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Arendt, Marx, Hungría...

El totalitarismo fue uno de los productos exclusivos del Novecientos; nunca como en el siglo de la Stasi, la bomba de neutrones y los campos de reeducación la técnica había proporcionado a los hombres semejante capacidad para la propaganda, el terror, la destrucción. En medio de aquella centuria de guerra total, no fueron pocos los autores que pensaron la libertad, la justicia, la política. ¿Qué relación existe entre el mundo tal y como es y entre el mundo tal y como los hombres lo piensan? ¿que relación existe entre lo que los hombres piensan del futuro y el futuro que los hombres construyen? Estas preguntas, no por abstractas resultan ajenas al día a día de la política y la historia. Por eso los grandes pensadores de la política del siglo XX lo fueron asimismo de la historia. Y Hannah Arendt no fue una excepción.

Desde el punto de vista de la Historia con mayúsculas, lo que cambia el curso de los acontecimientos no es tal o cual obra, tal o cual pensador. Las más de las veces, los hombres influyen en la historia tanto como ésta influye en ellos. Por eso, desgajar a los autores de su historia, juzgarlos desde una historia que no vivieron, parece un error.

Atendamos al caso Marx. Para Arendt, Karl Marx pertenece a la tradición filosófica occidental, a la de Platón, Kant o Hegel; no dijo ni hizo nada que lo hiciese cualitativamente distinto de quienes pensaron la política y la sociedad antes que él. A la postre, sus errores superaron con mucho a sus aciertos, y su obra fue algo equívoco o contradictorio, pero no más que la de muchos de los que le precedieron. Arendt, a mi juicio con razón, exculpa al autor de El capital de los crímenes que sus seguidores cometieron en su nombre; si fue culpable, fue de incoherencia, no del salvajismo bolchevique.

La obra de Marx se sitúa en el curso de los acontecimientos. El de Tréveris intuyó como nadie –quizá con la sola excepción de Tocqueville– el impacto de la economía de la modernidad –y de su más importante hija: la industria– sobre la historia. Éste es el hecho capital de los siglos XIX y XX, un hecho que se impuso a Marx. A la Revolución Industrial vinieron a sumarse otras dos, la Americana y la Francesa; y dice Arendt: "Estos tres acontecimientos, antes que la obra de Marx, eran los que no estaban ya en consonancia con nuestra tradición de pensamiento político, y sólo después de ellos, en su facticidad bruta, ha ocurrido que nuestro tiempo ha cambiado más allá del reconocimiento en comparación con cualquier época anterior" (p. 38). Asimismo, Arendt sostiene que la historia política del siglo XX no dependió de Marx tanto como han venido diciendo tanto sus críticos como sus defensores.

El acierto del alemán residió en comprender como nadie que el ser humano es un homo faber. ¿dónde quedaba la libertad para quienes se ganaban la vida en las minas de carbón o en las fábricas de acero? Su crítica parecía, al menos, justa. Pero, al mismo tiempo, cometió el error de reducir, de equiparar el ser humano a mera labor, trabajo, pura supervivencia biológica.

La condición laboral del hombre no era, en absoluto, nada nuevo: desde la filosofía griega se ha considerado aquélla una condición previa de la política. La política de verdad comienza sólo cuando el hombre ha solucionado su supervivencia básica, enseñan Platón y Aristóteles, dando significado, así, a la esclavitud. Fue la industrialización, y no Marx, lo que cambió este estado de cosas: en democracia, todo hombre es, antes que nada, trabajo; pero –y he aquí el error de Marx– no es sólo trabajo.

Obsesionado con el homo faber, Marx perdió pronto el interés por la libertad (p. 43). La concibió no como una superación de lo biológico, sino como algo que debía reducirse, precisamente, a la compulsión y la necesidad naturales. Y dio la vuelta al pensamiento político clásico: si se hiciera del ser humano un mero homo laboris, el dominio de unos sobre otros carecería de sentido, y eso sería la libertad. "La libertad se convierte desde luego en una palabra carente de significado", anota entonces Arendt (p. 51). Lenin, con su despiadada y habitual lucidez, hizo el resto: la libertad era, simplemente, un prejuicio que había que erradicar.

El segundo texto que recoge este volumen data de 1958 y está centrado en la revolución húngara del 56. Es un texto sobre la historia en marcha, y en él la discípula de Heidegger da sobradas pruebas de su excepcional valía como analista.

Arendt da cuenta del origen político y social de la revolución húngara, del desarrollo de los acontecimientos –esperanzadores primero, dramáticos después– y brinda al lector un interesante comentario sobre el imperialismo soviético. Igualmente, analiza el impacto de la muerte de Stalin en la sociedad rusa y el establishment soviético, el equilibrio de terror que recorrió los pasillos del Kremlin y el discurso de Kruschev en el XX Congreso del PCUS, del que nuestra autora extrae una conclusión inquietante: anunció un cambio en la forma de ejercer el control y el miedo sobre los soviéticos. "Parece planear una vigilancia que no se ejerce desde un cuerpo externo (la policía), sino que se recluta de en medio de la gente, en este caso de los propios artistas y escritores" (p. 75).

En su análisis sobre la Rusia posterior a Stalin y sobre la represión de la revuelta húngara, Arendt desgrana algunos de los ejes de su imprescindible Los orígenes del totalitarismo. Nuestra autora destaca el permanente dinamismo de todo totalitarismo, característica que al científico de lo político o al filósofo irrita profundamente, pero que encierra el secreto de cómo estos movimientos subvierten el orden, lo sustituyen y ocupan el poder de manera total y absoluta: "La fuerza motriz del movimiento totalitario nunca encuentra un punto de reposo" (p. 88).

La revolución de 1956 comenzó entre intelectuales y estudiantes, es decir, entre los privilegiados del régimen, que de hecho se levantaron contra los soviéticos en nombre del pueblo y el socialismo. Arendt se mostrará entusiasmada con el acontecimiento: se trataba de una revolución espontánea, sin conspiraciones, sin planes de acción o manifiestos. Se trató, lo sabemos hoy, del preludio de lo que ocurriría en 1989. Fue una revolución sin tumultos, sin caos.

Paradójicamente, esa manifestación espontánea del pueblo unido, devorada finalmente por los tanques soviéticos guardaba cierto parecido con la revolución que Marx tenía en mente, dejando aparte el papel que éste otorgaba a la violencia. Paradójicamente fue sofocada por la izquierda tal y como la izquierda, a ambos lados del Telón de Acero, decía que trataban las metrópolis capitalistas a las colonias.

El soviético fue un imperialismo que sometió a sangre y fuego a sus colonias. Las democracias, en cambio, prefirieron abandonar sus posesiones antes que subyugarlas de una forma inhumana. La ley suprema de la opinión pública interna forzó a las metrópolis europeas a dar la autodeterminación a sus colonias. Esa ley no existía en la URSS, donde en cambio regía la del temor a que las revueltas se extendieran de un dominio a otro del imperio. Ésta es, en resumidas cuentas, la reflexión que hace Arendt a cuenta de la rápida reacción de Kruschev en 1956.

Quisiera finalizar esta reseña con esta aguda premonición de la Arendt que analiza los hechos de 1956: "Si auguran algo en absoluto, sería mucho más un repentino y dramático colapso de todo el régimen político que una normalización gradual de él. Tal desarrollo catastrófico no ha de traer necesariamente el caos (…) por más que sería ciertamente imprudente esperar del pueblo ruso, tras cuarenta años de tiranía y treinta de totalitarismo, el mismo espíritu y la misma fecundidad política que el pueblo húngaro mostró en su hora más gloriosa" (p. 120). Seguramente ni se imaginaba hasta qué punto resultarían certeras sus palabras, a propósito del fin de la tiranía soviética y del errático devenir de Rusia luego de la caída del Muro de Berlín.

Hannah Arendt, Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental, Encuentro, Madrid, 2007, 120 páginas.

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