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El hombre que no sabía callar

Empezando por el final

"Un día de estos llamarán por teléfono y tendré que confesar que sí, que he muerto. No tengo prisa". Así termina Carlos Semprún la primera entrega de sus memorias, titulada El exilio fue una fiesta (una fiesta lúgubre, dicho sea de paso, pero fiesta o vacaciones mejor dicho), publicada en la editorial Planeta, en 1998, gracias a los buenos oficios de José María Marco. El que le llamó fue mi hermano Enrique (el traductor o inventor de Castoriadis, como le calificó un día Jorge Semprún), porque había corrido por París la especie de que uno de los Semprunes había muerto: era Paco, pero nadie lo sabía seguro. La segunda entrega de las memorias, en 2006, fue A orillas del Sena, un español… (LibertadDigital/Hoja perenne); y la tercera y última, porque la vida, o sea, la muerte lo ha querido así, La barricada de enfrente, libro todavía inédito, cuya revisión acabo de concluir y que está ya preparado para que cualquier editor avisado –y hay ya unos cuantos– lo ponga a disposición de los lectores. Con este libro, y por supuesto con su muerte, se cierra su ciclo propiamente memorístico, tal como lo entendemos si seguimos las clasificaciones ortodoxas de los géneros literarios. Porque toda la obra de Carlos Semprún-Maura, incluso la de ficción (teatro incluido), incluso sus artículos periodísticos, está penetrada, recorrida, inficionada, o como quieran expresarlo, por su vida y por sus experiencias políticas, ambas inseparables.

Pero si he empezado con la muerte, saltándome por el momento su vida (y una vida tan intensa), es porque él, y esto creo que sorprenderá a bastantes, daba mucha importancia a la muerte; vivía su muerte casi con delectación; se recreaba en ella y no era un mero recurso literario. De hecho, en casi todos los libros la muerte está presente, "esta muerte que nos acompaña/ desde el alba a la noche, insomne, sorda,/ como un viejo remordimiento/ o un absurdo defecto" (Pavese). Y si cito a Pavese, que no debía de ser santo de la devoción de Carlos, como tampoco lo es de la mía, es porque su postura ante la muerte coincide con la suya, una postura, por así decir, existencialista, ajena por completo a cualquier romanticismo sentimentaloide. Pero él mismo nos lo va a contar: "Es lógico, es normal –dice Carlos en El exilio…–pensar en la muerte cuando se ha pasado de los setenta años. Pero creo que soy un caso bastante peculiar porque la muerte me ha obsesionado toda mi vida, como a los poetas místicos españoles –talento aparte–…". Esta digresión sobre la muerte (y los ritos funerarios) la realiza Carlos a propósito de aquella –tan dolorosa para él– de su hermano Paco, ese admirado y querido hermano con el que –por edad– le tocó vivir la melancólica y paupérrima adolescencia en Saint-Prix, durante la guerra y la postguerra. Saint-Prix, ese suburbio de París que Carlos Semprún-Maura ha inmortalizado, y este es un factor que quisiera destacar, porque son pocos los escritores que consiguen revalorizar de manera tan impactante ese universo del suburbio, de por sí (y más en aquellos momentos de la historia) mortecino y agobiante –aún más que el de la propia provincia–, sin por ello hermosearlo. Un suburbio que no sólo recoge el sobrante de la gran ciudad, sino además la población flotante de los fines de semana y de las vacaciones de verano, como pasaba en la misma época, en Madrid, con los Carabancheles, por ejemplo. Un suburbio feo y tortuoso, como el Bécon-les-Bruyères, cuyos inexistentes encantos describe Emmanuel Bove, con ironía cervantina, la misma fuente de la que bebe Carlos. Bove, otro desarraigado, otro extranjero exiliado (ruso) en Francia, otra vida traumatizada y marcada por una situación familiar inestable, rara, que transcurre además durante otra guerra mundial (esta vez la primera). Hay muchas similitudes entre Bove y Carlos, pero estudiarlas me llevaría muy lejos y es, en definitiva, otra historia.

En cualquier caso, esos arrabales parisinos fueron, para Carlos, el país de su adolescencia, su paisaje estético y moral, lo único a lo que podía agarrarse, la materia prima de sus primeros recuerdos, descontados, por supuesto, los terriblemente vagos e imprecisos de su primera infancia en Madrid, enmascarados sin duda por el dolor no siempre confesado ni ahondado de la muerte de la madre, y que se centran sobre todo en la traición del padre, que entrega a sus hijos –sobre todo a los más pequeños– al cuidado de una mujer abominable, la antigua Fräulein de los niños. Porque don José María de Semprún y Gurrea contrajo matrimonio con ella al poco de enviudar de Susana Maura, hija de Antonio Maura, gran escándalo social que sofocó la guerra y que se diluyó en el exilio. Una vez más, llama la atención el desgarro y el valor de Carlos al denunciar los abusos de esa mujer, a la que dedica el apodo más despreciativo que tienen todas las lenguas para aludir al colmo de la abyección: "La perra". ¡Cuántas personas sufren abusos por parte de sus padres, pero qué pocos son los que se atreven a hablar de ello! Ni siquiera los escritores. ¡Y con qué incomodidad, con qué molestia, se suelen recibir esas revelaciones! Jules Renard, en Piel de zanahoria,refirió con todo pormenor el maltrato al que le sometió su propia madre, y por ello padeció un serio rechazo por parte de sus contemporáneos. Como si, por saberlo, el lector se contagiara de esa infamia ajena; hasta tal punto es fuerte la tendencia a culpabilizar a las víctimas, induciéndolas así al silencio, para alivio del verdugo. Este proceso lo conocemos demasiado bien en la política, por ejemplo, y en la historia.

Era inevitable que Carlos desagradara a su entorno familiar al meter el dedo en la herida por la que todos los suyos respiraban. Al menos, por la que respiraban él y Paco y, en mayor o menor medida, seguramente todos los demás, Álvaro, que se suicidó en Madrid más adelante, e incluso los mayores, Jorge, Gonzalo y me atrevo a decir que hasta las propias chicas, Susana y Maribel, por muy pronto que escaparan del hogar paterno. No hace falta ser freudiano para entender, a la luz de lo que acabo de apuntar, que esa situación familiar fue decisiva para dejarle, a él y a todos, el alma en vilo. "La perra" es otro de los arquetipos más logrados de Carlos Semprún-Maura, y si alguna vez los estudiosos –y sobre todo las estudiosas– de la literatura de género de las universidades americanas, y no americanas, se dignan leer a Carlos, encontrarán una materia infinita donde meter las narices, en ese otro tercer género, la infancia, no menos sufrido que el sufriente por excelencia. Yo quiero, en esta semblanza de Carlos, destacar este aspecto, porque está impreso en letras de molde en toda su literatura, incluso en la panfletaria, y porque sin duda determinó su decisión de vivir peligrosamente como "revolucionario profesional", en una prolongada fiesta o vacación, que yo entiendo como referida a una ausencia total del principio de realidad, que funcionó en el exilio.

Individualismo ácrata

Aunque no voy a profundizar en el análisis literario de su obra, no puedo dejar de consignar lo abundante de su producción. Para que se hagan una idea, mencionaré que, además de de una veintena de novelas, cuentos y ensayos, fue autor de unas ochenta obras de teatro, casi todas retransmitidas por radio y algunas representadas en los escenarios con éxito; escritas en francés, su lengua literaria de adopción y me atrevería a decir que principal, pues en realidad en español sólo escribió Vida y mentira de Jean Paul Sartre (Nossa y Jara), que también habría que rescatar, Ni Dios, ni amo ni CNT y los tres tomos de memorias ya mencionados, amén de una novela, Las aventuras prodigiosas, que merece cierto detenimiento.Porque, cuando terminó El exilio… y antes de escribir A orillas del Sena, Carlos quiso continuar sus memorias con una novela, creyendo que así podría engañarnos. El resultado fueron esas aventuras prodigiosas, en las que volvía una y otra vez sobre su vida familiar y su militancia revolucionaria –los dos temas centrales de su existencia–. Por eso es tan difícil hablar de Carlos sin tener en cuenta ambos aspectos, que en su caso se interfieren de manera notable, como también es difícil trazar su semblanza, que es lo que se supone que estoy haciendo aquí, sin divagar, pues la divagación o la digresión, si prefieren, es otra de las características del estilo que le define como intelectual y como hombre. Pues bien, Carlos presentó esa novela al premio Biblioteca Breve, premio que él sabía no podría ganar (¡estaba Rosa Regás en el Jurado!) pero que llamó suficientemente la atención como para que la editorial Seix Barral acabara publicándola, lo cual, visto cómo está el panorama editorial español, es todo un éxito.

Resumiendo, del centenar de obras de todos los géneros que Carlos escribió, sólo seis fueron escritas directamente en español, lo que supone un esfuerzo lingüístico que le honra y que también hay que tener en cuenta a la hora de valorar su pintoresco español y esa peculiar sintaxis, que obliga a un viaje, a veces tortuoso, por la frase. ¿Pero no es el estilo precisamente eso, la forma que tiene cada cual de utilizar los recursos sintácticos de una lengua? Por eso, cuando traduje Polvo de líneas y otros cuentos (editorial Pre-Textos) –tal vez su obra más lírica– no tuve más remedio que traicionarle, y lo hice de forma tan pulcra y ortodoxa que le quité parte de su encanto; tendría que haberlo traducido él mismo al semprunés. Creo que todos los que le han editado textos escritos directamente en español saben a lo que me refiero. Por cierto, en Polvo de líneas Carlos saca su fantasma a recorrer librerías, a los diez años de su muerte, para comprar uno de sus libros: ¡El día en que me mataron!, precisamente… También traduje Revolución y contrarrevolución en Cataluña para la colección Acracia, que él dirigió en Tusquets, capítulo de su vida que contribuyó a acercarle más a España por los años setenta, cuando llegó a instalarse en Madrid como crítico de cine del extinto periódico Diario16, ocupación que le valió el odio eterno de realizadores como Pilar Miró y de los productores y directores de cine español en pleno, a los que ponía, lógicamente, a escurrir. Incluso traduje una de sus obras de teatro más celebradas y representadas en Francia, El azul del aguardiente, sin que llegara a representarse, ni publicarse jamás, aunque tuve algún trato con ya no recuerdo qué director de teatro. El manuscrito yace ahora, olvidado, cual arpa becqueriana, en el rincón de un oscuro cajón de mi escritorio, esperando la mano de nieve editora –o realizadora– que la despierte. Hay, en español, otras novelas traducidas (por otros), de las que citaré El año que viene en Madrid, Las barricadas solitarias, El día en que me mataron, ya mencionado, y El ladrón de Madrid. Todas sin excepción impregnadas de biografía, de la suya, y, como ya dije, de su circunstancia.

Llegada a este punto, no tengo más remedio que aludir a esa biografía, aunque sea de refilón. Estaba Carlos en Saint-Prix, junto a su hermano Paco, bajo la espantosa férula de la perra, cuando, de pronto, su padre y ella se marchan de Francia y les dejan solos, en una aterradora libertad que no tardan en poblar con todos los excesos, los normales a esa edad y otros más literarios y, lo que es peor, o mejor, según se mire, políticos. Liberado del yugo que le oprimía en una esclavitud insoportable, Carlos se enfrenta a la decisión de existir y subsistir por sí mismo. Sin estudios, más por la incuria familiar que por las circunstancias históricas, sin profesión definida, decide probar aquí y allá hasta acabar inmerso en el arriesgado oficio de agente secreto o clandestino del partido comunista español, a las órdenes de Federico Sánchez/Jorge Semprún, su hermano tan adorado como odiado (no duda en denunciarle, y no es el único, como kapo del campo de Buchenwald, donde Jorge estuvo internado) y de Santiago Carrillo, el abominable, lo que le hace viajar al Madrid de los años cincuenta, donde conoce a lo peor, y también a lo mejor, de cada casa. Al analizar los factores que le empujaron a llevar esa vida insólita, Carlos habla de deudas que saldar por no haberse metido en la Resistencia como su hermano Jorge y por no haber sufrido más que la penuria de una existencia mezquina y doméstica, pero hay también una dosis cierta de creencia en la revolución y en el marxismo, hasta que muy pronto, en 1956, los sucesos de Hungría le hacen darse cuenta de la siniestra realidad de ese partido comunista, totalitario y feroz, al que ha entregado una parte de su juventud y por el que ha arriesgado su libertad y su vida. Pero abandonar el partido comunista no le hace abandonar del todo ni el marxismo ni la política. Después del PCE, fue miembro del FLP y uno de los fundadores de AC (Acción Comunista), hasta despertar del todo y convertirse en un liberal convencido. Su trayectoria política, llena de sobresaltos y polémicas, le llevó a conocer a los máximos dirigentes de los partidos comunistas europeos, en particular del español y del francés, de los que traza unos retratos implacables, y su vida literaria y bohemia le hizo frecuentar también los núcleos artísticos más de moda, los cuales, a su vez, o bien coqueteaban con la izquierda o bien militaban en ella. Una generación muy concreta, víctima de una alucinación colectiva que, en aras de la lucha contra el enemigo fascista, acabó apoyando regímenes políticos comunistas tan malos, si no peores –Carlos insiste una y otra vez en ello–, que aquellos contra los que habían perdido tanto tiempo, combatiéndolos.

Con el tiempo, Carlos Semprún ha llegado a tener un considerable papel en la educación política de varias generaciones, empezando por la sesentayochista, gracias a su labor editorial, primero con El Viejo Topo, colección que dirigió en la editorial hispanoparisina Ruedo Ibérico, y después con Acracia, donde publicó lo mejor en materia de pensamiento antitotalitario de izquierdas (entre otras, obras de Cornelius Castoriadis, Claude Lefort y compañeros mártires); así como en un referente del pensamiento liberal, gracias a sus artículos en Libertad Digital, sobre todo, y a sus libros de memorias, donde denuncia de forma implacable –porque es un hombre que ni quiere ni sabe callar– los desmanes de los que tiene conocimiento, bien por testimonio directo, bien por sus vastas lecturas.

Para terminar, quiero destacar dos frases de su libro póstumo, por considerarlas un epítome de su postura política: "La única revolución posible hoy, es la liberal" y esta otra: "No soy forofo de ningún partido, juzgo basándome en los hechos, y además soy demasiado viejo para cambiar mi individualismo ácrata al que he llegado después de muchos traspiés".

Hace diez años, mi hermano Enrique, creyendo que Carlos había muerto, llamó a su casa una mañana y se lo encontró vivo. Hace apenas un mes, creyéndole vivo, me llamó José María Marco a mi casa para decirme que había muerto. Me habría gustado que el propio Carlos hubiera podido desmentírmelo.

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