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La tropa liberal-conservadora

Lo que sigue es una versión editada del capítulo 4 del libro de José María Marco La segunda revolución americana. Liberales, conservadores y neoconservadores en Estados Unidos, que publicó en febrero de 2007 la editorial Ciudadela.

Dejadnos Solos, una fórmula para la coalición

Todos los miércoles, a las diez de la mañana, se abren las puertas de la Americans for Tax Reform (ATR) en la Calle L, en pleno centro de Washington. En la sala de reuniones empiezan a congregarse hasta cien personas, que se van sentando alrededor de una gran mesa ovalada dispuesta en el centro. En uno de los laterales hay otra mesa cubierta de muffins, bagles, mantequilla y queso para untar. También hay café, en cantidad. La gente está animada, se saluda, muchos traen papeles, octavillas, fotocopias de todos los colores y tamaños posibles, que distribuyen a los presentes o dejan en las sillas vacías.

Los murmullos y las idas y venidas se aplacan cuando el jefe de la ATR, Grover Norquist, toma asiento en la mesa central. La sala ya está llena, muchos de los asistentes se han sentado con su desayuno sobre las rodillas. Otros se han quedado de pie por falta de sitio. Norquist, con un micrófono en la corbata, sonríe abiertamente, saluda a muchos de los presentes, ultima algunos detalles con los miembros de su equipo. Tiene unos cincuenta años, aunque parece más joven. Rubio tirando a pelirrojo, con grandes gafas, no es muy alto ni muy delgado. La cara es un poco redonda y lleva una barba bien recortada. Mira con curiosidad y satisfacción lo que le rodea y sin más preámbulos abre la sesión.

Durante hora y media irán tomando la palabra personas de las más diversas procedencias. Hay activistas anónimos del Medio Oeste, figuras de primera fila del mundo social y cultural, representantes de fundaciones conservadoras y libertarias, miembros de la Cámara de Representantes y del Senado, delegados de la Casa Blanca. Uno de los días en que yo asistí un famoso Premio Nobel se quejó de que su nombre aparecía en las listas de terroristas y tenía dificultades para volar. Una chica muy joven anunció que esa misma tarde se celebraría una reunión dirigida a los becarios políticos residentes en Washington, con la excelente intención de orientarles sobre las consecuencias que podía tener la agitada vida social –es decir, sexual– que suelen llevar estos jóvenes en la capital. En otra reunión Norquist dijo que un gobernador que había anunciado una subida de impuestos –sus palabras exactas fueron que el tal gobernador se encontraba "temporalmente abducido" por los norcoreanos– había recuperado la sensatez y retirado su propuesta.

John Fund, periodista del Wall Street Journal y amigo de Grover Norquist, ha llamado a las reuniones de los miércoles la Grand Central Station de la derecha norteamericana, allí donde se encuentran y se cruzan todos los movimientos, todas las propuestas y todas las ideas. Un participante habitual dijo que cuando iba a los desayunos de la ATR le parecía estar en la barra intergaláctica de La Guerra de las Galaxias. Si esa es la sensación que tiene un norteamericano, para un europeo la ATR es, directamente, otro mundo. La retórica está prohibida. Quien quiera hablar tiene entre dos y tres minutos para exponer una actividad, un problema, una propuesta legislativa. Norquist interrumpe cuando alguien se pone premioso e invita a los asistentes a tomar la palabra después de cada intervención. A veces pide una aclaración, y no siempre se resiste a añadir algún comentario sarcástico. Rara vez pierde el buen humor y la sonrisa. Le gusta que digan que es un revolucionario. Es un activista en estado puro, volcánico e hiperactivo, pero lo es a su manera, siempre cortés, medida y suave. Lo llamaron "el guerrero feliz".[i]

Norquist, nacido en 1956 en una familia de clase media de un suburbio de Boston, se convirtió al anticomunismo tras leer un libro de J. Edgar Hoover, el director del FBI durante la Guerra Fría. Tras graduarse en Harvard empezó a trabajar con la National Taxpayer's Union (Asociación Nacional de Contribuyentes), un grupo de lobby que, entre otras tareas, lleva a cabo la de controlar hasta qué punto los congresistas votan medidas a favor del contribuyente –es decir, de reducción de impuestos– o de la burocracia gubernamental. Las evaluaciones son públicas y están colgadas en su página web: www.ntu.org. Es un sitio muy popular en la Red.

Fue entonces cuando Grover Norquist decidió que dedicaría su vida a evitar que el Gobierno siguiera creciendo, a la reducción de impuestos; a promover, como se ha dicho con algo de exageración, una revuelta fiscal permanente. Fundó su propia organización en 1985, en los años Reagan. Estaba patrocinado por el propio presidente. Norquist era el niño mimado del Partido Republicano, un joven brillante, capaz de articular con rotundidad las ideas de quien había llegado a la Casa Blanca preconizando la reducción del tamaño del Gobierno.

Después de trabajar con Reagan, Norquist colaboró activamente en la redacción del Contrato con América de Newt Gingrich, que permitió a los republicanos recuperar el control del Congreso durante los años de Clinton. Karl Rove se lo llevó luego a Austin, cuando George W. Bush, entonces gobernador de Texas, empezaba a prepararse para las elecciones presidenciales de 2000. Nunca ha dejado de tener un contacto directo con el núcleo republicano forjado en torno a George W. Bush y Karl Rove, otro activista como él.

La ATR se convirtió así en una organización destinada, primero, a evitar las subidas de impuestos y, segundo, a conseguir que los bajaran, al menos una vez al año. Es una institución pequeña. En la sede trabajan unas doce personas y, según The Nation, en 1999 su presupuesto era de algo más de siete millones de dólares, de los que una tercera parte procedía de grandes empresas como Microsoft, Pfitzer, AOL Time Warner y UPS. También contribuían empresas tabaqueras y algunos grupos indios propietarios de casinos. La ATR es un caso especial en el enjambre de lobbistas que pueblan la misma Calle L y la vecina Calle K. Norquist combina sin complejos –aunque no siempre sin problemas– el ejercicio del lobby con la militancia política.

Los célebres desayunos de los miércoles, fundados en 1986, son la más notoria expresión pública de esta labor. Ponen en contacto a gente que jamás se conocería si no fuera en esa reunión. No hace falta exhibir ningún pedigrí para asistir, y de hecho, aunque en teoría se accede por invitación, la reunión está abierta a todo el que quiera acudir. Cualquiera de los asistentes puede hablar con sólo comunicarlo previamente al equipo de la ATR. Luego puede dirigirse directamente, en público o en privado, a algún representante de la Casa Blanca, incluido el propio Karl Rove, que ha asistido de vez en cuando a los desayunos. La filosofía sigue siendo la misma que hace veinte años. Norquist, como entonces, dice que su propósito es reducir el tamaño del Gobierno, o del Estado, a la mitad. Se da de plazo veinticinco años, pero para entonces, insiste, habrá que empezar a trabajar para que en otros veinticinco vuelva a recortarse otro tanto. Le atribuyen la frase de que para entonces el Estado será tan pequeño que cabrá por el desagüe del baño.

Norquist ha negado su autoría, pero le gusta provocar. Suelta en tono de broma, y con cara de no haber roto un plato en su vida, ocurrencias que electrizan por un instante, con un espasmo de escándalo, las desganadas filas de la izquierda norteamericana. Una vez invitó a un desayuno del miércoles a George Soros, el multimillonario que se dedica a causas izquierdistas tras haber hecho fortuna especulando con divisas (también ayudó a Solidarnosc en los tiempos de la represión soviética). Le preguntó cuánto dinero se había gastado para evitar que saliera elegido Bush, es decir, para comprar la Presidencia de Estados Unidos. Veintisiete millones, le contestó Soros. Norquist le dijo que, teniendo en cuenta su fortuna, calculada entonces en 7.000 millones de dólares, era un tacaño.

A los desayunos de la ATR también han acudido algunos de los escasos militantes de grupos gays de derechas. Norquist suele tener contacto con ellos, y en varias ocasiones ha dado una charla ante los Log Cabin Republicans, un grupo gay del Partido Republicano, con lo que consiguió escandalizar a algunos de sus correligionarios. Cuando en el invierno de 2005 se estaban discutiendo en el Congreso las prospecciones petrolíferas en Alaska y las organizaciones ecologistas andaban poniendo el grito en el cielo, un circunspecto caballero comentó que los medios de comunicación de derechas deberían mostrar lo que es en realidad el entorno natural del Polo Norte: una infinita extensión de nada bajo cero.

El despacho de Norquist estuvo un tiempo adornado con escenas de South Park y una foto de Janis Joplin, a la que se aficionó de joven. Ahora que hemos empezado a acabar con la izquierda, suele decir, por fin podemos disfrutar de la música de los 60. En su casa, que tenía algo de cuarto de estudiante universitario, abundaban los carteles del Partido Socialista francés, incluso había algún pequeño busto de Lenin. Su esposa, con la que se casó en la primavera de 2005, ya lo habrá retirado todo cuando se publiquen estas líneas.

Norquist, como Reagan, como Karl Rove y, de forma más voluntarista, como George W. Bush, rebosan de algo que casi siempre le falta a la derecha europea, y más en particular a la de la Vieja Europa: de un instinto innato de la democracia, de la necesidad de luchar por su supervivencia política ante el electorado y no ante las oligarquías de los respectivos partidos; y, además, tienen sentido del humor. Son gente de derechas y gente de su tiempo. Ni rastro del tono de funcionariado tecnócrata –cada país tiene sus matices propios– tan característico de este lado del Atlántico. Los hijos, nietos y tal vez bisnietos de funcionarios y servidores del Estado que sacaron una oposición nada más acabar la carrera universitaria y empezaron a partir de ahí su carrera política no sobrevivirían ni diez minutos en este ambiente abierto y dinámico.

Si algo distingue a la actual elite de Washington es su voluntad de parecer antiwashingtoniana y antiestablishment. Norquist habrá nacido en Boston y será titulado en Harvard. Por si fuera poco, vive al lado del Capitolio. Pero disfruta representando el papel de su vida, el de outsider; más aún, el de outsider –más culto, más refinado, con un matiz ligeramente afrancesado– en la franja de los outsiders.

Norquist y la ATR pusieron a punto un instrumento original: la Promesa de Protección del Contribuyente (Taxpayer Protection Pledge). Es un documento por el que cualquier político se compromete de por vida a oponerse a toda subida de impuestos –para individuos y empresas– y a todo intento de recortar las deducciones. Dice así:

AMERICANS FOR TAX REFORM

Promesa de protección del contribuyente
Yo, ----- , prometo a los contribuyentes del distrito de ----- del estado de -----, y al pueblo norteamericano que:
Uno, me opondré a todas las medidas destinadas a aumentar el impuesto sobre la renta para los individuos y/o las empresas; y
Dos, me opondré a cualquier recorte neto o eliminación de deducciones o abonos, a menos que sean compensados, dólar a dólar, mediante futuras reducciones de impuestos.

Firma Fecha

Testigo Testigo

Como se ve, la promesa debe firmarla, además del político correspondiente, un testigo de la ATR. En su página web, la ATR publica la Galería de la Vergüenza, en la que expone los nombres y decisiones de quienes han incumplido con su palabra.

Es lo que Norquist llama la "reaganización" del partido. Como siempre en Norquist, el movimiento está al servicio de una estrategia. En este caso es la reconversión del republicanismo de un partido de elites financieras y funcionariales, a lo Rockefeller o a lo Bush padre, en un partido que se quiere auténticamente popular, democrático y moderno, un partido pro empresas y pro libertad económica. Bush padre firmó la promesa de la ATR. Por si fuera poco, también pronunció su famosa frase: "Lean mis labios", con la que aseguraba que nunca, jamás, subiría los impuestos. Se sabe lo caro que le costó incumplir aquel compromiso: es de los pocos presidentes que no ha ganado una reelección.

Norquist se enfrentó también a George W. Bush cuando éste, siendo gobernador de Texas, planteó subir los impuestos a las empresas para compensar la reducción de ingresos del estado derivada de un recorte de impuestos sobre la propiedad. Norquist lanzó una campaña de anuncios de radio que consiguió enfurecer a Karl Rove. Al final llegaron a un compromiso, y hay quien atribuye a esta trifulca la decisión de Bush de presentarse como un republicano reaganita, de los que se muestran firmemente partidarios de bajar los impuestos.[ii]

A día de hoy, Norquist da por culminado el trabajo a nivel nacional, con un 95% de republicanos reaganitas entre los congresistas y un 80% entre los senadores. No ocurre así en los propios estados, que ha recorrido incesantemente en los últimos años con el fin de crear una red de organizaciones similares a la ATR. Quiere romper algo que en España conocemos bien: la degeneración de las administraciones públicas estatales –en España, autonómicas–en auténticos cacicatos.

La ATR ha apoyado activamente las tres reducciones de impuestos de la Administración Bush. Pero, como indica su comentario sobre la "reaganización" del republicanismo, Norquist posee una visión más amplia y de mayor alcance que la estrictamente limitada a la "rebelión fiscal permanente". El variopinto grupo que se reúne en los desayunos de los miércoles representa bien lo que el mismo Norquist ha llamado la "Coalición Dejadnos en Paz" (Leave-Us-Alone Coalition).

¿Qué tienen en común la Christian Coalition, la NRA (National Rifle Association, a cuya junta directiva pertenece Norquist), un grupo de empresarios musulmanes, una organización de gays de derechas, una fundación libertaria como el Cato Institute y otra conservadora como la Heritage Foundation? Tienen en común, justamente, su deseo de que el Gobierno les deje tranquilos y no se meta en su vida. Su afán de libertad.

Desde 1994, cuando Newt Gingrich logró detener el proyecto clintoniano de convertir Estados Unidos en una socialdemocracia a la europea, Norquist ha encabezado la estrategia de poner en marcha una gran coalición cuyo objetivo común es la reducción del Estado y la ampliación de la libertad. El instrumento político de esta coalición debería ser el actual Partido Republicano, el de Reagan antes y el de Bush ahora. Todos los miembros de la coalición, por su parte, aunque tienen intereses muy diversos y a veces contradictorios, comparten la misma voluntad de defender y recuperar espacios de libertad frente al intervencionismo de la izquierda y del Gobierno. Como decía la activista republicana y archiconservadora Phyllis Schlafy, a la que Norquist gusta de citar aunque hay entre ellos diferencias más que sustanciales, no hay ningún inconveniente en que cada cual tenga sus propias razones para votar, siempre que vote al buen candidato (al de Phyllis, se entiende).

Antes de las últimas elecciones presidenciales Norquist sostenía que su coalición agrupaba, en teoría, al 60% de la población norteamericana, y que debería ir ganando terreno, dadas las tendencias sociales y demográficas. Cada vez hay más pequeños empresarios, más autónomos, más propietarios de casas y más accionistas en bolsa. Estos últimos son casi el 70% de los votantes. Cada vez hay más gente que posee armas y que opta por la enseñanza privada, incluida la más radical, la homeschooling o educación en casa. Todos ellos tenderán a respaldar la Coalición Dejadnos en Paz.

Ese es el camino que tiene que seguir el Partido Republicano. Por ejemplo, los negros que poseen un mínimo de 5.000 dólares en acciones de bolsa votan republicano en un 20%, frente a sólo un 13% de media en el conjunto de la población afroamericana. Frente a ellos, los sindicalistas, los funcionarios, los antiguos radicales de los años 70 no tienen peso suficiente, incluso son cada vez menos numerosos. Se están haciendo viejos.

Hay otra diferencia sustancial entre un grupo y otro. Que Nos Dejen Solos, dice Norquist, es una coalición "fácil de mantener". A pesar de las enormes diferencias, el objetivo común es consistente y sencillo de entender. También está respaldado por un argumento moral sólido: la defensa de la libertad dentro de la ley. Es una coalición de amigos y aliados. Requiere, eso sí, un liderazgo fuerte, capaz de situar siempre la acción y el discurso en el punto que todos los participantes comparten. De hecho, cuanto más plural sea la sociedad y cuanto más diversa sea la coalición –algo inevitable, dada la naturaleza de la sociedad norteamericana moderna–, más sólido habrá de ser el liderazgo.

La izquierda, en cambio, forma una coalición costosa y difícil de mantener. ¿Por qué? Porque es una alianza, dice Norquist, de "parásitos que compiten entre sí y de utopistas partidarios de la coacción". Como su forma natural de supervivencia es el saqueo de los recursos públicos, están abocados a luchar entre ellos. No son auténticos aliados; son secuaces con un objetivo táctico común. No quieren el poder para ampliar la libertad y la prosperidad de todos. Lo quieren para repartirse el dinero público y el poder político como los vencedores se repartían antiguamente el botín de los vencidos. Aplicada a España y a la alianza de socialistas, nacionalistas y colectivos minoritarios que gobierna desde 2004, la metáfora se entiende muy bien. Al final, acaba gobernando una coalición de grupos minoritarios sobre los intereses de la mayoría. En contra de lo que habían previsto los clásicos liberales como Tocqueville, la democracia termina convertida en la dictadura de las minorías.

Lo que hay que conseguir, sostiene Norquist, es romper esa coalición que no reconoce el bien común. Y una de las formas más eficaces de hacerlo es cortarles los fondos, para lo que son imprescindibles las bajadas de impuestos. Dado que la izquierda moderna entiende la democracia como un régimen de clientelas, si se reducen los fondos públicos los diversos competidores tendrán menos que repartirse. Pronto andarán a la greña para saquear lo que puedan, sin consideraciones para los demás. Así se conseguirá reducir el alcance del Gobierno y acabar con el adversario.

Hace años, en la ATR tenían de mascota una boa constrictor. Como había que alimentarla, de vez en cuando le daban de comer un ratón que llevaba, por un día, el nombre de algún político intervencionista. No siempre era un demócrata.

Norquist no es lo que se dice un intelectual, a pesar de su licenciatura en Harvard y su evidente sofisticación. Pero siempre dice cosas interesantes y que apuntan a varios objetivos a la vez. Expone sus ideas en metáforas bélicas y militares, a las que es muy aficionado, y con frases cortas, tranquilamente, como si fueran verdades evidentes en sí mismas, por utilizar el término de la Declaración de Independencia. Publica una columna mensual titulada "Político" en The American Enterprise Online.

En abril de 2005 se casó con Samah Alrayyes, una palestina musulmana que ha trabajado en el Islamic Free Market Institute, una organización patrocinada por el propio Norquist. Tras la ceremonia civil, hubo una pequeña celebración que presidió el rabino ortodoxo Daniel Papin. La boda causó cierto revuelo en círculos de derechas que no ven con buenos ojos las conexiones de un líder tan destacado con los musulmanes. Pero Norquist ha insistido en que el Partido Republicano no tiene que ceder el electorado musulmán a los demócratas y se esforzó por que los musulmanes norteamericanos (entre dos y seis millones de personas, según las fuentes que se consulten) votaran a Bush en las pasadas elecciones presidenciales.

En otro orden de cosas, la ATR y Norquist han participado activamente en el llamado K-Street Project, que es otra forma, más arriesgada que el recorte de impuestos, de dejar sin fondos a sus adversarios políticos.

K Street y las derivas del idealismo

Washington siempre ha tenido mala fama entre los norteamericanos. Cierto que es una ciudad muy hermosa, cubierta de parques y, en primavera y verano, de flores, que los washingtonianos miman con esmero. Hay gente que deja parte de su herencia para que se cuiden los árboles y las flores de su vecindario. También es la ciudad de los grandes monumentos nacionales. Pero también es la sede de las instituciones gubernamentales, que no tienen tan buena fama en un país que empezó a ser independiente con un movimiento de rebeldía fiscal contra la Corona inglesa: el Boston Tea Party, cuando los bostonianos, hoy tan sofisticados y circunspectos, tiraron al mar –algunos de ellos disfrazados de indios mohawk– la carga de té de un barco inglés –exento, por tanto, de las tasas que debían pagar las compañías norteamericanas– para dejar bien claro que no aceptaban los impuestos de la metrópoli.

Pero además de los parques, los monumentos y los edificios gubernamentales está K Street. Todavía hay gente que recuerda las mansiones ajardinadas que poblaban el barrio, bastante próximo a la Casa Blanca, hace treinta o cuarenta años. Aún quedan algunas, pero más al norte. Hoy en K Street y alrededores sólo se levantan edificios de cemento y cristal, las oficinas de los lobbistas.

Ser lobbista en Washington no es ninguna vergüenza. La actividad está regulada y se basa en la primera enmienda de la Constitución, según la cual "el Congreso no coartará el derecho del pueblo a (…) pedir al Gobierno la reparación de agravios". En buena ley, un lobbista es aquel que representaba a los intereses individuales o de un grupo social frente a un poder gubernamental siempre potencialmente intervencionista, cuando no avasallador. La ATR puede ser considerada una organización lobbista, ya que presiona a los congresistas para que no suban los impuestos. Lo mismo puede decirse de otros grupos, de intenciones más o menos altruistas, como organizaciones medioambientales, de defensa de minorías o de promoción de los derechos civiles.[iii]

Claro que desde el principio los lobbistas sirvieron también para otra cosa. Y no precisamente para detener el avance del Gobierno, sino para aprovecharse de su irremediable tendencia a entrometerse en la vida de la gente. Una famosa novela de Henry Adams titulada Democracy describe cómo Washington se convirtió, durante la presidencia del general Ulysses S. Grant, a finales del siglo XIX, en un auténtico zoco para la compra directa de políticos al más alto nivel. Las sucesivas regulaciones de la actividad de los lobbies, una palabra de uso común en Estados Unidos ya en 1830, intentaron frenar la tendencia a la corrupción. Desde 1876 los grupos de presión deben registrarse en la Cámara de Representantes. Según el analista político Michael Barone, K Street empezó a parecerse a lo que es hoy bajo el mandato de Franklin D. Roosevelt, cuando algunos jóvenes idealistas, hasta entonces apasionados por practicar la ingeniería social a gran escala, se pasaron a la acera de enfrente y empezaron a trabajar para las empresas que podían sacar tajada de aquel maná, tan generosamente bienintencionado.[iv]

Desde entonces todos los partidos que han conseguido la mayoría en el Congreso han acabado contaminados, de una forma u otra, por las consecuencias de unas prácticas que en más de una ocasión traspasan los límites de la legalidad para convertirse en puro y simple soborno. Les ocurrió a los demócratas en los años 50, y perdieron la mayoría en el Congreso. También hubo episodios bajo Clinton. Aunque fue un escándalo de otra clase: 350 congresistas se vieron implicados en 1994 en las corruptelas del banco del Congreso, lo que facilitó la mayoría republicana de ese mismo año. Y ahora está ocurriendo otra vez, con el escándalo provocado por las revelaciones sobre las prácticas de Jack Abramoff.

Jack Abramoff ha sido uno de los grandes lobbistas de Washington, una figura legendaria entre los más de 21.000 que pueblan la ciudad (en 1968 había registrados 62). En los últimos años Abramoff se ha visto encausado en varios escándalos, uno de ellos de estafa a unos clientes indios interesados en que el Congreso autorizara unas licencias para casinos. Abramoff y sus socios les robaron 50 millones de dólares falsificando las cuentas y desviando fondos desde otras organizaciones, supuestamente altruistas, que les servían de tapadera. El joven idealista que llegó a Washington para reducir la influencia y el tamaño del Gobierno acabó robando a sus clientes con promesas de acciones gubernamentales en su favor.[v] En marzo de 2006 fue sentenciado a casi seis años de cárcel y a pagar una multa de más de 21 millones de dólares.

El caso Abramoff también salpicó a algunos miembros del Congreso, aunque en general de segundo rango, y, en 2006, al representante de Ohio Bob Ney, que recibió viajes y otros favores a cambio de su influencia. Pero el gran asunto fue sin duda la relación de Abramoff con Tom DeLay, congresista por Texas, ya encausado por un juez de dicho estado por problemas de financiación en su campaña electoral. En 2006 dimitió definitivamente de su puesto de líder de la mayoría republicana en el Congreso a causa de las revelaciones de Abramoff.

Tom DeLay llegó al Congreso en 1984, en representación de un distrito de Texas que hoy por hoy alberga algunos de los condados más multirraciales y dinámicos del estado y, probablemente, del país. Parecerá mentira, pero se llama Sugar Land (La Tierra del Azúcar), por una antigua fábrica allí situada. Tiene concejales chinos y representantes indios en la Cámara de Comercio. Un 21% de la población es negra, un 20% de origen hispano y otro 11% es oriental. Un diario de California llamó a Sugar Land el anti San Francisco, por su dinamismo, su modernidad y la ausencia de reliquias progresistas, aunque sea un distrito sólo moderadamente republicano. Es, literalmente, los Estados Unidos del siglo XXI.

En 1994 DeLay se convirtió en uno de los líderes del movimiento republicano que Newt Gingrich: el Contrato con América. Gracias a propuestas liberalizadoras y antiintervencionistas, los republicanos ganaron la mayoría en el Senado y la Cámara de Representantes. La victoria se celebró en el Congreso –por la mañana– y –por la tarde– en casa de Norquist.

DeLay también puso en marcha el llamado K Street Project, en el que participó Norquist. Partía de la constatación de que, desde Roosevelt y su New Deal, las empresas tendían a contratar casi en exclusiva a lobbistas demócratas, algo lógico dada la composición del Congreso durante esas décadas y la hegemonía demócrata entre 1930 y 1980. A partir de mediados de los 90 Abramoff y Norquist, los dos militantes desde muy jóvenes del Partido Republicano, se encargarían de que las empresas contrataran lobbistas republicanos. La campaña tuvo éxito, en particular porque los republicanos no perdieron el control de las cámaras, pero DeLay, con una personalidad fuerte, ya de por sí proclive a los problemas, empezó a tenerlos aún mayores a partir de ahí.

Acabaron poniéndose serios de verdad después de que la mayoría republicana del Congreso, y sin que la Administración Bush opusiera la menor resistencia, cambiara la filosofía del 94 por otra de incremento del gasto gubernamental. El caso DeLay es representativo de un republicanismo que en vez de hacer aquello para lo que fue elegido: limitar y reducir el gasto, lo ha ampliado desmesuradamente. Entre 2000 y 2005 el Cuerpo Militar de Ingenieros, por ejemplo, gastó 1.900 millones de dólares, de los que sólo un 4% se utilizó para reforzar diques en malas condiciones. Luego, en 2006, llegó el huracán Katrina, que devastó la ciudad de Nueva Orleans. La plaga más dañina ha sido el aumento de las partidas presupuestarias finalistas, que son las asignadas por el propio Congreso a un uso concreto por parte de cualquiera de los estados. Estas partidas han sido auténtica orgía para algunos lobbistas convertidos, con ciertos congresistas, en saqueadores del Tesoro público para beneficio exclusivo de una parte de sus electores y a veces de nadie, excepto ellos mismos. Es lo que acabó simbolizando el famoso "puente a ninguna parte" de Alaska –un puente que debía comunicar con tierra firme una isla de 50 habitantes–, para cuya construcción estaba prevista una partida de 223 millones de dólares.

Es posible que Tom DeLay no haya salido tan dañado como sus adversarios esperaban. Probablemente se tenderá a una regulación más estricta de las actividades de lobby. No las evitará, dada la tradición norteamericana, y es verosímil que las haga aún más opacas, lo que acabará favoreciendo la corrupción. En realidad, la mayoría republicana tendrá que hacer un serio esfuerzo de renovación de ideas y de liderazgo si quiere seguir conservando, o recuperar, a sus electores –los del siglo XXI– en las elecciones. Norquist, buen amigo de Abramoff, habrá de volver a aplicar a su coalición Que Nos Dejen Solos los principios que la han mantenido en pie hasta ahora. Para "seguir ganando", como gusta de decir Norquist, la coalición deberá demostrar que entre sus objetivos no está el de seguir devorando el presupuesto público. Y tampoco el de tomárselo a beneficio de inventario, como si fuera ilegítimo, puro producto del robo y la coacción.

La fiesta de la derecha

En 1974 se inauguró una tradición en la ciudad de Washington. Cada año, en el mes de febrero, se celebra la CPAC (Conservative Political Action Conference). A la Feria o Conferencia de Acción Política de Derechas acuden todos los grupos políticos que lo deseen… siempre que sean, eso sí, de derechas. "Progresistas, abstenerse", podría ser uno de los lemas de la reunión. En 2005 tuvo lugar en pleno centro de la ciudad, en el gigantesco Ronald Reagan Building, uno de los mayores edificios públicos de la capital. El nombre tiene algo de irónico para la memoria de quien quiso reducir en lo posible el Gobierno, pero también era toda una declaración de confianza. Ocupar un edificio como ese es un auténtico desafío. Pues bien, estaba lleno.

En 2005 estuvieron representados los clásicos, grupos grandes y respetables como el Partido Republicano, la Heritage Foundation o la NRA. Pero también hubo numerosos grupos pequeños que acudieron para ser homenajeados, como el de los veteranos de Vietnam que contribuyeron a hacer naufragar la candidatura de John Kerry, o para darse a conocer, como PFOX (Parents and Friends of Ex Gays and Gays), una asociación que representa y apoya a las personas que, según afirman, han sido capaces de dejar atrás la homosexualidad. Ningún matiz conservador, ultraconservador, liberal o libertario está ausente, desde quienes preconizan la lealtad a la bandera de la Confederación hasta los que quieren prohibir para siempre el aborto o negar cualquier intervención del Gobierno en las relaciones sentimentales entre individuos.

La lista de patrocinadores de la CPAC 2006 constituye de por sí una auténtica guía del movimiento de derechas norteamericano, desde el ultraconservador Eagle Forum hasta un grupo de hispanos republicanos (Republican Nacional Hispanic Assembly), pasando por medios de comunicación como el Washington Times y Tech Central Station y asociaciones de empresarios musulmanes o defensores del uso médico de la marihuana. Un año antes, al lado del puesto de la Heritage estaba el de Walt Disney, con un Mickey Mouse que exhibía orgulloso su lealtad patriótica. Se repartían pegatinas para colocar en los parachoques de los coches, con eslóganes como Fight Crime: Shoot Back ("Lucha contra el crimen: dispara primero") o Evolution is Science Fiction ("La teoría de la evolución es ciencia ficción"). Y hay representantes de toda clase de empresas que venden camisetas, gorras, calendarios, muñecos y cualquier objeto de merchandising imaginable, decorado, eso sí, con banderas, símbolos patrióticos o –¿por qué no? – eslóganes un poco gamberros: Kill a Commi for Mommy, por ejemplo (es decir: "Hazle un favor a mamá: mata a un comunista").

Uno de los puestos más populares en 2004 fue el de la Anti-Clinton Library, la maqueta de un edificio que algunos de los miembros de la "inmensa conspiración de derechas" –Hillary Clinton intentó desacreditar a los adversarios de su marido con estas palabras– decían querer levantar cerca de la futura biblioteca presidencial que Clinton, siguiendo la costumbre de todos los ex mandatarios, estaba construyendo por entonces en su estado natal de Arkansas. Incluía una sala dedicada a las "víctimas de Clinton" y el Hillary Hall of Shame, o Galería de la Vergüenza de Hillary, una parodia de las muchas galerías o museos de la fama (Hall of Fame) que se levantan por todo el país y están dedicadas a homenajear como es debido a los triunfadores en cualquier actividad, desde la música y el deporte hasta las actividades empresariales.

En 2005, unas 4.000 personas procedentes de todo el país se dieron cita en la CPAC. Se divirtieron, claro está, pero también hicieron contactos e intercambiaron experiencias y conocimientos. Muchos de ellos son los que luego, de vuelta a sus ciudades, movilizarán a los electores, organizarán grupos políticos de voluntarios, presionarán a los representantes en el Congreso, en las asambleas municipales o en los consejos escolares y organizarán reuniones incansablemente con el fin de promocionar sus ideas. La inmensa mayoría son jóvenes, y la ACU (American Conservative Union), que organiza la conferencia, se encarga de conceder las becas que permiten acudir a la gente joven, que de otro modo difícilmente podría pagarse un fin de semana en Washington en pleno mes de febrero.

También vienen a escuchar a sus líderes. Habrá quien pueda pagarse –por 400 dólares– una cena con Ed Meese, fiscal general con Reagan y ahora colaborador de la Heritage. Pero muchas de las actividades están incluidas en el precio de inscripción. En su intervención, Grover Norquist propuso que el Partido Republicano se atuviera a la creación de una marca, como Coca-Cola, por ejemplo, y que esa marca fuera la de "el partido que baja siempre los impuestos". La periodista Michelle Malkin presentó un libro que defiende los internamientos de ciudadanos norteamericanos de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Ann Coulter, en una mesa redonda con Matt Drudge, provocó los aullidos de una sala entusiasta, llena a rebosar, cuando habló de Madame Hillary Stalin, y preconizó un "nuevo macartismo" para purgar de progresistas las universidades. La estrategia se basaba en tres acciones: "identificar, atacar, destruir".

El más solicitado fue Karl Rove, el estratega de las campañas electorales de Bush, que animó a sus huestes insistiendo en que lo importante de la victoria de noviembre de 2004 no había sido sólo que Bush hubiera llegado de nuevo a la Casa Blanca, sino cómo lo había hecho. Allí estaba en persona, dando la cara, el tenebroso y maquiavélico consejero del príncipe, pero también el militante dispuesto a bajar al campo de batalla para luchar junto a su tropa, a la que se conoce en persona, casi uno por uno.

Para alguien acostumbrado a los usos políticos europeos, pocos espectáculos resultan más asombrosos que la CPAC. En ningún país de Europa, por no decir en ningún país del mundo, se puede celebrar un acontecimiento como éste. Aquí las ideas y las propuestas conservadoras y liberales, las más serias, las más ponderadas, las más delirantes y las más extremistas, se expresan juntas y revueltas, con absoluta rotundidad y sin el menor complejo. Además, nadie parece tener miedo a que las excentricidades desacrediten al conjunto de la derecha.

¿Qué es lo que une a toda esta gente? ¿Y qué es lo que les induce a hacer gala de tanta confianza? Sin duda, está el recelo casi genético hacia el Gobierno, una animadversión visceral hacia la izquierda y, además, una fuerte conciencia de la tradición nacional. En el fondo les une una cultura, una cultura de la libertad que es difícil definir con otro adjetivo que no sea el de "norteamericana".

Un comentarista de la revista de centro izquierda The New Republic apuntó que sería sumamente improbable ver en un acto de la izquierda, o del Partido Demócrata, un show como uno que deparaba la CPAC 2005: un actor disfrazado de Patrick Henry –el héroe de la Revolución Americana– exhortaba a la audiencia a vivir rectamente y recitaba párrafos enteros de un célebre discurso que el auténtico Henry pronunció en 1775, en Virginia, pidiendo "la libertad o la muerte". Igual de improbable lo sería en un país europeo, como tampoco sería fácil hallar aquí la facilidad con la que en la CPAC cualquiera de los asistentes puede hablar con sus líderes políticos e intelectuales. Como en los desayunos de la ATR, las antiguas costumbres de la democracia norteamericana no han desaparecido del todo, ni siquiera en una sociedad tan compleja y obsesionada por la seguridad como la estadounidense de hoy en día.



[i] Rick Henderson y Steven Hayward: "Happy Warrior", Reason, febrero de 1997.
[ii] John Cassidy: "The Ringleader. How Grover Norquist Keeps the Conservative Movement Together", The New Yorker, 1-VIII-2005, página 47.
[iii] Para un buen análisis de los lobbies, véase Rafael Rubio Núñez: Los grupos de presión, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003; en particular las páginas 161 y ss.
[iv] Michael Barone: "K Sera, Sera", The Wall Street Journal, 8-I-2006.
[v] Alan Ehrenhalt: "A Culture of Corruption", The Wall Street Journal, 26-IV-2006. Para una revisión crítica de la actuación de Abramoff, véase el libro de Matthew Continetti The K Street Gang (Doubleday, Nueva York, 2006).

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