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La crisis europea y el Estado de Bienestar

Texto basado en el discurso que pronunció el autor el pasado 22 de octubre en en la cena aniversario del Instituto Libertad y Desarrollo (Santiago de Chile).

La Europa emergente y la Europa decadente

Me han encomendado una tarea difícil, porque hablar de Europa es hablar de muchas cosas. Europa tiene muchos rostros, es muy diversa, y hay que decir, en primer lugar, que no todo es crisis en Europa. Existe también una Europa emergente, aquella que algún día formó parte de la Unión Soviética o de su órbita. De hecho, según el Informe de Perspectivas Económicas Mundiales del FMI de este mes de octubre, los nueve países europeos que formaban la Unión Soviética[1] encabezan el pronóstico de crecimiento para el Viejo Continente en 2013, con tasas que van del 3 al 5,5%. Esto, además, no es cosa de un año aislado, sino que viene produciéndose desde hace algún tiempo, lo que indica el gran potencial que esos países están desplegando al entrar en la órbita de las economías de mercado. Factores como la abundancia de recursos naturales, la calidad de la fuerza de trabajo, unos salarios fuertemente competitivos y unos niveles comparativamente bajos de regulación corporativa ayudan a explicar estos notables índices de dinamismo económico, a pesar de las deficiencias institucionales, bien conocidas, que caracterizan a muchos de esos países.

También existe un interesante y prometedor polo báltico de crecimiento, que agrupa a los propios países bálticos, Polonia, la región rusa de San Petersburgo, la parte norte de Alemania, Dinamarca, Suecia y Finlandia. Aquí se da una combinación muy dinámica de capital abundante y tecnología de punta –Alemania, Suecia o Finlandia– y sociedades enormemente abiertas a la inversión y al cambio –las bálticas–. Esto forma parte de uno de los hechos de mayor trascendencia futura que se están produciendo en Europa: la notable reorientación del área germano-nórdica hacia el este del continente, que vuelve así hacia lo que podríamos llamar su destino secular, pero ahora no bajo formas de expansionismo militar sino por medio de la cooperación económica[2]. Ello viene a poner fin al sustrato geopolítico de la anomalía histórica que en cierto modo fue la Unión Europea original, producto de una Europa dividida por el Telón de Acero y una Alemania Federal volcada hacia el oeste. La reordenación de la Europa poscomunista es el tema más interesante del futuro del Viejo Continente, pero no me detendré en ello.

Junto a esta Europa emergente está la que acapara nuestra atención por las sorprendentes y deprimentes noticias que de allí emanan; una Europa decadente que podemos equiparar a la Unión Europea de los 15 (UE-15) o, en términos latos, a Europa Occidental. Allí también encontramos matices e incluso algunos países de éxito relativo, como Suecia, pero lo que predomina es la tendencia al estancamiento y, en algunos casos connotados, al padecimiento de profundas crisis económicas, sociales y políticas. La Zona Euro, hoy en recesión, es el epicentro evidente de esta tendencia, con sus crecientes problemas, que se han ido extendiendo con fuerza desde países periféricos pequeños y de una importancia económica limitada, como Grecia, Irlanda o Portugal, a naciones de un peso económico considerable, como España o Italia. Incluso Alemania y Francia, es decir, los pilares mismos de la Unión, muestran hoy signos claros de contagio de la euroepidemia.

Crisis europea y progreso global

Entender las razones de fondo de estas turbulencias en una zona que parecía predestinada a la prosperidad y que hasta hace no mucho se autoproclamaba ejemplo encomiable de estabilidad y progreso es un ejercicio importante para todos aquellos que no quieran que sus países se vean abocados a un futuro semejante. A este respecto, lo primero que hay que decir es que lo que allí ha ocurrido no ha ocurrido de repente. Crisis tan profundas como la que se está viviendo en gran parte de Europa Occidental son producto de un largo periodo de acumulación de problemas y debilidades que finalmente, cuando se produce algún acontecimiento puntual desencadenante, como la crisis financiera del 2008, dan origen a una situación de crisis generalizada.

Esto es importante recalcarlo, ya que existe la tendencia a explicar lo acontecido por causas externas o coyunturales. En términos demagógicos, y lamentablemente con un profundo impacto entre amplios sectores sociales, se habla de "los mercados", el “capitalismo salvaje” o el “neoliberalismo” como causantes de los problemas de Europa. Sin embargo, si algo así fuese cierto, prácticamente todo el mundo debería estar sufriendo problemas mucho más graves que los que caracterizan a Europa Occidental, con sus economías altamente reguladas y sus grandes Estados, que gastan en torno al 50% del PIB. Pero esto no es así. La crisis actual coincide con las sociedades democráticas menos neoliberales que puedan imaginarse, es decir, más reguladas y con Estados más abultados[3]. En suma, se trata de una crisis del modelo europeo-occidental de sociedad, si bien su punto de arranque fue la crisis financiera iniciada en Estados Unidos en 2007-2008.

Esto se hace aun más evidente al constatar la vitalidad económica del llamado mundo en vías de desarrollo, con niveles de crecimiento realmente notables para zonas tradicionalmente tan problemáticas como, por ejemplo, el África subsahariana. El pronóstico del informe del FMI ya mencionado es muy claro al respecto. Todas las regiones en desarrollo crecerán más del 3,5% en 2013, y algunas –como el África subsahariana, la India o los países del este y el sudeste asiáticos– superarán el 5%. Esto pone de manifiesto un cambio de escena extraordinariamente significativo a escala global: se ha roto aquella cadena de transmisión que hacía que las crisis europeas o europeo-estadounidenses tuviesen devastadoras consecuencias en el resto del mundo. Basta comparar los efectos globales de la crisis reciente con la de 1929-33 para aquilatar el cambio acontecido. Entonces, las periferias del sistema global sufrieron un impacto de mucha mayor envergadura que el que experimentaron sus centros. Hoy esto no es así, lo que se debe a la existencia de nuevos y muy dinámicos centros económicos, como China, que han tomado el relevo como motores de la economía mundial. En suma, el mundo no solo no está en crisis sino que, muy por el contrario, está viviendo uno de sus períodos más notables de progreso, lo que no hace sino acentuar la peculiaridad de Europa y la necesidad de buscar en su propio desarrollo y en sus estructuras las causas de sus males presentes.

Con este cambio global se viene a poner fin definitivo a una era de la historia universal caracterizada por una hegemonía europea sin precedentes. Se cierran así cerca de cinco de siglos que vieron cómo una periferia poco poblada del mundo, Europa Occidental, se elevó al rango de potencia mundial indiscutida, conquistando, transformando y haciendo, en cierta medida, "a su imagen y semejanza" el resto del mundo. Hoy se cierra ese sorprendente paréntesis en la marcha de la historia universal, volviendo sus ejes a estar en las grandes naciones asiáticas, que en razón de sus notables concentraciones poblacionales habían sido los centros naturales del mundo tradicional. Por ello, lo que hoy ocurre, que no es otra cosa que la marginalización creciente de Europa Occidental en la escena mundial, es un cambio que afecta a mucho más que la economía de esa región: llega a conmover las bases mismas de una identidad europea concebida a partir de su indisputada primacía global. Europa debe hoy volver a asumir su pequeñez, y ello no es tarea fácil para quien durante siglos fue la gran prima donna de la escena global.

De la euroesclerosis a la crisis

Para entender lo ocurrido hay que recorrer unas cuantas décadas de desarrollo europeo o, para ser más concretos, al menos aquellas posteriores al primer shock del petróleo de mediados de los años 70, que puso fin al pleno empleo en Europa Occidental e inició una larga era de crecimiento lento en la región. Tal vez el lector recuerde que ya a fines de los años 70 se acuñó el concepto de euroesclerosis[4], que apuntaba a las dificultades de Europa Occidental para adaptarse dinámicamente a un nuevo entorno global en rápida transformación. Europa reaccionaba lenta y, sobre todo, defensivamente frente a los cambios, tratando más bien de defender lo que tenía que de buscar lo que podía llegar a tener. Sus grupos de poder, entre los cuales los sindicatos, así como las asociaciones profesionales y empresariales, desempeñaban un rol destacado, optaron por la protección de sus intereses y sus denominados derechos, incluso al precio de altas tasas permanentes de desempleo y un crecimiento comparativamente deficitario. De esta manera se confirmaban una vez más las tesis de Mancur Olson, autor del clásico Auge y decadencia de las naciones (1982), acerca del impacto decisivo de las coaliciones formadas para defender intereses creados en la decadencia de naciones previamente exitosas.

Esta actitud defensiva y conservadora se plasmó en una extensa maraña regulatoria y, sobre todo, en el desarrollo acelerado de grandes Estados intervencionistas, cuya función fundamental era la de garantizar el statu quo y, en especial, una serie de derechos que la población europea supuestamente ya había adquirido de una vez y para siempre. Este fue el denominado Estado de Bienestar, Benefactor o Social, que creció desmesuradamente desde la década del 70 hasta transformarse en el corazón de lo que se conoció como Modelo Social Europeo.

El gran Estado tuvo una serie de características: una enorme capacidad de intervención, regulación y protección de lo existente, pero también se distinguió por los altísimos impuestos que imponía a fin de ampliar su poder sobre la sociedad y su papel de garantizador de una creciente cantidad de derechos y privilegios. De hecho, la carga tributaria en la UE-15 subió de un promedio del 25,8% del PIB en 1965 a un 39,2 en 1990. En 1965, el peso total de los impuestos iba de un modesto 14,7% del PIB en España a un máximo de 35% en Suecia, el país líder en lo que respecta a la expansión del Estado benefactor. En 1990, el peso de la tributación se había más que doblado en España, alcanzando el 33,2%, mientras que en Suecia llegaba al 53,6%. En buenas cuentas, el Estado había pasado a ser el eje de los procesos económicos y sociales de Europa Occidental.

Todo ello llevó a una serie de problemas que se hicieron cada vez más sensibles con el paso del tiempo, como ser la pérdida del incentivo a trabajar o a invertir en educación que se genera cuando los impuestos castigan fuertemente y de manera progresiva a los réditos del trabajo. Pero aún más decisivo en el largo plazo es que las regulaciones defensivas, en particular las relativas al mercado laboral, así como los altos impuestos y la conformación de los mismos, dificultaban y penalizaban severamente el esfuerzo emprendedor de la población europea, su voluntad de crear cosas nuevas, particularmente en el terreno de la nueva economía del conocimiento y la información.[5]

Así, la política económica europea se orientó más a defender y distribuir la riqueza ya creada que a fomentar la creación de nueva riqueza. Se hizo por ello conservadora y plasmó una fuerte aversión al riego. Esta forma de actuar terminó transformándose en una verdadera cultura de la "seguridad ante todo" y de los derechos adquiridos, derechos universales sin una relación directa con el deber o el esfuerzo, donde se pierde el vínculo entre lo que se hace y lo que se logra, entre la responsabilidad individual y lo que se puede obtener de la vida. Todas esas relaciones fundamentales, y los valores sobre los que se fundan, se fueron diluyendo en Europa. Así, el “Viejo Mundo” se hizo realmente viejo y cada vez más incapaz de brindar aquella seguridad que prometía como premio al inmovilismo económico y social.

De esta manera, las nuevas generaciones de europeo-occidentales crecieron dentro de la "cultura de los derechos" y fueron a una escuela que les enseñó que la vida era un juego y que no tenían que preocuparse mucho por el futuro porque existía alguien, el Estado de bienestar, que a fin de cuentas se responsabilizaba de su prosperidad. Estos son los “indignados” que hoy vemos en las plazas de Europa Occidental, pidiendo derechos que ya nadie puede darles. Son las grandes víctimas de las promesas vanas del Estado de bienestar y su desilusión es manifiesta, así como también lo es su creciente frustración frente a lo ocurrido. Nacieron bajo el síndrome del “almuerzo gratis” y el progreso asegurado (por otros), y su embotamiento mental les impide hoy comprender cosas tan evidentes como que todo derecho tiene un costo y aún menos que ese costo se llama deber, esfuerzo duro y cotidiano, responsabilidad personal y voluntad innovadora. Por ello buscan chivos expiatorios, como los mercados, el neoliberalismo o, cada vez más, los malos alemanes, personificados por Angela Merkel.[6]

Ahora bien, para ilustrar más concretamente lo que el desarrollo europeo ha significado en pérdida de capacidad generadora de riqueza bastan dos cifras: 26 son las empresas que se han creado en California desde el año 1975 que están hoy dentro de las 500 mayores del mundo. En toda la Zona Euro, con más de 300 millones de habitantes, sólo una empresa cumple ambas condiciones. Ese es el resultado condensado de unas estructuras y una cultura que no premian el esfuerzo, el emprendimiento, que no aplauden el enriquecimiento legítimo y que hacen de la defensa del statu quo y la redistribución igualitarista su principal afán. Al respecto, quisiera recomendar encarecidamente la lectura del notable reportaje publicado en The Economist el 28 de julio de este año bajo el significativo título de "Les misérables", que no son otros que los nuevos emprendedores europeos. Su pregunta clave es: "¿Por qué Google no fue creada en Alemania?", tal como solía ocurrir hace un siglo con las empresas líderes a nivel mundial. La respuesta es simple: Europa lo ha impedido con su enjambre de regulaciones y sus altos impuestos, así como con su cultura igualitarista, que tanto contrasta con la estadounidense y que estigmatiza el éxito económico legítimo y a quienes lo encarnan[7].

Hay muchos ejemplos similares, como el cerca de medio millón de científicos, técnicos y emprendedores europeos de primera línea que han buscado en los Estados Unidos el lugar donde realizar sus sueños. En el referido artículo de The Economist se habla de los 50.000 alemanes residentes en Silicon Valley o de las 500 nuevas iniciativas empresariales de franceses desarrolladas en la bahía de San Francisco. Este exilio empresarial y creativo de muchos de sus mejores talentos le cuesta a Europa una pérdida significativa de prosperidad (evaluada por The Economist en un 0,5% del PIB anual), y en gran medida explica, lisa y llanamente, el rezago del Viejo Continente. Este es el precio que Europa se impone por seguir fiel a la creencia de que puede mantener su bienestar impidiendo en vez de fomentando el cambio.

Para poder observar con más precisión cómo la Europa estatista frustra sus propias posibilidades de desarrollo podemos hacer notar la discrepancia notable que existe entre los altos niveles de innovación, particularmente en los países germano-nórdicos, y su escaso éxito emprendedor en relación a su potencial. Mirando la estadística internacional de familias de patentes triádicas[8] vemos que países como Suecia, Finlandia, Dinamarca, Alemania u Holanda aventajan a los Estados Unidos en patentes registradas per cápita, situándose en niveles muy altos en perspectiva comparativa. A su vez, Francia o Bélgica no están muy lejos del nivel estadounidense. Esto muestra que existe un potencial innovador que no se realiza en la propia Europa o que, de realizarse, no lleva a éxitos empresariales comparables con los de Estados Unidos o algunos países asiáticos. Ese diferencial es un índice claro de lo que la Europa del gran Estado, el intervencionismo y la sobrerregulación pierde en razón de una organización institucional cada vez más adversa al cambio y el emprendimiento.

La Europa decadente y la Europa en crisis

Ahora bien, este es un resumen muy breve del panorama general de Europa Occidental, pero existen también, como es hoy evidente, grandes diferencias entre los países que la conforman. Simplificando, vemos una Europa del Norte, con sus componentes germano-nórdicos y anglosajones, que sigue manteniéndose a flote y una Europa del Sur en profunda crisis. Hay muchas maneras posibles de explicar esta diferencia. Se trata de culturas e historias que distan mucho unas de otras, pero en este apartado me limitaré a apuntar dos diferencias de fondo absolutamente decisivas: la base productiva y la calidad de las instituciones. En el apartado siguiente destacaré una tercera diferencia de gran importancia que hace al desarrollo mismo del Estado de Bienestar y sus tendencias populistas.

La diferencia en cuanto a la base productiva puede resumirse diciendo que existe una Europa –la germano-nórdica y, en parte, la anglosajona– que participa y puede seguir participando en una especialización internacional marcada por la excelencia productiva, el conocimiento de punta y niveles relativamente altos de innovación. Llamaremos a esta especialización intensiva en conocimiento, para distinguirla tanto de aquella especialización basada en la intensidad del factor trabajo (propia, por ejemplo, de Asia del Sur y del Este) como de aquella intensiva en recursos naturales (bien ejemplificada por América Latina, África y gran parte del Oriente Medio). Por su parte, Europa del Sur ni participa ni tiene posibilidades realistas de llegar a participar en esa especialización intensiva en el conocimiento y la innovación que caracteriza a las naciones del norte europeo. Se trata de economías semidesarrolladas que han llegado, por diversas circunstancias, entre las que se cuenta una notable burbuja de endeudamiento, a gozar de niveles de consumo propios de sociedades más avanzadas que hoy se hacen insostenibles, al no haber una base productiva correspondiente. Su éxito se debió, en gran medida, al desplazamiento de capitales, tecnologías y empresas desde la Europa del Norte hacia un Sur aún competitivo por sus costos laborales y las ventajas que le daba su participación en el mercado común europeo. Basaron por ello su crecimiento en industrias ya maduras tecnológicamente, como la automovilística o la del calzado y las confecciones, y en un desarrollo extensivo de sectores tradicionales y de baja productividad asociados al turismo y la construcción. Hoy, la posibilidad de profundizar o siquiera defender en el mediano plazo esta inserción en la división internacional del trabajo se hace cada vez más difícil por la aparición de grandes competidores dentro y fuera de Europa, junto con el aumento absolutamente autodestructivo de los costos salariales, las regalías laborales y los niveles impositivos en las naciones del sur de la UE. A ello debe sumársele una carga regulatoria que ha combinado la herencia fascista-corporativista de estos Estados con las nuevas regulaciones propias del Estado de Bienestar. Las regulaciones del mercado laboral español son características en este sentido: combinan de manera absolutamente desastrosa la herencia franquista con la deriva prebendaria del sindicalismo socialista hoy dominante.

Demos algunos ejemplos acerca de las notables diferencias que existen dentro de la EU-15 respecto de su potencial como economías del conocimiento y la innovación. Miremos primero el indicador que resume todos los demás en esta materia: la cantidad per cápita de patentes internacionales relevantes o, como se las llama, familias de patentes triádicas. Según las cifras para 2009 de la Oficina Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), los alemanes[9] registraban 6 veces más patentes per cápita que los italianos, 14 veces más que los españoles, 35 veces más que los portugueses y 70 veces más que los griegos. La comparación con Suecia era aún más chocante: los suecos registraban 8 veces más patentes per cápita que los italianos, 19 veces más que los españoles, 48 veces más que los portugueses y 97 veces más que los griegos. Países como Francia o Reino Unido ocupaban, a su vez, una posición intermedia[10].

Podemos profundizar en esta materia utilizando otro de los indicadores más relevantes: la excelencia comparativa de las universidades. De acuerdo al conocido QS World University Ranking, en 2012-2013 no hay una sola universidad italiana, española, portuguesa o griega entre las 150 mejores del mundo, cosa única entre los denominados países desarrollados y que pone en evidencia la debilidad fundamental de los países del sur europeo para sostener sus abultados niveles de bienestar. Finalmente, si miramos el Global Competitiveness Report 2012-2013 del World Economic Forum constatamos la mala calidad del sistema educativo de los referidos países: de un total de 144 países estudiados, Portugal ocupa el 61º lugar, España el 81º, Italia el 87º y Grecia el 115º. Quedan muy por detrás incluso de muchas economías emergentes.

La segunda diferencia de fondo que quisiera destacar se refiere a las instituciones, aspecto clave de todo desarrollo económico y social sostenible, tal como desde hace décadas viene señalando la investigación histórico-económica. Aquí encontramos nuevamente a las sociedades del Sur en una situación que guarda poca relación con el resto de la UE. Esto puede ser constatado mirando diversos rankings internacionales, como el de corrupción percibida de las instituciones públicas realizado anualmente por Transparency International o el ya citado Competitiveness Report, donde la medición de la calidad institucional ubica a Portugal la 46ª posición, a España en la 48ª, a Italia en la 97ª y a Grecia la 111ª (Suecia ocupa la 6ª y Alemania la 16ª; Chile la 28ª).

Estas deficiencias institucionales alcanzan niveles simplemente escandalosos cuando se refieren al sector público, lo que muestra el enorme daño potencial agregado que una expansión estatal puede implicar en países donde lo público y lo corrupto muchas veces son vistos como sinónimos. Me limito a dar dos ejemplos del Competitiveness Report. En malversación de fondos públicos, de 144 países Portugal ocupa el lugar 45, España el 53, Italia el 85 y Grecia el 119. En despilfarro de los recursos públicos tenemos los siguientes resultados: España, 106ª; Italia, 126ª; Portugal, 133ª y Grecia, 137". Es decir, mucho más cerca de países como Venezuela (143ª) y Argentina (136ª) que de Suecia (8ª), Finlandia (9ª), Holanda (13ª) u otros países del norte de la UE. Al respecto, no está de más indicar que Chile ocupa un notable décimo lugar, lo que da buena cuenta de lo que es –junto a su economía abierta, su ejemplar manejo macroeconómico y sus multifacéticos recursos naturales– su gran ventaja comparativa: su excelente calidad institucional.

Estos datos nos muestran con claridad que, más allá de las políticas públicas, los aspectos coyunturales y los monetarios, existen al menos dos Europas dentro de la UE-15, separadas por un abismo estructural e institucional que es decisivo para entender las enormes disparidades respecto de las perspectivas futuras existentes en el seno de la UE y las inevitables tensiones que ello genera.

La crisis y el populismo del Estado de Bienestar

Las diferencias estructurales ya apuntadas no obstan para constatar la existencia de un elemento común en la UE-15: el gran Estado intervencionista y garantizador de una multitud de derechos. Tanto la dinámica como el timing de la crisis europea están directamente asociados al auge y caída del Estado de Bienestar. Esto también explica la intensidad de los problemas en los Estados del sur de Europa, que son aquellos que han llegado más recientemente y con un ímpetu desbocado al gran Estado benefactor. Sin embargo, lo que estas sociedades están viviendo no es, en el fondo, más que una repetición, concentrada y dramática, de las situaciones críticas que anteriormente habían golpeado a las sociedades del norte europeo pioneras en la expansión de las funciones y el peso del Estado[11].

Por ello mismo, las sociedades del norte europeo fueron forzadas a emprender importantes procesos de reforma de sus grandes Estados y de flexibilización de sus estructuras económicas, lo que hoy las hace relativamente más resistentes a los problemas que afectan al conjunto de Europa Occidental. Esto es especialmente notorio al analizar la carga regulatoria gubernamental que afecta a las diversas economías de la EU-15, donde, de acuerdo al Competitiveness Report, países como Finlandia (6º lugar) o Suecia (31º) están entre los países con menor carga, mientras que España (120º) o Italia (142º) se ubican claramente en el extremo opuesto; Alemania (72º) se sitúa en una posición intermedia.

Veamos un poco más en detalle este proceso de desarrollo del Estado de Bienestar, dada su gran importancia para entender la dinámica subyacente a y el timing de la crisis europea. Para ello tomaremos el caso de Suecia, país que aventajó a todos los demás en expansión estatal y que, justamente por eso, se vio abocado hace ya unos veinte años a una grave crisis, muy similar en muchos aspectos a la que hoy viven España, Italia o Portugal.

Suecia experimentó, a partir de los años 60, un crecimiento sin precedentes del sector público. En apenas dos décadas, entre 1960 y 1980, el gasto público se duplicó, pasando del 30% del PIB al 60. A su vez, el empleo público casi se triplicó, y la carga tributaria pasó del 28 al 46% del PIB. El impuesto marginal para las rentas más altas llegó en 1979 al 87%, para estabilizarse en los años 80 en torno al 85%. Al mismo tiempo, aumentaban los subsidios de todo tipo, llegándose a situaciones donde trabajar podía implicar un perjuicio económico[12]. Este desarrollo tuvo una serie de consecuencias inevitables, particularmente manifestadas en un fuerte deterioro del incentivo a trabajar y al emprendimiento. Sin embargo, lo más notable de este desarrollo fue la vulnerabilidad creciente de un sistema fiscal que hacía promesas cada vez más generosas a su población, sobre la base de aquello que en sueco se llama glädjekalkyl, es decir, los "cálculos alegres", bajo la premisa de que los buenos tiempos y el pleno empleo durarían eternamente. Esto creó una dinámica populista en la que gobernantes y gobernados se dejaban llevar por el sendero de las promesas fáciles; se creó una ilusión de seguridad frente a la indefensión o la falta de trabajo que solo podía ser mantenida mientras las situaciones de indefensión o carencia laboral fuesen excepcionales.

Este populismo del Estado de Bienestar –que embriaga naturalmente a gobernantes encantados de poder ofrecer siempre más y mejores regalos (este es el "síndrome del viejito pascuero" o jultomte, como se dice en sueco) y a los gobernados que encantados votan por gentes tan ilimitadamente generosas– está en la base de los excesos que llevan a las sociedades que viven bajo los grandes Estados benefactores de la decadencia paulatina a la crisis súbita. Esto pasó primero en Suecia, luego en otras sociedades del norte europeo y ahora está pasando en las del sur del continente, que han sido las últimas en llegar al ilusionismo del Estado de Bienestar y que se lo han creído con un entusiasmo propio del carácter latino-mediterráneo.

En Suecia la ilusión populista se quebró dramáticamente a comienzos de los 90, cuando el pleno empleo, que había durado casi cinco décadas, se transformó en un alto nivel de paro. El cambio fue producto, como acostumbra a ser en estos casos, de una recesión internacional que puso en evidencia las debilidades acumuladas de las viejas industrias suecas de exportación ante la presencia de nuevos competidores. Esto desencadenó un brusco aumento de la cesantía –que pasó del 2 al 12% en tres años–, que llevó el gasto público a sobrepasar el 70% del PIB en 1973, mientras la recaudación fiscal caía. Ello puso en evidencia el bluff del Estado de Bienestar: sus promesas de seguridad frente a hipotéticas situaciones de carencia o indefensión no pudieron cumplirse justamente cuando más se necesitaban. La seguridad prometida se esfumó cuando el exceso de gasto dio origen a un insostenible déficit fiscal, que llegó a superar el 10% del PIB, lo que llevó a la caída estrepitosa del viejo y tan afamado "modelo sueco".

A partir de entonces se abre un notable proceso de reducción del tamaño del Estado, desregulación, cooperación público-privada y privatización que ha hecho de Suecia la economía de la UE-15 que mejor ha resistido los problemas actuales. Así, el país que encabezó la marcha hacia la debacle del Estado de Bienestar tradicional encabeza hoy el camino hacia su modernización, disminuyendo su tamaño y con ello su vulnerabilidad, rompiendo los monopolios públicos a través de la libertad de empresa y de elección ciudadana, limitando y condicionando los subsidios de todo tipo y tratando de restablecer, mediante rebajas tributarias, los incentivos al trabajo y al emprendimiento.

Crisis de alguna manera parecidas, si bien menos severas, a la de Suecia afectaron a Alemania, Dinamarca, Finlandia y Holanda, obligando a estos países a moderar y hacer algo más dinámicos sus grandes Estados, así como a aliviar su carga regulatoria (especialmente en lo referente al mercado de trabajo) y tributaria. No fueron en sí mismas reformas de suficiente calado como para poder revertir las tendencias al estancamiento anteriormente señaladas, pero les han permitido enfrentar la actual situación en condiciones mucho mejores que las del sur de Europa.

De la euroeuforia a la eurocrisis

La desgracia de los países del sur de Europa es que llegaron al gran Estado benefactor y a la sociedad de los derechos hace no mucho y bajo condiciones que invitaban al desenfreno. El euro desempeñó un papel clave, ya que generó una apariencia de solidez financiera y seriedad fiscal en sociedades que nunca las habían tenido por sí mismas. Ello se conjugó con un momento de recesión en Alemania que presionó las tasas de interés a la baja y creó excedentes de capital invertibles, que se orientaron hacia las periferias del sur (e Irlanda), creando una serie de burbujas –crediticia, inmobiliaria, salarial, migratoria, política y de derechos– que terminó llevando a la bancarrota generalizada que hoy observamos.

De esto se pueden aprender varias lecciones interesantes, no solo sobre los peligros del dinero barato o del populismo del Estado de Bienestar, sino más esencialmente sobre las letales consecuencias del voluntarismo o constructivismo político, como diría Hayek.

El proyecto del euro fue, de comienzo a fin, un designio político que finalmente se impuso contra toda racionalidad económica y, lo que es peor aún, violando los criterios que los propios creadores del proyecto habían diseñado. Al final, el prestigio de algunos grandes estadistas como Kohl, Mitterrand o Chirac forzó una unión monetaria que hoy está tensionando la convivencia entre los pueblos de Europa y poniendo en riesgo la existencia misma de la UE. Milton Friedman resumió muy bien este destino contraproducente del euro en un artículo señero de agosto de 1997, titulado "The euro: Monetary unity to political disunity?", y que por su clarividencia me permito citar:

El impulso hacia el euro no ha tenido motivos económicos sino políticos. Su finalidad ha sido atar a Alemania y Francia de una manera tan estrecha que haga imposible una futura guerra europea. Yo creo que la adopción del euro tendrá el efecto opuesto. Exacerbará las tensiones políticas, al convertir los shocks divergentes, que fácilmente podrían haber sido manejados mediante ajustes en la tasa de cambio, en materias de desunión política. La unidad política puede pavimentar el camino de una unidad monetaria. La unión monetaria impuesta bajo condiciones desfavorables demostrará ser una barrera para alcanzar la unidad política.

De hecho, en mayo de 1998, cuando los países del futuro euro debían demostrar que cumplían las condiciones fijadas por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, solo un país, Luxemburgo, lo hacía. Hoy en día, el único que lo hace es Finlandia. Estas condiciones se referían, entre otras cosas, al déficit fiscal (que no debía superar el 3% del PIB) y la deuda pública (no superior al 60% del PIB), así como a la tasa de inflación (con una variación máxima de un par de puntos porcentuales respecto de los países con un menor registro). En buenas cuentas, se trataba de exigencias alemanas y holandesas cuyo propósito era asegurarse de que el euro no se convirtiese en un paraguas de confianza que permitiese la irresponsabilidad fiscal que se suponía vendría de las economías del sur europeo. Así sería en el futuro, pero hay que señalar que los primeros que rompieron con la regla del déficit fueron nada menos que Alemania y Francia, países que además impidieron que se aplicasen las penalizaciones pensadas para estos casos. Con ello sentaron un precedente simplemente desastroso para el futuro de la unión monetaria, cuyas reglas no han sido desde entonces más que papel mojado: se han relajado o incumplido cada vez que han sido puestas a prueba.

Para las sociedades del sur de Europa el euro significó –ya desde mediados de los 90, cuando se definió concretamente su introducción– poder disponer de dinero abundante y barato, con tasas de interés muy por debajo de las que tradicionalmente debían pagar (11-12% para España, Italia y Portugal, y cerca del 20% en el caso de Grecia en 1995), y que en ciertos casos hacían de facto insignificante o incluso negativo el costo real del crédito. Esto desató una espiral de endeudamiento, en especial de familias, empresas y otros actores privados, que elevó el endeudamiento total a niveles récord. En el caso de España, la deuda total, privada y pública, pasó de representar un 150% del PIB a mediados de los 90 al 400% en torno a 2010 (una tercera parte, deuda externa). Ello posibilitó una expansión sin precedentes del consumo en general y del sector inmobiliario en particular. Lo que conllevó no solo un aumento notable del precio de los inmuebles, también una caída muy significativa de la tasa de desempleo y un aumento vertiginoso de la inmigración. A su vez, el gasto público y las promesas del Estado de Bienestar aumentaron exponencialmente gracias a una recaudación fiscal que crecía rápidamente de año en año. Todo parecía ir de maravillas, pero con credibilidad y dinero ajenos.

Lo más notable del crecimiento así inducido fue su carácter extensivo, es decir, basado en una incorporación de mayores cantidades de factores productivos (capital y trabajo) y no en mejoras de productividad. De hecho, Italia y España registran entre 1995 y 2010 algo tan sorprendente en la historia económica moderna como un crecimiento económico sostenido coincidente con una evolución negativa de la productividad total de los factores. Esto fue acompañado de un alza constante de los salarios y los costos laborales, lo que fue minando la capacidad competitiva de las economías del sur, en particular respecto de la economía alemana, donde se había aplicado una vigorosa política de contención salarial y mejoramiento de la eficiencia productiva desde el Gobierno del canciller socialdemócrata Gerhard Schröder (1998-2005). De hecho, según los datos de la OCDE, los costos laborales unitarios en Alemania eran inferiores en 2008 que en 2000. En cambio, entre 1995 y 2007 ese costo se había incrementado un 30% en Italia, un 40% en España, un 42% en Portugal y un 61% en Grecia.

Este desarrollo llevó a una balanza comercial fuertemente deficitaria en los países del sur de Europa, a la vez que se producían significativos superávits comerciales en los del norte. En 2007 España tenía un déficit comercial correspondiente al 10% de su PIB, y en Grecia el déficit llegaba a más del 14%. Ese mismo año Alemania exhibía un superávit del 7,4% y Suecia uno del 9,2%.

En suma, todos estaban encantados: españoles, griegos, italianos y portugueses consumían como nunca, y –entre otros– alemanes y suecos exportaban como nunca. Todo parecía ir tan bien que la Comisión Europea se permitió decir en mayo de 2008: "Europa se ha convertido en un oasis de estabilidad macroeconómica". El jefe del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, no pudo contener su entusiasmo el 2 de junio de ese mismo año y, en su discurso conmemorativo de la primera década del BCE, hizo mofa de los euroescépticos y llamó a celebrar “el éxito extraordinario” de la nueva divisa.

A pesar de las palabras eufóricas de los dirigentes europeos, la hora de la verdad ya había llegado para la moneda comunitaria. Pronto la Zona Euro se transformaría en ese hervidero de bancarrotas y conmoción social que ha asombrado y preocupado al mundo entero. La propia construcción de la moneda, la falta de seriedad al aplicar las reglas fijadas, el desarrollo dispar de economías estructuralmente muy diferentes que debían ser regidas por la misma política monetaria y los desequilibrios macroeconómicos ya mencionados han desempeñado un papel de primera línea en la debacle de la Zona Euro. Ahora bien, más allá de ello observamos una evolución de la crisis misma que nos obliga a volver una vez más nuestra atención hacia ese gran factor de vulnerabilidad que es el gran Estado benefactor. Lo que definitivamente separa el desarrollo de la crisis europeo-occidental de aquella que con intensidad variable afectó a muchas otras partes del mundo en 2008-2009 es el posterior desencadenamiento de una profunda crisis fiscal, que hoy es el epicentro de los problemas europeos más agudos.

Esta crisis fiscal no es otra cosa que una réplica de lo acontecido en Suecia veinte años antes y sus causas son, en esencia, las mismas. La expansión del Estado y, en especial, de sus promesas, transformadas por la retórica populista en derechos, crean las condiciones del inevitable descalabro de las finanzas públicas en tiempos de recesión económica[13]. Los cálculos alegres que llevaron al Estado de Bienestar sueco a la bancarrota fueron sobrepasados con creces por los Estados del sur europeo, espoleados por políticos aún menos escrupulosos y por votantes deseosos de recibir más y más derechos y prebendas. Así se construyeron generosos sistemas de protección social y pensiones que luego se derrumbaron como un castillo de naipes. Así se ampliaron también las nóminas funcionariales y los partidos políticos –a izquierda y derecha– vieron a sus castas dirigentes dotarse de privilegios realmente exuberantes. El sobrio populismo del Estado de Bienestar nórdico fue reemplazado por una verdadera rebatiña por los derechos y las prebendas. Y aquí no hubo inocentes: todos jugaron a ser vivos y les fue exactamente como al país de la viveza por definición, Argentina.

La evolución de la crisis nos deja una lección más. El gran Estado pierde toda capacidad de actuar contracíclicamente, de acuerdo a la receta keynesiana clásica, cuando se sobreexpande y se convierte en un factor clave de vulnerabilidad económica. Los fuertes déficits que se disparan apenas cambia de signo la coyuntura –especialmente en países con tendencias estructurales a generar altísimas tasas de cesantía, como España– lo obligan rápidamente a seguir una política fiscal restrictiva, algo que hoy se ha transformado en el punto focal de la crisis europea y que genera fuertes reacciones sociales y corporativas. A su vez, cualquier política fiscal expansiva choca con las altas tasas de interés que los mercados exigen hoy a países de bajísima credibilidad crediticia. Actualmente, países como España se debaten en una difícil encrucijada, entre el creciente descontento social y la necesidad de combatir el déficit fiscal a fin de no endeudarse más y parar así el aumento dramático del costo de la deuda. De hecho, cerca de una tercera parte del presupuesto del Estado central español –lo que equivale a unos 38.000 millones de euros– se destinará en 2013 a cubrir el costo de su deuda.

Palabras finales: De la unión a la desunión europea

Hoy en día Europa del Sur está viviendo el despertar traumático del sueño del bienestar garantizado por el Estado y con dinero prestado, pero su despertar manifiesta una diferencia fundamental con lo ocurrido anteriormente en Europa del Norte, donde predominó una tendencia a la unidad, a entender que o estamos juntos y trabajamos juntos o nos hundimos juntos. Ese espíritu, lamentablemente, brilla por su ausencia en los países del sur, donde parece que todos luchan por defender sus derechos aunque ello implique la ruina del país. Esta tendencia a la desunión alcanza ribetes extremos en un país como España, donde la amenaza del secesionismo catalán se ha actualizado de una manera que ha trastocado toda la escena política nacional, transformado la crisis económica en una crisis en que está en juego la existencia misma de España.

Pero la desunión no solo es interna. Lo más lamentable del escenario europeo actual es que se está confirmando plenamente la advertencia premonitoria de Milton Friedman: ese gran proyecto de paz y amistad entre los pueblos de Europa que fue la UE está siendo minado por una crisis donde todos culpabilizan a otros y quieren que el vecino pague, donde los del Sur quieren que paguen los ricos del Norte y los del Norte ven a sus socios del Sur como desvergonzados derrochadores. Esto es una verdadera tragedia porque se está generando una agresividad entre los europeos que es directamente contraria a lo que se perseguía, y en gran parte se había logrado, con la UE. Sin embargo, esto es un resultado lógico de las grandes ilusiones hoy frustradas que creó el populismo del Estado de Bienestar y de haber forzado la Unión más allá de lo que era razonable.

En este contexto, la respuesta de las dirigencias europeas ha sido apostar por lo que se denomina "más Europa", lo que es un eufemismo para decir "más Bruselas”, más euroburocracia y superestructuras alejadas del sentir de los pueblos. Si esta deriva se concreta a costa de la soberanía popular y nacional, la desunión europea no hará sino potenciarse al profundizarse aquel sentimiento, ya tan extendido, de que todo se decide en un lugar distante y fuera de todo control democrático. De ser así, se abrirían las puertas para nuevos populismos y nacionalismos cada vez más agresivos y xenófobos. De esa manera, Europa vería renacer sus viejos fantasmas, aquellos que se creía ya bien sepultados en un pasado que parecía más remoto de lo que realmente estaba.

Este es el sabor amargo y tremendamente preocupante que nos deja la saga europea del gran Estado y el voluntarismo político. Ojalá que Europa sepa reaccionar antes de que sea demasiado tarde volviendo a lo básico: la libertad con responsabilidad, el deber que crea los derechos, el individuo y la sociedad civil como protagonistas insustituibles del progreso social duradero, el emprendimiento como soporte del bienestar. A su vez, la Unión Europea solo encontrará su salvación retornando a aquellas cuatro libertades básicas que en su mejor momento definieron a gran parte de Europa Occidental como un ámbito de libertad y movilidad. Para ello, debe desmontar gran parte de las superestructuras políticas y regulatorias que han terminado sofocando el proyecto europeo. El euro también está entre aquello que, con toda probabilidad, deberá desaparecer para que Europa no naufrague, aunque ello cueste un elevadísimo precio inicial. Como dicen los alemanes y los nórdicos, más vale un final de horror que un horror sin final. Así, lamentablemente, están las cosas por la vieja Europa, y es de esperar que otros no se embarquen en el camino que le ha llevado a sus males presentes.


[1] Rusia, Lituania, Letonia, Estonia, Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, Georgia y Armenia.

[2] Recuérdese el impulso hacia el este que caracterizó a Alemania desde los tiempos de la Liga Teutónica (s. XIII) hasta la II Guerra Mundial. La misma orientación marcó los destinos de Suecia desde la colonización de Finlandia (s. XII) y su notable transformación en el imperio dominante del Báltico, en el siglo XVII, hasta la derrota contra Rusia y la pérdida de Finlandia, a comienzos del XIX.

[3] En la fraseología del neoizquierdismo delirante todo es, sin embargo, neoliberalismo; incluso los Estados europeo-occidentales, a pesar de que su gasto fiscal llega a o sobrepasa la mitad del PIB. Un ejemplo reciente es el texto de Aldo Ferrer en Le Monde Diplomatique (noviembre de 2012, edición chilena) titulado "Neoliberalismo, deuda y crisis en la Unión Europea", según el cual "el relato neoliberal y el Estado neoliberal continúan imperando en el antiguo núcleo de la economía mundial".

[4] El concepto, Eurosklerose, fue acuñado por el destacado economista alemán Herbert Giersch. Con el mismo aludía al creciente retardo europeo-occidental, causado por las regalías excesivas de su Estado social, la sobrerregulación, los mercados de trabajo rígidos y los diferentes cárteles que atenazaban la estructura productiva tanto de Alemania como de sus socios de la Comunidad Económica Europea.

[5] Como se sabe, los emprendimientos en esta nueva economía se caracterizan por su intensidad en capital humano de alto nivel y por ello se ven severamente penalizados no solo por los altos impuestos progresivos a los réditos del trabajo así como de los costos generales de contratación sino también por una orientación de la política tributaria que tendía, de acuerdo a los intereses de las firmas industriales ya existentes, a facilitar las inversiones y, sobre todo, las reinversiones en capital físico concentrando el peso tributario en aquellas firmas que priorizaban al factor trabajo y en los nuevos emprendimientos.

[6] Es notable ver como el tradicional antiamericanismo europeo-occidental se ha transformado en Europa del Sur en un cada vez más evidente "antialemanismo". El malo de la película ya no es el Tío Sam sino el Tío Hans.

[7] El empresario europeo sigue siendo por definición sinónimo del explotador. El estadounidense, por el contrario, es el héroe arquetípico del sueño americano realizado. En el fondo, se trata de dos concepciones del mundo: la socialista y la liberal, la de la igualdad en el estancamiento o la pobreza y la del progreso mediante el riesgo y el éxito personales.

[8] Alude al hecho de estar registradas simultáneamente en Estados Unidos, Europa y Japón.

[9] Alemania ocupa en cuarto lugar en el ranking internacional, después de Suiza, Japón y Suecia.

[10] Recordemos, sí, que parte de este potencial innovadoro no se realizará en Europa Occidental, dadas las trabas que se imponen allí al emprendimiento.

[11] Ya en 1985 la carga tributaria igualaba o superaba el 40% del PIB en Europa del Norte, con la única excepción de Alemania (37,2%). En ese entonces España, Portugal y Grecia tenían niveles tributarios por debajo del 30% del PIB (Italia, 33,6%).

[12] Esto se hizo bastante común entre los sectores de rentas más bajas, donde el salario que se podía llegar a obtener no compensaba la reducción o pérdida simultánea de subsidios más los costos asociados al hecho mismo de trabajar (transporte, vestimenta adecuada, comer fuera de casa, etc.). Este fue un claro ejemplo de aquellas trampas de la pobreza creadas por el Estado de Bienestar, que llevaban a ciertos sectores sociales a preferir no trabajar, o hacerlo de manera informal, en vez de trabajar legalmente. Esta conducta se extendió mucho entre grupos de inmigrantes con familias numerosas y, por ello, con derecho a niveles de subsidio muy substanciales.

[13] En casos como los de España e Irlanda, la expansión estatal no implicó un aumento del peso porcentual del gasto fiscal en relación al PIB debido al rápido crecimiento de este último. Sin embargo, el aumento del gasto público en estos países durante los cinco años que precedieron al estallido de la crisis (55% en España y 75% en Irlanda) supera al de Portugal (35%) y Grecia (50%), para no hablar del resto de la UE-15.

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