor?”. “¡Mientes!”, responde ella. “¡Mientes, calumniador!”. Él se acerca paso a paso, y recibe un disparo que le roza la sien. Se palpa la sangre, pensativo, y permite que ella recargue el tiro, con paciencia. Cuando la pistola vuelve a apuntarle, retoma la marcha. Otro paso más, y una detonación que no estalla. La pistola estaba mal cargada. Dunia vuelve a recargar. Tiembla, indecisa y aterrada. Al final, sucumbe y arroja el arma. Su mirada encierra repugnancia y un profundo desprecio, pero ya no irradia miedo. Él avanza el último paso, le ciñe suavemente el talle con la mano. Y de pronto las mentiras se le derrumban:

–¡Déjame! –dijo, implorante, Dunia.
Svidrigailov se estremeció; aquel tuteo lo había pronunciado de otro modo que antes.
–¿Conque no me quieres? –le preguntó quedo.
Dunia movió negativamente la cabeza.
–¿Y… no podrás? ¿Nunca? –balbució él con desesperación.
–¡Nunca! –murmuró Dunia.

La certeza absoluta se le presenta entonces, liberada de cualquier parafernalia falaz. Todo el mal que ha cometido hasta ese momento y que ha logrado sobrellevar gracias a tergiversar la realidad; los actos atroces que ha perpetrado por la propia Dunia, de pronto carecen de justificación. En un segundo se le ensombrece el rostro y se aparta de ella. Se coloca frente a la ventana y, mirando a través de ella, deposita la llave sobre la mesa que tiene detrás. Implora a Dunia que se vaya. Se encuentra, en ese preciso momento, frente al abismo de su propia maldad. Como no puede ser de otra manera para él –él mismo le ha recomendado a Raskólnikov pegarse un tiro–, sus siguientes pasos deben ir encaminados hacia una lenta pero decidida despedida del mundo. Recoge el revólver y sale a pasear. En San Petersburgo comienza a llover furiosamente.

Todavía quedará tiempo para que le visiten sus fantasmas –como el de su difunta esposa, clara imagen de su conciencia atormentada, que tantas veces se le había presentado anteriormente–. En esta ocasión es el de una niña, empapada y sola, a la que arropa y tumba en la cama de un hostal. Ella de pronto cambia su expresión, y se le presenta de una manera repugnantemente lasciva. Es la imagen de su lujuriosa depravación. Sobresaltado, se despierta. Antes de toda aquella alucinación ha podido intentar enmendar sus errores. Se trata de otra pequeña idea que le ha ayudado a sobrellevar su carga durante años: la convicción de que muchos actos buenos pueden tapar un acto malo. Así se lo había hecho saber a Dunia, instantes antes de intentar violarla, cuando le dice que Raskólnikov, en América, podrá corregir su vida y ser un ciudadano ejemplar, enmendando de esa manera su crimen. Y es siguiendo aquella intuición que, justo después de su epifanía, y poco antes de su pesadilla depravada, ha acudido a ver a Sonia y le ha dado tres mil rublos; y lo mismo ha hecho con su novia, una jovencita de dieciséis años con la que pretendía casarse. Pero nada de eso le ha salvado de la visita de su conciencia. Por eso, probablemente, aún vuelve a salir a la calle una última vez, se cerciora de que le observa un “testigo oficial” y exclama en alto que se marcha “a América”. Acto seguido se lleva el cañón del revólver a la sien y aprieta el gatillo. Se trata de la última huida de su vida.

Su desenlace es distinto al de Raskólnikov. Él mismo lo sabía y así se lo había hecho saber a la propia Sonia, cuando le entregó el dinero: “Rodión Románovich tiene ante sí dos caminos: o un balazo en la cabeza o tomar el tole para Vladimirk [Siberia]”, le dijo. “Lo mejor que podría hacer sería presentarse él mismo y confesarlo todo (...) Bueno; vamos a ver: ¿cómo van a ir a Vladimirk?... ¿Él delante y usted detrás? ¿Así? ¿De esa manera? Bueno; pues siendo así, quiere decir que les va a hacer falta dinero”.

Su predicción, cómo no, es acertada. Al poco, Raskólnikov atenderá los consejos que ya le había ofrecido Sonia. Reconocerá su crimen y se entregará, asumiendo su castigo. Después, ya en Siberia, comenzará su particular camino hacia la redención.

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