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La calle Génova

Pululaban con pasitos cortos pero rápidos, calle arriba calle abajo, con un deambular agitado propio de ratoncillos de laboratorio. Los que el viernes 12 estuvimos en la manifestación en la zona de la calle Génova los vimos con extrañeza puesto que, en lugar de seguir el rumbo de la comitiva, daban vueltas en todas direcciones como tratando de reagruparse. Sin embargo, el muro de paraguas impedía ver más allá de la espalda del vecino y frustró cualquier amago de coordinación. Eran perfectamente identificables gracias a su estética «grunch» o de «kale borroka» que ya pudimos admirar en conjunto la tarde del sábado. A un servidor nadie le quitará la idea de que esa espontánea y representativa ciudadanía ya había intentado sabotear la manifestación unitaria del viernes y que, solo ante su fracaso, recondujeron la acción al sábado. Con la inestimable colaboración de CNN +.

La inversión de un resultado electoral, en 48 horas y en detrimento de un partido con un resultado difícilmente superable, tiene muy poquito de las reglas que informan el funcionamiento de las democracias maduras. Vimos a gentes que imputaban directamente al PP la masacre del jueves llamándoles asesinos. Vimos a ministros del gobierno, unos de ellos el principal responsable del mejor balance económico que ha conocido España, obligados a abandonar una manifestación oficial (cierto es que en Cataluña hace tiempo que muchos no pueden comparecer con sosiego en acto alguno). Vimos carteles como el que portaba un memo en Barcelona espetando que «las bombas lanzadas en Bagdag explotan en Madrid», y así hasta llenar un libro. Una instrumentalización del profundo dolor de las víctimas que situó el listón del debate a ras del suelo, creando una división entre españoles que se palpaba este fin de semana por poco que uno se moviera por lugares públicos.

Dicho de otra manera, el gobierno sólo tiene derecho a luchar contra el terror si tiene sus bases en territorio patrio. Si se enfrenta a un enemigo exterior nuestros caídos no serán imputables al terrorista sino a quién los persigue. El comportamiento de nuestro cuerpo electoral ha sido el mismo que repitió el británico durante los años 30. Relegaron al ostracismo a Churchill y a quienes tenían el mal gusto de recordarles que en Alemania se estaba formando un monstruo, y que había que combatirlo mientras fuera posible. Tal y como describió en sus memorias, el stablishment londinense, lejos de demonizar a los nazis, ceñía el peligro en una agresiva Francia (hoy dígase EEUU) que defendía desde 1937 la tan denostada guerra preventiva.

La horrenda matanza del jueves evidenció un dato indiscutible; nuestro apoyo a quienes combaten el terrorismo nos ha puesto los primeros en la fila. Pero en esa cola hubiéramos estado de todas formas y lo están todas las naciones que a ojos del Islam materializan al occidente satánico.

En fin, como decía el viejo león, entre la guerra y el deshonor hemos elegido lo segundo y aún así tendremos guerra. Y ojalá, ojalá, que me equivoque.
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