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94 horas: crónica de una infamia

Nota de la Redacción: en su libro 94 horas: crónica de una infamia (El Líbero, Santiago de Chile, octubre de 2018), el intelectual liberal chileno Mauricio Rojas cuenta cómo fueron sus efímeros días como ministro en el Gabinete Piñera. Rojas sufrió una dura persecución en las redes sociales, así como en los medios de comunicación y políticos, porque nada más ser nombrado (jueves, 9 de agosto de 2018) ministro de las Culturas, las Artes y el Patrimonio se le acusó de negacionista de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura militar que gobernó Chile entre 1973 y 1990. Como consecuencia de la cacería desatada en su contra, Rojas renunció al cargo el lunes 13 de agosto.

Lo que sigue es un texto conformado con partes del prólogo y el epílogo de 94 horas...

Lo que está en juego

Este libro trata de una persecución sin cuartel, de un “destemplado linchamiento”, como escribió el diario La Tercera, de una turba enfurecida que se lanza a una cacería despiadada de un ser humano demonizado, al cual se le puede hacer y decir cualquier cosa. En sí, esto no es nada nuevo en la larga historia universal de la calumnia y de la infamia, de la bajeza colectiva y la cacería de brujas, del triste espectáculo de seres humanos convertidos en una jauría implacable que busca “ejecutar sin proceso y tumultuariamente” –como reza la definición de la Real Academia Española de la palabra linchar– a una persona.

El presente trabajo es un intento por comprender cómo se construye, justifica, difunde y masifica la ruindad humana. Lo que viví entre el sábado 11 y el domingo 12 de agosto de 2018 no tiene, a mi saber, parangón en la historia del Chile democrático. En pocas horas fui convertido en un ser aborrecible: un negacionista de las violaciones de derechos humanos cometidas bajo la dictadura militar, comparable con quienes niegan el Holocausto; un impostor de tomo y lomo, cuya historia de vida era, en su integridad, un fraude; un fascista, un racista, un agente de la policía política de Pinochet o, como dijese ya el 11 de agosto el secretario general del Partido Comunista, Lautaro Carmona, “un ser despreciable”.

De esa manera se construyó, con la intencionalidad de algunos, la inescrupulosidad de otros y la falta de decencia de muchos, la imagen de un hombre al cual se podía denostar sin compasión ni límites. El punto de partida fueron algunos dichos desafortunados, sin duda criticables y que no volvería a repetir, sobre el Museo de la Memoria, que, como acertadamente escribió Joaquín García Huidobro en el diario El Mercurio, “simplemente se los leyó de la peor manera posible y se apretó el gatillo, como si criticar el Museo de la Memoria fuera sinónimo del peor de los negacionismos”.

Sin embargo, esta es solo la superficie de las cosas. Su trasfondo, así como los valores que se ven amenazados por actos semejantes, son mucho más importantes. Al final del día, es nuestra posibilidad de vivir de forma civilizada lo que está en juego. Y con ello la democracia, ya que, como escribí en el prólogo de mi libro más reciente, La democracia asediada (Instituto Respublica, Santiago de Chile, 2018), su muerte “acostumbra a empezar subrepticiamente, con hechos que a primera vista pueden parecer nimios pero que al tolerarse o incluso aplaudirse terminan por desencadenar un espiral de transgresiones al respeto cívico y a la legalidad que normaliza el uso de la violencia, ya sea verbal o física, y conduce a la pérdida de todo sentimiento de comunidad, convirtiendo al país en cuestión en un campo de batalla donde el deceso final de la democracia es solo una cuestión de tiempo.”

Por ello, es importante reaccionar a tiempo, plantar cara a quienes, en nombre de la defensa de los derechos humanos, se permiten destruir sin piedad a un semejante, imputándole opiniones que nunca ha sostenido y haciendo escarnio de su vida, como si el afectado no tuviese derechos, como si no fuese digno de un trato justo, como si el artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos acerca de los ataques arbitrarios a la honra y la reputación de las personas no valiese en este caso.

Más allá del hecho mismo, surge una pregunta de fondo acerca de por qué se puede concitar tal agresividad y falta de escrúpulos contra una persona que ha dedicado la mayor parte de su vida y toda su obra a defender la inviolabilidad universal de la dignidad y la integridad humanas, que ha condenado con fuerza y de la manera más pública posible toda dictadura, y que incluso ha sufrido muy de cerca la violencia que desencadenan los regímenes que se basan en el terror de Estado para gobernar.

Esto es lo que debemos desentrañar ante todo, ya que de otra manera la virulencia y la magnitud de lo ocurrido serían incomprensibles. Y la respuesta está ya contenida en el párrafo anterior: la defensa universal, bajo cualquier circunstancia y condición, de los principios allí mencionados, así como la denuncia de toda ideología o conducta que propugne o nos lleve a destruir la libertad y la convivencia cívica, eso es insoportable para muchos. En especial cuando se les encara, de manera clara y directa, su responsabilidad por la destrucción de la democracia en Chile, su complicidad con dictaduras amigas presentes o pasadas, su falta de consecuencia para condenar las violaciones a los derechos humanos ocurran donde ocurran y bajo cualquier bandera ideológica que se levante para intentar justificarlas.

De eso se trata en el fondo. Además, la voluntad de linchar y destruir al crítico molesto se potencia de una manera radical cuando quien levanta la voz es alguien que compartió las ideas que llevan a promover o justificar atropellos masivos a los derechos fundamentales del ser humano en nombre de la creación de un paraíso comunista sobre la tierra y un hombre nuevo. Porque de eso sí soy culpable. De haber recapacitado, de haberme distanciado de utopías que no han producido sino mares de sangre e infiernos totalitarios, y de haber reconocido, en primera persona, el daño que hicimos a Chile y a su institucionalidad democrática en los años anteriores al 11 de septiembre de 1973 con nuestro extremismo y nuestro delirio redentor.

Esto no justifica ni relativiza ninguna de las inaceptables, gravísimas y sistemáticas violaciones a los derechos humanos cometidas en Chile a partir del 11 de septiembre de 1973. Esto lo he subrayado en muchas ocasiones, señalando, además, que ello atentaría contra la esencia de la posición liberal que he defendido desde principios de los años 80. Así, por ejemplo, en mi libro La libertad y sus enemigos, publicado el año 2016, escribo lo siguiente, en una alusión directa a lo ocurrido en Chile:

Ejecuciones sumarias, centros clandestinos de tortura, violaciones sistemáticas de los derechos humanos y un prolongado uso autoritario del poder son atentados contra la esencia misma del liberalismo, que como tal no trata en primer lugar de la economía sino de la libertad y la integridad del ser humano y de la defensa sin claudicaciones de esa libertad y esa integridad.

En mis obras he expuesto en detalle lo ocurrido en Chile. Por ejemplo, en el libro citado más arriba hago la siguiente descripción acerca del proceso de esclarecimiento de las violaciones de derechos humanos ocurridas bajo la dictadura:

Un paso decisivo fue la creación de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, que entregó su informe en febrero de 1991, estableciendo la muerte o desaparición de 2.279 personas por razones de violencia política (164 personas) y violación de derechos humanos (2.115) entre septiembre de 1973 y marzo de 1990. De ese total, 2.025 casos fueron víctimas de personas al servicio del Estado chileno. Para completar este cuadro debe también consultarse el informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, que en 2004 estableció una cifra de 28.459 personas que sufrieron torturas y apremios ilegítimos, incluyendo 3.400 mujeres violadas y abusadas por sus captores.

¿Cómo puede alguien de buena fe hacer cuadrar estas y muchas otras declaraciones de mi parte con la imagen del negacionista que se proclamó a los cuatro vientos a partir del 11 de agosto?

Mi historia es la historia de un converso, pero no del que abandona una fe fanática para pasarse a otra, sino de quien evoluciona desde el fanatismo mesiánico que cree que el fin justifica los medios hacia un liberalismo integral que reconoce el valor supremo de la libertad, la dignidad, la integridad y la diversidad de los seres humanos de carne y hueso, tal como son, con sus virtudes y defectos, con sus proyectos de vida que merecen todo nuestro respeto, porque, como dice el artículo primero de la ya citada declaración de los derechos humanos,

todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Lo que en el fondo está en juego no es poco. Se trata, como ya se dijo, de las premisas mismas de la vida civilizada y de la democracia, que no puede subsistir sin un ambiente de respeto y amistad cívica. Lo que por cierto no implica en absoluto el no poder criticarse, incluso con dureza, pero siempre dentro de un marco mínimo de apego a la verdad y sin recurrir a la calumnia ni a la difamación. Pero, más allá de eso –y esto es lo que ha convertido mis puntos de vista en algo no solo intolerable, sino directamente amenazante para muchos–, se trata de la interpretación del hecho más dramático y luctuoso de la historia de Chile: la destrucción de su democracia y su consecuencia última, una larga y dura dictadura militar que permaneció durante 16 años y medio en el poder.

La tormenta perfecta, el silencio y la reconciliación

La expresión tormenta perfecta se usa para designar un hecho cuya extraordinaria magnitud y virulencia se debe a la inusual confluencia de una serie de factores que lo explican. Esto es lo que ocurrió en mi caso. A continuación, analizaré algunos de los factores que más contribuyeron a mi sumaria y tumultuaria ejecución moral.

El primero de ellos es el haber sido yo, excepto para un grupo relativamente reducido de conocedores de mis escritos y trayectoria de vida, un perfecto desconocido, por el hecho de haber vivido más de 40 años en Suecia y en España. De mí se podía decir, y se dijo, cualquier cosa, mentir a voluntad y fabular las más diversas historias. Era, por así decirlo, una tabula rasa, un lienzo en blanco sobre el cual proyectar lo que se quisiera. De esto ya hemos visto variados ejemplos, y la verdad es que la lista podría ser muchísimo más larga. Cada calumnia ponía lo suyo para caracterizar el malévolo personaje, de acuerdo a una antiquísima máxima que nos recordó Francis Bacon en 1625: “Calumniad con audacia, que siempre quedará algo”.

Este no es un hecho menor para entender la escenificación de la cacería y también explica el silencio atónito de muchos que no querían causarme ningún daño pero que, ante tantos infundios, no sabían a qué atenerse ni qué decir.

El segundo factor de importancia son el dolor, la rabia y la indignación que provocaron mis expresiones sobre el Museo, al ser interpretadas como un cuestionamiento, negación o justificación de las violaciones de derechos humanos ocurridas en Chile entre 1973 y 1990. Este es, por cierto, un ingrediente mayor en lo ocurrido, que dio a la campaña gran parte de su fuerza y masividad. Esto fue hábilmente respaldado y fomentado, como ya hemos visto, por organizaciones y figuras públicas de alto relieve, que desplegaron la acusación de negacionismo faltando al deber de cerciorarse de manera razonable sobre la veracidad de una acusación tan grave. Esto no es por cierto menor, ya que la persecución nunca hubiese alcanzado la virulencia y la amplitud que alcanzó sin estas voces que, desde sus encumbradas posiciones, avalaban el infundio y propulsaban la cacería.

Un tercer factor, más pedestre pero no menos importante, es el oportunismo político. Se trata, en este caso, de una oposición al Gobierno actual que, en general, se encuentra en una situación muy desmejorada y sin ideas propias que levantar, por lo cual vive al acecho de cualquier dato, traspié o circunstancia que le permita alcanzar presencia pública y atacar al Gobierno. En este sentido, muchos de los ataques en mi contra iban en realidad dirigidos contra el Gobierno y poco importaba la verdad acerca de quién fuese yo o qué hubiese dicho: cuanto más se pudiese enlodar al personaje, mejor para golpear al Gobierno.

Solo esa lógica puede explicar la extraordinaria liviandad de muchos personeros políticos de oposición de alto rango y con cargos públicos de primera línea. En este caso, como se acostumbra a decir, no era nada personal, yo solo era una especie de muñeco ritual al cual clavar alfileres a gusto para que le doliesen al Gobierno, un monigote que había que quemar públicamente para golpear y amedrentar al Gobierno. Y así se me trató, no como a una persona que merece al menos un cierto respeto y un juicio justo, sino como un medio útil para atacar al Gobierno.

A estos factores debemos agregar la lógica de los medios y las redes sociales, que en este caso desempeñaron un papel muy importante. Los medios serios hicieron lo que tenían que hacer y, excepto algunos descuidos y faltas de prolijidad, no tengo reproches que hacerles. Simplemente siguieron y describieron la dramaturgia de la cacería, lo que constituye un hecho mediático de irrefrenable atractivo e interés público, en especial si se trata de un ministro.

Otra cosa muy distinta es la de una serie de medios digitales que, en interacción con activistas de las redes sociales, se rigen, lisa y llanamente, por la lógica de la calumnia más desvergonzada, la hoguera inquisitorial y la ejecución moral sumaria. Son artistas de las fake news y causan un daño considerable no solo a sus víctimas sino, sobre todo, al ambiente de civilidad y de debido respeto a la integridad de las personas que es fundamental para la existencia de una democracia sana. Lamentablemente, a esta presurosa y atolondrada cita con la difamación fácil no faltaron parlamentarios, dirigentes políticos ni figuras del mundo de la cultura. Dispararon rápido y sin preguntar, faltando a un deber mínimo de seriedad y apego a la verdad que es especialmente importante cuando está en juego la honra de una persona. Pusieron lo suyo para que la hoguera ardiese con vigor, y espero que hoy sean capaces de recapacitar sobre el sentido profundo –profundamente incívico, lamentablemente desalmado– de lo que hicieron.

Falta todavía el factor más profundo, aquel que motiva los odios más obcecados y los deseos de venganza más insaciables: el que yo sea un converso que no calla, el que me haya alejado de la fe marxista denunciando, con claridad, fuerza y convicción, el mal atroz que ha infringido a tantos seres humanos, poniendo en evidencia la barbarie de los regímenes totalitarios construidos en su nombre. Sobre eso, nunca habrá perdón ni olvido y, por su importancia, es menester que me detenga un poco más en ello.

“Vendido, canalla, traidor. En definitiva, un converso”1

Aquí el plural se hace obligatorio, porque de este ataque somos dos el blanco: mi amigo converso y canciller, Roberto Ampuero, y yo. Ello quedó palmariamente de manifiesto apenas se conoció mi renuncia, mostrando con pedagógica claridad que lo importante no eran unos determinados dichos sobre el Museo de la Memoria, sino la condición misma de converso. De inmediato, el Partido Comunista y los sectores afines a éste direccionaron su artillería hacia Roberto. El presidente del partido, Guillermo Teillier, lo puso en claro en una entrevista dada a Tele 13 Radio, en la que dijo: “Si se actuó de una manera con Rojas, ¿por qué no con Ampuero?”. Para luego aseverar que si el Gobierno “mantiene a personas con actitud negacionista, mal podríamos pensar que el Gobierno va a avanzar en los temas de DDHH". A su vez, el secretario general del partido, Lautaro Carmona –el mismo que me calificó de “ser despreciable”–, lo hizo aún más explícito de la manera destemplada que lo caracteriza en un posteo enviado por la mañana del martes 14 de agosto:

La Ministra Pérez solo puede decir Basta en su espacio, es su Gobierno el que reclutó conversos que reivindican el terrorismo de estado. Aunque no le guste Ampuero debe renunciar, es una vergüenza para Chile.

Y el diputado comunista Daniel Núñez lo complementa con el siguiente posteo enviado a las 10:56 del 14 de agosto:

Ampuero al igual que el ex ministro de Culturas tiene ‘Mala Memoria’, es otro converso que se retracta de su pasado y niega violaciones a los DDHH bajo la dictadura de Pinochet. Lo mejor para Chile que dé un paso al costado. Necesitamos autoridades comprometidas con la justicia.

En las redes sociales abundaban intervenciones como esta: “Está pasando colado el infame de ROBERTO AMPUERO, junto a ROJAS este lacayo del guiña participó en el libro y entrevista. QUE SE VAYA AHORA!”. Unos días más tarde aparecía el diputado Hugo Gutiérrez, infaltable en las lides de la infamia, con este posteo: “¡A mayor abundamiento fue Piñera el que contrató a dos renegados que sólo generan odiosidad y falta de entendimiento en Chile!”. Y así podríamos seguir ad nauseam.

Ahora, la pregunta que se impone es por qué los conversos son tan odiados por la izquierda recalcitrante –la misma que celebra y justifica dictaduras–, en especial aquellos que han dejado tras de sí una fe militante como la que ha guiado a los movimientos y a las sangrientas revoluciones comunistas. La razón es simple: porque ponen en evidencia desde adentro, desde la experiencia de quien fue creyente en la utopía comunista, las razones por las que las deslumbrantes promesas de construir un paraíso terrenal se transforman en infiernos totalitarios.

De eso se trata, ese es el tema central de Diálogo de conversos2, ese es nuestro delito imprescriptible, por el cual no pedimos perdón ni nos acogemos a un silencio que nos hubiese permitido seguir viviendo –en Suecia uno, en Estados Unidos el otro– sin tener que enfrentar la ira de los que aún son devotos o le hacen el juego a esa peligrosa religión atea que es el marxismo y a sus secuelas, como la dictadura cubana o el así llamado “socialismo del siglo XXI”.

Si analizamos un poco más de cerca la argumentación usada sobre este tema, veremos que siempre se trata de un intento de destrucción o asesinato moral, que es, como vimos, una pieza central de las cacerías de este tipo. Aquí destacan dos líneas de argumentación.

La primera se basa en negar, lisa y llanamente, la calidad de converso, es decir, sostener en mi caso que yo nunca habría sido militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). La fuerza de este argumento es notable, ya que de manera simultánea niega todo valor a una conversión que supuestamente nunca existió y define al falso converso como un impostor. Esta es una infamia con una larguísima historia dentro del campo comunista. En las infames persecuciones de la era estaliniana y sus tristemente célebres procesos-espectáculo siempre se intentaba demostrar que el comunista que pronto iba a ser ejecutado nunca había sido un verdadero comunista, y para probarlo se construían las historias de vida más inverosímiles sobre viejos luchadores comunistas. El caso de León Trotski es el más paradigmático, pero de ninguna manera el único. El gran problema de esta argumentación es su falsedad, tan evidente y fácil de demostrar en mi caso.

La segunda línea de argumentación es igualmente o incluso más artera que la anterior y se basa en cuestionar el fundamento moral de la conversión, atribuyéndole al converso todo tipo de motivos oprobiosos, entre los cuales el más común es haberse pasado “al enemigo” o “a los ricos”, en un despreciable acto de arribismo y “plutofilia” (como ingeniosamente dirá Agustín Squella, quien es el último que yo hubiese esperado que se sumase de una manera tan ramplona a la cacería). Se trata, por ello, de una conversión espuria, cuya finalidad real no es sino venderse al mejor postor en el mercado de la ignominia. Daré aquí solo dos ejemplos de este intento de asesinato moral.

El primero es un texto de Fernando Balcells, director de la Fundación Chile Ciudadano, aparecido el 14 de agosto en eldesconcierto.cl. Dice así:

Mauricio Rojas y Roberto Ampuero se llaman a sí mismos "conversos". La conversión es un quebranto político y cultural de una envergadura que el discurso de Rojas parece ignorar. Su relato no alcanza a tocar el dolor y la complejidad de una experiencia verdadera de agonía y resurrección. Una experiencia de conversión son palabras mayores y en este caso las epifanías fingidas son detectables.

Existe una dignidad en los conversos. Los que han estado sometidos a la obligación de transformar su alma tienen derecho a todas las máscaras. La obligación no obliga a nadie. Ni los colaboradores de los nazis, ni los marranos españoles, ni la policía interna de los campos de concentración tienen la bajeza de los conversos chilenos. Nada los obligó ni los impulso más que su ego, la liviandad de su cultura y el olfato de las oportunidades políticas. Da la impresión de que M. Rojas y su compañero de aventuras editoriales y ministeriales, el señor Ampuero, han desarrollado estrategias exitosas de vida pero no han entendido la manera en que funcionan los mecanismos del desprecio que van junto a la cooptación del poder.

Notable texto que intenta mostrarnos como dos seres despreciables, movidos por “su ego, la liviandad de su cultura y el olfato de las oportunidades políticas”, peores que “los colaboradores de los nazis…”. Para Balcells, el canciller y yo habríamos roto con el totalitarismo en la década de 1970 para llegar a ser ministros en el siglo XXI. Para nuestro crítico, parece no existir la posibilidad de que alguien llegue de manare voluntaria y por honestidad intelectual a la conclusión de que el totalitarismo y las ideologías que lo propulsan –sean estas de color rojo, pardo o negro– son terribles enemigos de la libertad y la dignidad del ser humano, y que, por deber y convicción moral, lo proclamen a los cuatro vientos.

El otro ejemplo es una carta al director del Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales de Chile Agustín Squella, publicada en La Tercera el 20 de agosto y que en la parte pertinente dice:

Y sobre los conversos, siempre me he preguntado cuánto de la conversión de antiguos izquierdistas ultras a la hoy dominante derecha podría provenir del arribismo. Sí, del arribismo político, desde luego, pero también social, ese vicio que consiste en seducirse de pronto con el mundo de los ricos, con subirse al yate o al helicóptero de los poderosos, y hacer méritos para ser aceptados en su círculo. Si existe la aporofobia –el rechazo al pobre, como si la pobreza fuera un defecto–, también existe la plutofilia –el amor por los ricos, como si la riqueza fuera sinónimo de virtud.

Se trata de lo que prefiero interpretar como un traspié de un hombre que me parecía respetable. Pero, en fin, poco sorprende en este terreno cuando se han abierto de par en par las puertas de la denostación y el linchamiento.

El silencio no es una opción

En Diálogo de conversos, Roberto hace algunas reflexiones premonitorias que quisiera reproducir aquí:

Pero después, ya en el socialismo real, fui perdiendo la fe en que aquellos sistemas que encerraban a su población, uno detrás de un muro, el otro en una isla, fuesen democráticos y deseables para Chile. Algunos optaron por vivir esa duda lacerante en silencio y callar para siempre; otros, los menos, optaron por romper y revelar públicamente por qué rompieron. Pero no es fácil. Hay que reunir coraje. Se paga un alto precio por romper con el dogma y, sobre todo, por explicar públicamente por qué se rompió con el dogma.

Por eso muchos callan y miran para otro lado. El Partido Comunista perdona a quien rompe con él y se va callado para la casa, pero no a quien explica por qué rompió con el totalitarismo. Esto lo puedes observar con mucha claridad en el Chile de hoy. Hay políticos que fueron comunistas y que rompieron con el partido porque simplemente rechazan el totalitarismo, pero guardan silencio. No están dispuestos a asumir los costos que significa hablar al respecto. El que calla es una cantidad negociable para el partido, el otro un enemigo. Y gente de izquierda –entre ellos escritores– se me acercó en su momento sugiriéndome con las mejores intenciones del mundo lo siguiente: no critiques a los comunistas, pues ellos controlan la escena cultural en Chile; influyen en la crítica, los nexos y los premios a través de los filocomunistas. Te costará caro. Pero para mí lo importante era la verdad, y no iba a callar en mi patria ya en democracia, cuando me atreví a romper con los comunistas viviendo en una isla regida por el Partido Comunista.

¡Qué duda puede hoy caber que mi amigo converso tenía toda la razón! Pero el silencio, si bien es una opción entendible y en algunos casos justificada, no me parece la más respetable cuando se vive en una democracia. Porque si callamos frente a la barbarie, y el totalitarismo es la forma superior de la barbarie, cómo podríamos defendernos de su avance y proteger la libertad y la democracia. Y nosotros, que lo conocemos por dentro, que entendemos a cabalidad sus complejos mecanismos, sus seductoras fachadas y sus siniestros métodos, cómo podríamos callar. Claro, tiene un precio y no podría ser de otra manera, cuando uno tiene el atrevimiento de llamar a las cosas por su nombre y decir en la cara a quienes promueven ideas liberticidas y defienden regímenes totalitarios, o a quienes los toleran, amparan o aplauden, que están atentando contra los fundamentos mismos de una sociedad libre, abierta y democrática.

La reconciliación

Al final de este largo recorrido por los laberintos de la infamia debemos volver al comienzo, a lo que más importa, a lo que realmente está en juego: poder aprender de nuestra gran tragedia nacional, tanto del horror que se vivió bajo la dictadura como de la destrucción de la convivencia cívica y la democracia que lo precedió, para que nunca más se repita.

Han pasado 45 años desde el golpe militar que llevó al general Augusto Pinochet al poder, y cabe preguntarse si Chile se ha reconciliado consigo mismo. Mi respuesta, hoy avalada por mi experiencia reciente, es que la verdadera reconciliación aún tiene mucho trecho por recorrer antes de llegar a ser una realidad.

Reconciliar es algo más que convivir, tolerar o aceptar, y algo muy distinto de olvidar, condenar, hacer justicia, reparar o perdonar. Todo ello se puede hacer sin reconciliarse. Reconciliar es recuperar la confianza en el otro, o en una parte de nosotros mismos, si se trata de una comunidad o una nación. Pero la confianza no puede restablecerse si no entendemos lo que nos llevó a la desunión y si no realizamos un esfuerzo honesto por sincerar lo que cada uno puso de sí para que ello ocurriese. Solo así, entendiendo y reconociendo, habremos aprendido del pasado.

En este sentido, reconocer los crímenes y las violaciones de derechos humanos cometidos bajo la dictadura, así como hacer justicia y reparar a las víctimas, es el paso previo y necesario de la reconciliación, pero no debe ser confundido con ella. Eso es lo que hasta ahora se ha hecho y ahí estamos, en la antesala de un esfuerzo por alcanzar una verdadera reconciliación.

Sin embargo, no es seguro que emprendamos ese esfuerzo, ya que nos involucra a todos los que de una u otra manera aportamos algo a esa lamentable marcha de Chile hacia la destrucción de su democracia. Probablemente no sean muchos los que estén dispuestos a reconocer y asumir, con franqueza, valentía y generosidad, su parte en el proceso que culminó en septiembre de 1973. Pero no hacerlo implica que nunca podremos aprender de la lección más dura de nuestra historia y alcanzar aquello que es el sentido final de la reconciliación: entender, enmendar y, por ello, poder de veras decir "Nunca más".

A mi juicio, es hora de sincerarnos sobre el cómo pudo ocurrir. No para hacer más leves las responsabilidades de la dictadura militar, sino para entender cómo se llegó a legitimar el uso de la violencia y cómo se abrieron las puertas a aquellos que luego no trepidarían en usarla sistemáticamente para alcanzar sus propósitos. Pero hay algo más. Nuestra experiencia puede servir para que nuevas generaciones de chilenos deseosos de luchar por una sociedad mejor no se dejen conducir por un camino que nuevamente pueda llevar a un Chile en guerra consigo mismo, ya que entonces todos volveríamos a perder.

Sobre todo esto deberíamos ser capaces de iniciar una reflexión sincera, ya que para reconciliarse Chile necesita de una memoria histórica sin silencios, que no se adecue a las conveniencias de unos u otros ni se quede a medio camino. Una memoria trunca distorsiona la verdad y no nos ayuda a avanzar hacia aquello que debemos a Chile: un relato verídico de cómo llegamos a separarnos y odiarnos a tal punto que un día nos arrogamos el terrible derecho a destruirnos los unos a los otros.

Sin embargo, para que ello sea posible es imprescindible denunciar y desterrar el uso de la calumnia, el linchamiento y el asesinato moral de nuestra vida ciudadana. Lo que experimenté en carne propia no es compatible con una convivencia civilizada, y espero que este relato sirva para ponernos en guardia contra actitudes que, de tolerarse, terminarán emponzoñando nuestra vida social y minando los fundamentos de nuestra democracia. Pasó ya en los años 60 y 70 del siglo pasado y es de esperar que jamás se repita.


1 Tomado de El Observador de Uruguay, 6-11-2016.

2 Rojas y Ampuero, Sudamericana, 2015.

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