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La globalización. Una perspectiva histórica

La creciente integración de la economía internacional se describe como una muestra palpable del éxito a escala planetaria de los ideales del liberalismo económico. En un mundo con libre circulación de bienes, personas, servicios y capitales, el poder de los gobiernos se ve más limitado y el de los ciudadanos y el de las empresas aumenta. A través del voto con los pies es posible escapar de aquellos países cuyas políticas reducen la riqueza y la libertad de los individuos hacia otros lugares más favorables. Asimismo, la libre circulación de capitales permite una más idónea asignación del ahorro mundial y, a la vez, constituye un mecanismo de control de la calidad de las políticas y del marco institucional interno.

Al mismo tiempo, el libre comercio hace posible a cada país especializarse en la producción de aquellos bienes y servicios en los cuales tiene ventaja comparativa y, de esta manera, elevar su eficiencia y el bienestar de la población. Todas estas afirmaciones tienen parte de verdad, pero no toda. La movilidad de factores, sobre todo el trabajo, no es total y el poder disciplinante de los mercados financieros es relativo, como muestra la reciente experiencia internacional. Aunque es cierto que el mundo de finales del siglo XX, está más integrado que hace dos o tres décadas, no lo es que la globalización actual sea un hito desconocido en la historia y que los gobiernos hayan perdido su poder o lo hayan visto reducirse de una manera substancial. La integración económica internacional se incrementó de forma espectacular en los cincuenta años previos al estallido de la I Guerra Mundial. En muchos sentidos, el grado de interconexión de los mercados mundiales fue mayor en los años dorados del libre cambio (1870-1914) que en nuestros días. Los motores de ese proceso fueron como ahora la reducción de aranceles, una elevada innovación tecnológica que permitió caídas drásticas en el tiempo y en los costes del transporte y la emergencia de nuevos mercados. La globalización se vio acompañada por la convergencia en los precios de los productos básicos. En el período anterior a la Gran Guerra, el crecimiento del comercio mundial (3,5%) superó ampliamente el del producto real (2,7%). La participación de las exportaciones en el PIB alcanzó su punto máximo en 1913 y no volvió a alcanzar esos niveles hasta 1970 y el grado de apertura exterior era muy considerable.

También era muy alta la integración de los mercados de capital. Entre 1870 y 1913 se produjo un enorme flujo de capitales desde los países de la Europa Occidental hacia América, Australia y otras áreas emergentes. En el siglo xix, un lector de The Economist podía invertir en los ferrocarriles norteamericanos, en las minas de oro sudafricanas, en bonos del gobierno egipcio, en guano peruano y en otros muchos más activos. El tendido del cable trasatlántico en 1866 redujo el tiempo de las transacciones internacionales de aproximadamente diez días a sólo unas horas.1 Gran Bretaña llegó a registrar salidas de capital equivalentes al 9% del PIB y esos flujos fueron similares en Holanda, Francia o Alemania. Estas magnitudes son semejantes a los superávit máximos por cuenta corriente (4-5% del PIB) alcanzados por Japón y Alemania en los años ochenta de este siglo. Los saldos de la balanza por cuenta corriente en relación al PIB2 permiten comparar el alcance de los flujos netos de capital entre 1870 y 1990.

Otro indicador de integración financiera, el diferencial de tipos de interés, muestra también el considerable grado de interconexión entre los mercados de capitales. Este diferencial es cero si la movilidad del capital es perfecta y se desvía de cero en presencia de costes de transacción, riesgo político/cambiario y otras variables. En la actualidad, la convergencia entre los tipos de interés es similar a la experimentada antes de la I Guerra Mundial. Como puede observarse en el siguiente gráfico, el diferencial de tipos de interés entre el mercado norteamericano y el británico se situaba a mediados de los años noventa en niveles similares a los registrados a finales del siglo XIX. La rápida globalización de la economía internacional a lo largo del siglo XIX se vio acompañada por una convergencia de los niveles de vida dentro de los países de lo que hoy constituye la OCDE. Esa dinámica operó entre 1850 y 1914 y tuvo su origen en el desarrollo del libre comercio y en un gigantesco movimiento migratorio. La convergencia se detuvo entre 1914 y 1950, etapa definida por la destrucción del sistema económico y financiero internacional a causa de dos guerras mundiales, de la desaparición del patrón oro y de las medidas proteccionistas implantadas por los estados. La interconexión de los mercados globales lleva a una convergencia en los precios de los factores y bienes comercializados internacionalmente. Los países tienden a incrementar la producción y la exportación de los bienes intensivos en el factor de producción más abundante (más barato). En el siglo XIX, los estados europeos más pobres exportaron fuerza laboral a las áreas emergentes. Esto mejoró las condiciones de vida de los trabajadores continentales. En el Nuevo Mundo, la fuerza laboral creció en un 49% entre 1870 y 1914 y se redujo en Europa en un 22%. Al disminuir la oferta de mano de obra en la vieja Europa, su precio subió. Al mismo tiempo, la vigorosa expansión de la productividad en las economías emergentes permitió mantener un aumento de los salarios reales. Así pues, en el plano social, la globalización no fue un juego de suma cero. En la actualidad, el fenómeno de la emigración masiva no tiene parangón con la situación registrada en el siglo XIX.

A la vista de los datos no es muy riguroso afirmar que el nivel de apertura exterior es ahora muy superior al que existía hace un siglo y es del todo erróneo sostener, como se verá a continuación, que la globalización se traduce en una caída de la renta de los trabajadores menos cualificados. Por el contrario, la teoría económica y la evidencia empírica muestran la existencia de una estrecha correlación entre la apertura exterior de una economía, su crecimiento y la elevación de los niveles de vida de los ciudadanos. Los gritos contra la globalización lanzados en Seattle por las ONG, esas singulares instituciones que obtienen el grueso de sus recursos de los gobiernos a los que insultan, sólo pueden obedecer a dos razones: la primera a una profunda ignorancia; la segunda, a un inconsciente deseo de que la pobreza se perpetúe en las economías subdesarrolladas para seguir explotando la situación.

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