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Raymond Aron, el realista apasionado

Como Raymond Aron escribió de casi todo, también lo hizo sobre la Guerra Civil española. No le gustaban los sublevados contra lo que había quedado de la Segunda República después de la intentona revolucionaria del 34, aunque su apoyo se fue entibiando a medida que los comunistas se adueñaban de los despojos. Ahora bien, tampoco quería que su país se comprometiera en la guerra española. Aron apoyaba con bastantes reparos al Gobierno del Frente Popular. Recelaba que una intervención derrumbara el frágil sistema político francés en el preciso momento en que se reforzaba en Alemania el totalitarismo nacional socialista.

El análisis y la posición son típicos de Raymond Aron. Aron no analiza una situación en función de un criterio ideológico, sino de los datos que la propia situación le suministra. Políticamente, la realidad no se define según la razón o los deseos de las personas de buena voluntad. La realidad política la deciden las relaciones de fuerza. La posición de Aron viene determinada por estas relaciones, no por la preferencia ideológica o sentimental del analista.

¿Maquiavelismo puro? Sí, por el realismo del análisis, y no, porque Aron no pierde nunca de vista dos principios fundamentales. El primero es el patriotismo. Los intereses de Francia condicionan decisivamente la posición preconizada por Aron, más allá de sus simpatías. Éstas, por otro lado, evolucionan según la posición que en el tablero tiene el totalitarismo, llámese nacional socialista o comunista. En el caso de la Guerra Civil española, acaba predominando su recelo ante la principal amenaza que según Aron pesaba sobre Francia: Hitler y su decidida voluntad de poder sobre Europa. Aron intentó que su país ahorrara fuerzas para el enfrentamiento decisivo. La verdad es que no sirvió para mucho.

Raymond Aron había nacido en 1905 en el seno de una familia alsaciana de larga prosapia. Un antecesor suyo había prestado cuidados médicos a Luis XIV, y a él lo educaron en el respeto al Estado, a los valores republicanos, a los derechos de los ciudadanos puestos en primer plano con el caso Dreyfus, resuelto por entonces. Su familia era judía, aunque los Aron, ejemplo de judíos integrados en la Tercera República, no dieron ninguna educación religiosa a Raymond y a sus otros dos hermanos, mayores que él. Aron descubrió su lealtad judía tras conocer el Holocausto, cuando supo que era un superviviente, y en 1967, cuando el pequeño Estado democrático de Israel salió victorioso del intento de invasión de las dictaduras vecinas.

Su padre fomentó su evidente vocación intelectual, y a los 19 años Aron ingresó en la Escuela Normal Superior, donde se forjaba la elite intelectual francesa. Entre los miembros de su promoción están dos escritores comprometidos con el marxismo, Sartre y Paul Nizan, este último desencantado del comunismo y anatemizado por los rojos; Georges Canghilhem, filósofo, y Daniel Lagache, que introdujo el psicoanálisis en la Sorbona. El siglo XX ya había empezado, con la Primera Guerra Mundial, y está claro que las elites que formaba la Normale Sup no eran lo que habían sido hasta ahí.

Aron, que llegó a ser un excelente jugador de tenis, sacó el primer puesto en el concurso de 1928 de agregados de Filosofía, pero no salió satisfecho de su paso por la Escuela Normal. Paradójicamente, quien más apto parecía para el servicio público tuvo siempre la sensación de haber perdido el tiempo. Una vez hecho el servicio militar, y siguiendo la tradicional fascinación de buena parte de la intelectualidad francesa por la cultura germánica, decidió ampliar estudios en Alemania. Allí, en la Universidad de Berlín, se forjarían al mismo tiempo sus raíces intelectuales, con la lectura de Max Weber y Husserl, y sus convicciones políticas.

Aron era un joven de izquierdas, como correspondía a la época, pero de izquierda templada, como le iba a su carácter. Fue testigo de las quemas de libros perpetradas por los nacional socialistas, y comprendió al instante lo que aquello quería decir. A su regreso a Francia publicó un estudio académico sobre la sociología alemana y se esforzó por dar a conocer a sus compatriotas el alcance de la subida al poder de Hitler. Para el joven Aron, que seguía admirando la cultura alemana, no había la menor duda de la naturaleza despótica y expansionista del régimen nacional socialista.

Su tesis doctoral de 1937 –Introducción a la filosofía de la historia– lleva un epígrafe bien claro: Ensayo sobre los límites de la objetividad científica. Aron no se hace ilusiones sobre el sentido de la realidad histórica. A su conocimiento, como al de la realidad vivida, aplicará a partir de ahí un método hecho de escepticismo, distanciamiento y rigor formal. Prima la desconfianza hacia cualquier voluntarismo, hacia todo exceso de entusiasmo. El idealismo y las buenas intenciones no mejoran las cosas, al revés: primero, porque suelen desembocar en el peor de los escenarios, el totalitarismo, y, sobre eso, porque, como escribirá más tarde, “en política hay que ganar, o abstenerse”.

Como Ortega unos años antes, Aron vuelve de Alemania descreído, al borde mismo del relativismo. Su liberalismo es en primer lugar una cuestión de carácter, de método, de lo que Marañón llamó una vez, mucho antes del desprestigio del término, “talante”. También como Ortega, ese liberalismo le lleva a una actitud de espectador, necesitado de tomar distancia con la realidad que le ha tocado vivir. Y, como en Ortega, esa actitud de espectador no es incompatible con la voluntad de aclarar la realidad para él y para sus contemporáneos. A partir de esos años Aron empezará a colaborar en publicaciones periódicas como Combat y Les Temps Modernes. Más adelante hará de sus columnas y sus editoriales en Le Figaro uno de los puntos de referencia de la opinión pública francesa en política interior e internacional.

A diferencia de Ortega, sin embargo, el descreimiento no le lleva a confundirse de enemigo. Desde su paso por Berlín, Aron tendrá bien claro que el tema de su tiempo, por seguir con la referencia orteguiana, es el fenómeno totalitario, o lo que es lo mismo, la supervivencia de las democracias liberales. Y aunque, como Ortega, Aron se vuelca en el periodismo y en el análisis de la actualidad a partir de una reflexión filosófica personal, el compromiso con la actualidad tiene siempre en cuenta las consecuencias de la acción y la responsabilidad específica de quien tiene que tomar las decisiones. Aron no olvidará nunca que no supo qué responder a la pregunta que le formuló un político después de que el joven normalien, de vuelta de Alemania, le expusiera con lucidez y elocuencia el peligro de la Alemania nazi: “Muy bien, y ahora dígame, de ser el ministro, ¿qué haría usted?”

Aron, a diferencia de Ortega, y también de Sartre, su compañero y amigo de juventud, también asume la responsabilidad de sus opiniones, y cuando rectifique, como ocurre cuando se aproxima a De Gaulle después de la guerra, se sentirá obligado a explicar el por qué de su nueva posición. Teniendo como tiene todos los rasgos del intelectual –vanidoso y a veces arrogante, ansioso por ser tenido en cuenta, muy apegado a lo que considera la verdad, obra suya en el fondo–, está bastante próximo del auténtico hombre de acción. Después de enfadarse con Sartre por la mala fe de éste al enfrentarse al totalitarismo, Aron se hace amigo de Malraux, que le fascina por su empaque teatral. Con él llegará a ocupar el único puesto político que ejercerá nunca. Es un puesto de muy segundo orden, que consiste en repartir el papel a los periódicos que vuelven a publicarse tras la contienda.

Aron se peleó con todos los jefes de Estado de su tiempo, salvo con Giscard, de quien, a pesar de eso, se fue alejando cada vez más. Nunca sabremos si hubiera rechazado un ministerio en el caso de que se lo hubieran ofrecido, y menos aún si llegó a desearlo. Su distancia con De Gaulle, en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, le impide también ocupar el puesto de consejero del príncipe, que parecía tan adecuado para un hombre analítico, distanciado y apasionado por la acción como él. Lo más lejos que llegará en esta vía, dirá luego el gran sociólogo Henri Mendras, es a consejero del consejero del príncipe, tras haber tenido por discípulo a Kissinger durante unos cursos que impartió en Estados Unidos.

La voluntad de independencia había quedado clara con su posición antipacifista ante el nacional socialismo alemán. Teniendo fresco el recuerdo de la carnicería de la Gran Guerra, casi toda Europa, y en particular la opinión pública y la clase política francesas, se refugiaba en la política de apaciguamiento. Aron se mostró beligerante desde el primer momento. También era común entonces preconizar el descrédito de la democracia parlamentaria y de la libertad política y económica, como si fueran reliquias de otros tiempos. En contraste, Aron hará de su defensa la gran tarea de su vida.

Hoy en día, cuando muchas de las ideas de Aron sobre el socialismo, la economía de mercado y la democracia han pasado a ser moneda corriente, esta elección resulta consistente con la actitud cauta e incluso desconfiada que traducen sus reflexiones. Pero hacía falta un temperamento de hierro y una voluntad a toda prueba para no seguir la misma senda emprendida por casi toda la inteligencia europea tras la crisis del liberalismo.

En una nueva muestra de prudencia, Aron, tras el colapso de la Tercera República y la ocupación de Francia por el ejército alemán, se negó a condenar el régimen de Pétain. Eso no le impidió negarse a colaborar, salir para Gran Bretaña, instalarse en Londres y ponerse a trabajar con las Fuerzas Francesas Libres. De su independencia personal da buena muestra la distancia que mantuvo con De Gaulle –quien dijo de él más adelante, con razón, que nunca fue gaullista–, y también con los economistas austriacos exiliados, en particular con Hayek, a quien tuvo ocasión de tratar.

En el fondo, Aron da muestras de la misma desconfianza ante el primero y ante los segundos. A De Gaulle –aunque Aron siempre reconoció el papel esencial de los grandes hombres en la historia– le reprocha su personalismo, su proclividad a una forma de caudillismo. A Hayek y a los economistas liberales austriacos les critica su utopismo, la voluntad de explicar y construir una sociedad confiando casi exclusivamente en la capacidad del ser humano para adoptar decisiones racionales. Desde esta perspectiva, Aron está lejos de una posición estrictamente liberal o libertaria. Concede una gran importancia al Estado; nunca precisó con claridad los límites de su acción y siempre pensó que una democracia moderna, como la Francia de la Quinta República, puede sobrellevar, e incluso requerir, altas dosis de terapia socialdemócrata.

Aron es un liberal a la francesa, de la estirpe de los doctrinarios templados y reformistas de tiempos de la Monarquía de Luis Felipe. Lo es más precisamente al modo de Tocqueville, a quien contribuyó decisivamente a rescatar de la marginación en que lo mantuvo el republicanismo y a quien situó otra vez entre los grandes pensadores políticos franceses. Como para Tocqueville, también para Aron la forma esencial de la política –y de las sociedades– modernas es la democracia. Y así como Tocqueville advirtió pronto el peligro de la “suave tiranía” que amenaza las democracias, también Aron comprende que la ausencia de valores es el gran peligro para las sociedades que, siendo democráticas, pierden el rumbo de la libertad. Por eso Aron, como Tocqueville, preconiza el cultivo de la virtud entre la ciudadanía.

Aron –tan fascinado por Marx como por Tocqueville– retoma el análisis marxista sobre las libertades formales y las libertades reales. Para que una sociedad sea plenamente democrática y libre no bastan, como dijo Marx, las “libertades reales”. Ahora bien, las consecuencias que Marx deduce de esta afirmación son exageradas y erróneas. La exageración y el error proceden de la soberbia “prometeica” de Marx, que le aleja del análisis minucioso y contrastado de la realidad y le conduce a elaborar una teoría de la historia a partir de unos datos erróneos.

La revolución que debía conducir el proletariado a la emancipación final de la humanidad ha degenerado en el infierno totalitario allí donde se ha intentado. Y allí donde no se ha implantado el socialismo real, la revolución es una fantasía inaplicable con poder, exclusivamente, para la destrucción.

De la primera constatación se deduce la fidelidad al principio antitotalitario que Aron mantendrá después de la Segunda Guerra Mundial. Esa fidelidad, que ya le había llevado a romper con su antiguo camarade Jean-Paul Sartre, le conduce en la posguerra a la marginación dentro de la clase intelectual francesa. Aron es de los escasísimos intelectuales radical y firmemente anticomunistas de esos años, cuando el marxismo llegó a ser el pensamiento único por excelencia. Acosado, calumniado, desprestigiado por los ataques personales a los que la izquierda ha recurrido siempre a falta de mejores argumentos, Aron mantiene firme la bandera de la libertad desde la tribuna de Le Figaro, periódico burgués por excelencia donde empezó a escribir en 1947, y luego de la revista L’Express y también desde Commentaire, una de las grandes revistas críticas europeas.

También contraataca con un panfleto demoledor, El opio de los intelectuales (1955). Aron da la vuelta a Marx y habla de la doctrina que de él deducen los intelectuales marxistas como de una peculiar religión, hostil a cualquier comprobación racional o empírica. La argumentación de los mandarines marxistas contra las sociedades burguesas no es, además, democrática. Defienden privilegios y una forma de libertad sólo posible en las sociedades premodernas, justamente las que Tocqueville llamaba aristocráticas.

Esta crítica de los intelectuales marxistas se prolonga luego ante los acontecimientos de la llamada “revolución” del 68, ante la cual mantiene una crítica tan implacable como ante los comunistas y los compañeros de viaje en años anteriores. De no haber mediado Glucksmann, probablemente le habrían quemado su despacho en la Sorbona con gasolina. Tal vez recordando las quemas de libros en Berlín, llamó “bárbaros” y “nihilistas estetas” a los “revolucionarios”. Con ellos empezaba la tiranía prevista por Platón cuando se desploman los principios de la verdadera autoridad. La “seudo revolución” ponía de manifiesto la fragilidad de las democracias, regímenes y sociedades plurales que reposan sobre tensiones que tienen que canalizar si quieren sobrevivir. Corroboraba, por otra parte, lo que había dicho antes sobre los intelectuales, completamente ajenos a los valores de los “trabajadores”, cuyo objetivo último no es emancipar a la humanidad en la disolución de la sociedad de clases y el final de la Historia sino, mucho más prosaicamente, convertirse en burgueses.

Se ha dicho que Aron no entendió el impulso democratizador que subyacía en el malestar difuso expresado en mayo del 68. Con la perspectiva que da el agotamiento del ciclo vital de sus protagonistas, ha quedado corroborado su análisis acerca de la actitud estrictamente negativa de aquellos señoritos narcisistas con vocación de funcionarios. Los hechos inmediatos demostraron, por otra parte, la justeza del análisis político. Como Aron había previsto, hubo un renacer momentáneo del gaullismo abocado a un callejón sin salida.

Aron dejó la Sorbona y acabó impartiendo un seminario en el Collège de France, desde una posición un poco marginal con respecto al mundo académico francés, aunque con prestigio suficiente como para que su magisterio influyera decisivamente en pensadores e historiadores como François Furet, Pierre Manent o François Fejtö, que han mantenido hasta ahora la importancia de Francia en las ciencias sociales.

Se centró a partir de entonces en el estudio de la política internacional, insistiendo en la necesidad de defender y conservar los valores de las democracias liberales frente al totalitarismo soviético mediante la profundización del vínculo atlántico. Aron volvía a nadar contracorriente: contra las políticas de distensión preconizadas por los gobiernos occidentales, en particular por Estados Unidos, y contra la autocomplacencia de las democracias europeas, debilitadas, olvidadas del deber, extraviadas en la búsqueda del placer, “brillantes y decadentes a la vez”.

Más tocquevilliano que nunca, Aron analiza en La República imperial (1973) el papel de potencia hegemónica democrática que le corresponde a ese país todavía joven que es Estados Unidos, donde el cumplimiento libre y tranquilo de las leyes permite una democracia auténticamente liberal, a diferencia de lo que ocurre en los países europeos, en particular Francia. La acción de la política norteamericana no está a la altura de las expectativas, aunque la llegada al poder de Reagan, que Aron tuvo tiempo de ver en sus últimos años, matizó en algo su pesimismo. Fue en estos últimos años –falleció en 1983– cuando escribió sus célebres Memorias. Aunque de estilo a veces atormentado y abstruso, siguen siendo una excelente introducción a la historia intelectual del siglo XX justamente por quien vivió en primera persona, como analista y actor, el gran enfrentamiento de su tiempo entre el totalitarismo y la libertad.

Ese es, de hecho, uno de sus legados, el de una crónica diaria, realista y sofisticada de su tiempo. Una monumental antología de sus escritos ha podido ser titulada, con justicia, Una historia del siglo XX. El análisis de la actualidad está basado en un pensamiento que nunca quedó del todo sistematizado, por la marginación de Aron dentro de la universidad francesa pero también por elección propia. Aron el escéptico desconfiaba de los sistemas totales, de cualquier voluntad de encontrar una clave para entender toda la realidad, también de la posibilidad de elegir entre el Bien y el Mal absolutos.

Eso nunca le impidió tomar partido apasionadamente, arriesgando cada vez su posición, rectificando cuando era necesario, siempre en defensa de unos principios que no perdieron vigencia desde que los hizo suyos, en plena marea totalitaria. La lectura de sus ensayos y sus artículos lleva siempre a preguntarse qué pensaría Aron de los problemas y los conflictos actuales.

Dijo que los europeos querían salir de la historia con letras mayúsculas, la que se escribe con sangre, pero que el problema consistía en que cientos de millones de personas están empeñadas en entrar en ella. ¿Qué habría dicho de las consecuencias de los atentados del 11 de marzo en Madrid? Afirmó que el problema de la Comunidad Europea era que quería al mismo tiempo respetar los Estados y superarlos. ¿Qué habría escrito de la turbia conciencia que ha llevado a dos grandes países europeos a votar exactamente lo contrario ante un mismo asunto, como ha sido la ratificación de la llamada “Constitución europea”? Condenó la guerra de Argelia, pero apoyó la intervención en Corea. ¿Qué habría pensado de la intervención en Irak y del proyecto de imperialismo democrático que caracteriza ahora a Estados Unidos?

Si se quiere ser fiel a Aron, las respuestas siempre habrán de ser matizadas y complejas, aunque claras e inequívocas en el fondo. Es un buen ejercicio. Difícil.
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