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Revolución sin revolución

(Robo el título de un libro de André Thirion sobre las conflictivas relaciones entre el movimiento surrealista y el PCF)

Cita en el café

A principios de los años 70, Lucio Urrutia nos citó a Antonio López Campillo y a mí en el Café Châtelet, que curiosamente resulta ser un café en el que he tenido otros encuentros históricos, como el que mantuve con Jesús Aguirre y Manuel Castells para liberar a Juan Tomás de Salas; pero esto no viene a cuento, por ahora. Lo que nos propuso Lucio fue secuestrar al cónsul español para canjearle por Eva Forest, detenida después de su participación en el atentado de la Calle del Correo, destinado, se dijo, a matar policías que frecuentaban el restaurante en que explotó la bomba; sin embargo, ese día no había ninguno, como si se les hubiese avisado, así que no hubo policías muertos, pero sí muertes.

La propuesta de Lucio no me extrañó demasiado, algo le conocía, y creo que tuve una reacción adecuada, teniendo en cuenta las circunstancias: "Nosotros no encarcelamos a nadie, ni al cónsul español ni a nadie. Si tenéis un plan para liberar a Eva Forest, podremos discutir; si no, nada". Debo reconocer, hoy, que si mi respuesta fue hábil, porque empleaba argumentos que Lucio podía entender (a medias, porque nunca entiende nada del todo), era embustera y demagógica, porque no tenía la menor intención de colaborar en absolutamente nada con él: sabía que era un cantamañanas fichado por la policía, y que sus supuestas hazañas, "dignas de un Durruti", eran fruto de su imaginación.

Un día, en Barcelona, debió de ser en 1978, le conté está anécdota a un miembro de la CNT. En un momento dado me interrumpió: "Ya sé, yo estaba". "¿Cómo ibas a estar? No te vi". "Estábamos varios, con pistola, sirviendo de guardaespaldas a Lucio, por si las moscas". O sea, que ese tipejo propone a dos "burgueses liberales" con simpatías libertarias, Campillo y yo, una acción ilegal y peligrosa y al mismo tiempo desconfía tanto que se hace proteger por dos o más pistoleros. En realidad, todo era puro teatro barriobajero.

Y de pronto este cantamañanas, del que se burlaban hasta sus compañeros anarquistas, se hace famoso: Bernard Thomas le dedica un libro en Francia, y en España le dedican una película documental que lleva un título que suena como un clarín revolucionario: Lucio. Y El País le dedica varios artículos elogiosos, como a Puig Antich –quien fue muy diferente–, como a Federica Montseny, a quien se quiso hacer (o se hizo) un funeral nacional –no por su condición de líder cenetista, sino por haber sido ministra de Sanidad durante la República–, como a todos los que puedan tener un tufillo antifranquista y revolucionario. Recuerdo cómo me enfurecí cuando, en la presentación de un libro –creo además que era mío– en la Librería Española de la Calle del Sena, Antonio Soriano padre pronunció unas parrafadas, ante un grupo de franchutes boquiabiertos, sobre su gran amistad y su colaboración con George Orwell durante nuestra guerra civil, en Barcelona. Agarré del brazo a Antonio Soriano hijo y gruñí: "¿Pero qué chorradas está diciendo tu padre? ¿No era comunista? Su amistad y colaboración con Orwell se resumía a buscarlo para matarle". "Ya sé, Carlos, ya sé. Pero es que mi padre chochea completamente, y hasta puede que se crea lo que dice, pero por favor, no le eches una bronca: está viejo y enfermo". (Por cierto, las dos librerías españolas del Barrio Latino, la de Soriano, Calle del Sena, y la de Robles y Andrade, Calle Monsieur-le-Prince, eran la una comunista y la otra del POUM; lo eran sus propietarios, se entiende, y claro, se odiaban).

Otros, menos viejos y enfermos que Antonio Soriano padre, o víctimas de otro tipo de enfermedad, hacen lo mismo: borran, si no de su memoria, en todo caso de sus escritos y de sus discursos, toda relación con sus crímenes. Sus enemigos de ayer, aquellos a los que asesinaron, o que lograron escapar de sus checas, se convierten en héroes positivos, según el modelo del realismo socialista soviético. George Orwell constituye un caso emblemático: debido a la merecida fama que logró obtener poco a poco, se ha convertido –o intentan convertirle– en un compañero de lucha de Santiago Carrillo, el PSUC y el NVKD, precisamente de aquellos que intentaron asesinarle.

Si El País está en primera fila de esta gigantesca operación de lavado de cerebro y de destrucción de pruebas, no es el único. Yo he visto, por ejemplo, en TVE emisiones históricas que iban por la misma onda, la onda UHP (¡Uníos, Hermanos Proletarios!); emisiones que presentan a los antifranquistas, o mejor dicho, a la izquierda, antes, durante y después de la Guerra Civil, como un frente unido y solidario, cuando no paraban de asesinarse mutuamente: comunistas contra el POUM, anarquistas contra comunistas, catalanistas contra la CNT, etcétera; y esa leyenda embustera culmina en el aquelarre de la ley de "memoria histórica", ley totalmente soviética.

¿Cabe preguntarse por qué? Sí, porque es terreno minado: ya no puede ocultarse la matanza de Paracuellos, el asesinato bajo tortura de Andrés Nin (políticamente necesario, según Santiago Carrillo), los enfrentamientos armados en la zona roja, o republicana, en Barcelona, Valencia, Aragón, etcétera, entre "camaradas antifranquistas". Y, sin embargo, dale que dale, intentan fundar –hasta por ley– una leyenda que sustituya a la verdad histórica. Mi explicación es muy sencilla: la izquierda ya no tiene ideología, ni proyecto político, ni siquiera ideas, y su herencia está manchada con demasiada sangre; por lo tanto, hay que inventárselo todo de nuevo, acometer una gigantesca operación de utilización de los restos, los de Juan Negrín como los de los panchos villas, los de Durruti como los de la Pasionaria, los de Carrillo como los de Prieto, los de Pablo Iglesias como los de Juan Goytisolo. "Los grandes cementerios bajo la luna".

Un poco de historia

El difunto "movimiento obrero organizado", ese "cadáver que apesta de la boca", como escribieron los situacionistas, otro muerto que la izquierda pretende resucitar, fue conquistado poco a poco por el marxismo. Los que se interesan por la historia contemporánea saben que en siglo XIX era esencialmente un movimiento sindical, con la AIT. En un primer momento Marx y sus discípulos no dominaban ese movimiento obrero, que se basaba en el principio de la lucha de clases, que era bastante variopinto y que en muchos países dominaban los bakuninistas. Una de las muestras de que la Internacional Comunista se apoderó de todo (después del golpe bolchevique de 1917): de las planes, de los símbolos, de la Historia, y de las cárceles, se demuestra con un hecho que puede parecer nimio pero que considero simbólico: el Manifiesto comunista, de Carlos Marx, porque Engels se limitó a poner el café, se ha convertido para todos, incluso para historiadores críticos e inteligentes, en el Manifiesto del Partido Comunista, cuando en 1848 no existía el menor partido comunista. Fue una de las mil maneras que utilizó fraudulentamente la Internacional Comunista para apoderarse del pasado, como pueblerinamente intentan hacerlo Zapatero y su Gobierno.

La AIT, que fue, no la única, pero sí la más importante de dichas organizaciones decimonónicas, estaba realmente compuesta por obreros y artesanos, con algún maestro o intelectual para escribir los textos y definir "la línea". Si sus aspiraciones socialistas (con muchas discusiones sobre lo que era el socialismo) era evidente, sus reivindicaciones eran muy concretas: salarios, horarios (la jornada de 8 horas movilizó a millones de trabajadores), condiciones de trabajo, etc. O sea, reivindicaciones sindicales. Y si se leen hoy aparecen como excesivamente moderadas. Por ejemplo, Carlos Marx, en su Manifiesto comunista, propone transformar el trabajo de los niños, pero no habla de suprimirlo.

Una cosa importante les distinguía de los sindicatos y partidos obreros, no de los actuales, puesto que ya no existen, pero sí de los de ayer: su internacionalismo. La famosa chorrada de Marx: "Los proletarios no tienen patria" (¡y tanto que la tienen!) dominó los fundamentos de la AIT y de las siguientes internacionales obreras. En palabras, en consignas, no en los hechos.

Fue poco a poco que la organización, digamos clásica, del movimiento obrero se fue imponiendo: el partido de vanguardia, el partido-guia, en la cumbre, luego su correa de transmisión, el sindicato, y, en tercer lugar, las organizaciones de masas, juveniles, deportivas, las Casas del Pueblo (o los ateneos libertarios), el Socorro Rojo, los consultorios, las escuelas, etc. Este tipo de organización duró decenios, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y hoy está de capa caída, como todo el resto.

El único país europeo en el que perduró el "espíritu de la AIT", hasta la Guerra Civil, fue España, con la CNT. Los cenetistas rechazaban el Estado como la política, o sea los partidos, las elecciones, las Cortes, los Gobiernos, y hasta la participación del Estado en las negociaciones patronos-asalariados. En diferentes periodos, la FAI intentó, a su manera, desempeñar el papel de partido, el papel de vanguardia, de líder, de guía, de sindicato, pero pocas veces lo logró. De todas formas, si el anarquismo murió mucho antes que el marxismo, y perduró en España como movimiento de masas (la CNT tuvo más de un millón de afiliados), todo esto terminó durante nuestra guerra civil, y claro, no sólo porque los faístas Montseny, García Oliver, etc, aceptaron ser ministros de la República (o sea, de Moscú), sino porque no entendieron nada de lo que estaba ocurriendo. Lo más siniestro del fin de la epopeya anarquista, que tuvo su importancia, es que los residuos, los posos, los grupitos nostálgicos que subsisten se pasan su vida militante exigiendo subsidios del Estado. ¡Del Estado!

Bolcheviques y mencheviques

El predominio del marxismo sobre el "movimiento obrero organizado" resulta evidente desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, o casi. No voy a decir hasta la simbólica "caída del Muro de Berlín", como tantos, porque si se derrumbó el Muro fue precisamente porque el marxismo había fracasado.

Desde sus inicios, el marxismo tuvo diferentes interpretaciones, sobre todo, como es lógico, después de la muerte del Maestro, en 1883. Para resumir, digamos que los discípulos y herederos se dividieron sobre el tema central de reforma o revolución (título, precisamente, de un folleto de Rosa Luxemburgo, partidaria de la revolución pero enseguida radicalmente opuesta a Lenin y a su despotismo totalitario). A finales del siglo XIX y principios del XX los partidos que dominaban eran los socialdemócratas –Lenin fue miembro del ruso–, pero los acontecimientos, sobre todo en Rusia, acelerarían y profundizarían las contradicciones entre reformistas y revolucionarios. Debido a los desastres de la guerra ruso-japonesa, en 1905 estalla en Rusia una sublevación popular, que muchos marxistas ortodoxos calificaron de "ensayo general" de la gran revolución de 1917, que también fue posible debido a una guerra, y menuda guerra, la Primera Mundial. En realidad, dichos acontecimientos se dividen en dos: la revolución de febrero de 1917 tenía verdaderos anhelos democráticos; el golpe bolchevique de octubre fue una contrarrevolución.

Desde entonces, todo cambia en el "movimiento obrero organizado". Lenin habría demostrado, por las armas, que el marxismo revolucionario, y no la reforma, era la solución. Eso es lo que se creen muchos, en todo caso, y los sectores marxistas revolucionarios, o marxistas-leninistas, se fueron imponiendo poco a poco en el movimiento obrero. Pero en absoluto como lo proclama la versión oficial kominterniana, que ha impuesto la idea de que en 1920 los bolcheviques aplastaron a los mencheviques en todos los partidos socialdemócratas europeos y mundiales. (Recordaré que, en ruso, bolcheviques sólo quiere decir "mayoritarios"; y, obviamente, mencheviques alude a los minoritarios). Tomemos el ejemplo de Francia, pero algo semejante ocurrió en España y otros países: el famoso Congreso de Tours del PS hubiera visto la victoria de los partidarios de la adhesión a la Internacional Comunista (cuyas famosas, y hoy voluntariamente olvidadas, 21 condiciones para la adhesión exigían el terrorismo, es decir, un "brazo armado" clandestino, junto a las organizaciones legales); pero si eso fue cierto en el voto de los congresistas, y todo el mundo conoce la habilidad de los leninistas para manipular congresos, fue rotundamente falso en el país (lo mismo, repito, puede decirse de España y de otros lugares). Los PC francés, español, etcétera, siguieron, pese a sus congresos "victoriosos", siendo mencheviques ante los partidos socialistas, en cuanto a número de afiliados, de electores, de diputados, etc. En todos los países europeos donde había partidos socialistas éstos siguieron siendo bolcheviques en el movimiento obrero; hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando todo cambia.

Me resulta, efectivamente, indicativo de la mediocridad humana el que la Segunda Guerra Mundial, y la participación de la URSS en la victoria, lograra borrar durante tantos años la realidad del totalitarismo soviético, la represión leninista que instaura el Gulag, la ultrarrepresión estalinista que abarrotará el Gulag, los llamados Procesos de Moscú y el pacto nazi-soviético, que no fue –¿cuántas veces habrá que repetirlo?– un "tratado de no agresión", sino de colaboración, que tuvo importantes repercusiones en Polonia, los países bálticos, Besarabia... y España, donde los acuerdos secretos Hitler-Stalin favorecieron –¡colmo de ironía! – la victoria de Franco[1].

Para decirlo a vuelapluma, por los años 1945 y siguientes las victorias militares, reales o supuestas, de la URSS sustituyen en el entusiasmo de las masas, y en la reflexión de la élite intelectual europea, a las profundas reflexiones filosóficas sobre el materialismo histórico y el materialismo dialéctico, sobre la importancia fundamental de la abolición de la propiedad privada, sobre la dictadura del proletariado, sobre la planificación socialista de la economía y la poesía de sus planes quinquenales, sobre la superioridad de la ciencia proletaria, etc. Todo ello pasa a un segundo plano, y se admira a la URSS porque ha vencido militarmente (y, claro, sola); y Stalin es su profeta. Jamás lo que ha venido en denominarse "culto a la personalidad" ha conocido cumbres tan estrambóticas como por aquellos años de la posguerra. Yo, lo siento mucho –o nada–, a eso lo califico de fascismo. Y conste que no soy pacifista, pero todavía hay clases. Las virtudes militares son a veces necesarias, pero no son las únicas.

François Furet

"Reuniendo al conjunto de los autores europeos célebres, quienes fueron en un momento u otro del siglo XX comunistas o filocomunistas, fascistas o filofascistas, obtendríamos un Gotha del pensamiento, de la ciencia y de la literatura. Para medir el dominio del fascismo y del comunismo sobre los intelectuales, a un francés le basta observar su propio país, vieja patria europea de la literatura, en la que la NRF de 'entre las dos guerras' marca la pauta: Drieu, Céline, Jouhandeau de un lado, Gide, Aragon, Malraux del otro (...) Los escritores del siglo XX se someten a la estrategia de los partidos, prefiriendo los partidos extremistas, opuestos a la democracia" (François Furet, Le passé d’une illusion, pág. 19).

Hubiera podido elegir otra cita de François Furet, o de Martin Mallia, o de Robert Conquest, ¿y por qué no El opio de los intelectuales de Raymond Aron? Lo que quiero decir, con Furet, es que durante decenios no sólo los escritores, también los filósofos, los economistas, los historiadores, los sociólogos, y hasta los matemáticos, sucumbieron a las más extremistas teorías antidemocráticas, aunque evidentemente también hubo una tan valiosa como minoritaria oposición liberal a esos aquelarres. Lo que puede constatarse globalmente es que había teoría. El "movimiento obrero organizado", que movilizó a cientos de millones de personas por el ancho mundo, que declaró, ganó y perdió un sinfín de guerras, guerrillas e insurrecciones, fue al mismo tiempo una portentosa fábrica de ideología, para decirlo de alguna manera, en la que todas las manifestaciones de la actividad humana, la ideología, la política, la economía, la ciencia, y hasta el arte y la vida privada, fueron analizadas, discutidas y, a fin de cuentas, destruidas, desde el punto de vista de la libertad.

Todo lo que desde 1848, para ponerle una fecha, hasta nuestros días ha movilizado voluntades, continentes, guerras, revoluciones, un millón de libros, y el Gulag, ha pasado a la historia. Nuestros intelectuales revolucionarios, nuestros malditos intelectuales, que apoyaron Auschwitz apoyando el nazismo, y el Gulag e infinidad de otros campos de exterminio, en China, Camboya, etc., apoyando el comunismo, tan cultos y humanistas los unos como los otros (¿por qué no sería humanista Heidegger, si era humanista Althusser?), terminan hoy en la cloaca.

La ceguera supersticiosa

Dos temas esenciales nutren mi pesimismo: ante la gigantesca revolución capitalista que ha transformado el mundo, si no para bien, sí para mejor, que ha vencido en Rusia, Europa del Este, China, Camboya, Vietnam, etc., ¿qué dicen nuestros intelectuales, nuestros políticos, nuestros filósofos? Nada. Claro que el capitalismo en Rusia o China es un capitalismo bastante inédito y peculiar, porque Rusia tiene un régimen autoritario y China es una dictadura de partido no sólo único, sino además comunista, pero eso no quita que gracias al capitalismo han salido de la miseria, o en todo caso de la penuria, en que les había hundido la abolición de la propiedad privada y la planificación socialista de la economía. En vez de analizar, como a veces hicieron sus antepasados, las consecuencias de este triunfo histórico del capitalismo hasta en la sala de máquinas de la más poderosa potencia anticapitalista del mundo, nuestros intelectuales y políticos de izquierdas se limitan a proferir sofismas como "Economía de mercado sí, sociedad de mercado no", "Economía social de mercado" o "Economía de mercado sí, capitalismo no" (¿?). Se atreven a manifestar nostalgia de la URSS y a condenar "moralmente" al "Gran Capital", no ya basándose en los escritos de Marx, Lenin o Trotski, ni en la experiencia catastrófica del totalitarismo (sería pedir peras al olmo), sino en alguna declaración del papa Juan Pablo II, o en algunos nimios problemas de funcionamiento (cuando tu coche no funciona lo llevas al garaje, no lo dinamitas), como Enron en los USA, o la Société Générale en Francia, o la trama de tramposos con Hacienda en Alemania, etc. No sólo son grotescos, sino que se equivocan profundamente: lo que la mundialización necesita no es menos capitalismo y más controles, sino todo lo contrario, más capitalismo libre y popular. En Europa, el único partido que no está metido en ese callejón sin salida es el New Labour de Tony Blair (bueno, y algunos partidos socialistas escandinavos).

Pero lo más repelente y a la vez lo más peligroso es la ceguera voluntaria de la izquierda ante el peligro islámico, bajo concepciones falsamente democráticas e igualitarias, como ésa que dice que un moro musulmán es tan ciudadano como un andaluz católico, por ejemplo. Y lo es, salvo si pone bombas; y las ponen cada vez más. Las manifestaciones de ese peculiar buenismo son múltiples: en España tenemos la alianza de civilizaciones y mil aquelarres más, y se contempla con benevolencia el proyecto de Al Qaeda de reconquistar Andalucía. En Francia, Bernard-Henri Lévy y otros intelectuales de izquierda proclaman las virtudes universales del humanismo coránico, y cuando Robert Redeker se ve condenado a muerte por el islam radical, la inmensa mayoría de la izquierda, los sindicatos de enseñanza, el PCF, las asociaciones antirracistas, le agreden, le insultan, le escupen: ¡te lo tienes bien merecido! ¿Cómo te atreves a criticar el islam, fascista?

En todas las mezquitas del mundo los imanes proclaman la "guerra santa" y el degollamiento de los infieles, y no pasa nada. De todas formas, bien sabido es que el terrorismo islámico nada tiene que ver con el islam: los atentados los cometen súcubos extraterrestres. Todo esto demuestra un pánico como jamás se ha conocido en la historia, sobre todo por parte de la izquierda y de la extrema izquierda (que aplaude los atentados terroristas y considera a los terroristas como sus aliados objetivos); pero no únicamente por parte de las izquierdas: muchos sectores de la derecha europea comparten ese pánico; para percatarse de ello basta con observar la Casa Vacía, o sea el Parlamento Europeo.

Se me dirá que se evitan atentados y que se encarcelan terroristas. Cierto, porque, afortunadamente, el virus del miedo no ha contaminado aún a todos los Gobiernos, a todos los políticos, ni a los servicios de seguridad y de lucha contra el terrorismo.

Podría pensarse que puesto que la actividad portentosa y la cantidad de obras producidas por el marxismo han conducido a una tal catástrofe, más vale que nuestros socialburócratas actuales no piensen, ya que además se les sigue votando, en ciertas circunstancias y países, al menos. No estoy de acuerdo: como liberal, soy partidario de la alternancia, y siendo así, más valdría que la izquierda fuera inteligente. Además, esta portentosa mediocridad de la socialburocracia hunde los países con Gobiernos socialistas en un estancamiento burocrático y en una pauperización tanto económica como intelectual; y sobre todo –sí, sobre todo– deja nuestras sociedades occidentales indefensas y desarmadas ante el peligro del terrorismo islámico.

La inmensa tragedia del siglo XX parece haberse apaciguado, como si los combatientes, rendidos, heridos, maltrechos, esperaran algo en los hospitales, y aparentemente la pugna izquierda-derecha se limitara a los impuestos. (Sin olvidar la gigantesca aportación teórica de Zapatero, descubriendo los matrimonios gays). La única revolución posible, hoy, es la liberal. Hablaremos.



[1] V. mi artículo "El pacto y la guerra", en el número 32 de esta misma revista.

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