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Alternancia en la II República

Como se ha dicho a menudo, una ventaja de las democracias liberales, es decir, de las democracias, consiste en su capacidad para encauzar de forma impersonal los conflictos de intereses y creencias en la sociedad, a través de elecciones, libertades y separación de poderes, todo lo cual permite la alternancia en el poder de diversos partidos sin necesidad de recurrir a derrocamientos violentos. Naturalmente, esta democracia lleva implícita la condición de que la mayoría de la población prefiera la convivencia en paz y en libertad, y que los principales partidos respeten las normas democráticas básicas, tanto si están en el poder como si están en la oposición. Si esto no ocurre, la democracia corre serios riesgos de naufragar, o de no llegar a materializarse.

Dicho de otro modo: una democracia extiende sus beneficios, empezando por el de las libertades políticas, a todos los partidos, incluso a los que laboran activamente en contra de las libertades y demás reglas del juego. Estos últimos partidos juegan un papel parasitario, tratan de destruir la democracia mientras explotan abusivamente sus ventajas. Cae de su peso que su actuación sólo resulta tolerable en tanto no infrinjan masivamente la ley, no recurran a la violencia o no alcancen un influjo de masas tal que ponga en peligro el propio sistema. La experiencia dice que, por lo común, las mayorías prefieren la democracia y sus libertades y marginan a esos partidos, pero también que en ocasiones un partido o unos partidos antidemocráticos o totalitarios pueden alcanzar legalmente el poder para, desde él, y aprovechando su inmensa capacidad de presión, destruir el sistema. El caso de Hitler viene enseguida a la cabeza, así como el de algunas seudodemocracias latinoamericanas. También fue el caso, como veremos, del Frente Popular español.

Una idea errónea y peligrosa, pero bastante extendida, identifica la democracia, exclusivamente o de forma muy principal, con los votos. De este modo, un partido que reuniera los votos suficientes estaría autorizado para derrumbar los contrapesos liberales que impiden la expansión omnímoda del poder y destruir así, entre otras cosas, toda posibilidad de alternancia.

Tres mitos interpretativos

Merece especial atención el caso de la II República, por lo que nos concierne a los españoles, pero para examinarlo debidamente debemos arrumbar antes tres mitos o seudomitos interpretativos que han cuajado en la historiografía propagandística prevaleciente hasta hace muy poco y que ahora intentan oficializarse desde el poder.

Según el primer mito, la República nació como un proyecto de modernización de un país extremadamente atrasado y plagado de unas injusticias sociales extraordinarias. En realidad, en la época de la Restauración España ya había experimentado en todos los órdenes un crecimiento lento, pero sostenido y acelerado, superando el estancamiento anterior. Y durante la dictadura de Primo de Rivera el desarrollo económico y social cobró gran ímpetu, con lo que se empezó a acortar, por primera vez, la distancia con respecto a la Europa rica. En ese sentido, la República heredaba una situación excelente, aunque ensombrecida por la crisis mundial, y se veía libre, además, de los dos auténticos cánceres que habían destruido la Restauración: el terrorismo y el problema de Marruecos, aparte de los separatismos, que en 1923 habían estado a punto de recurrir también al terrorismo.

El segundo mito afirma que la República llegó ante todo como un proyecto democrático de izquierdas. Pero, de hecho, fueron los derechistas Alcalá-Zamora y Miguel Maura quienes organizaron a los dispersos e improvisados grupos republicanos y los empujaron a tomar el poder el 14 de abril de 1931. El proyecto de aquellas derechas, así como del republicanismo histórico de Lerroux, que se había moderado mucho, consistía precisamente en construir en España una democracia liberal. Era muy diferente, en cambio, el proyecto de las izquierdas… si puede hablarse de tal, ya que cada partido izquierdista tenía sus aspiraciones, a menudo incompatibles con las demás.

El tercer mito pretende que desde el primer momento la derecha, llamada indiscriminadamente "reaccionaria" o "fascista", conspiró para destruir el proyecto de democracia, adjetivado generalmente como "progresista y reformadora". En realidad, la República no llegó por sus propios méritos, sino porque la derecha monárquica, simplemente, le entregó el poder pacíficamente, después de unas simples elecciones municipales que, además, había ganado. La República comenzó, así, con nula oposición de unas derechas desorganizadas en aquellos momentos. Sólo empezó una reacción, muy tímida, después de las jornadas de quema de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza promovidas por las izquierdas e, indirectamente, por el nuevo Gobierno republicano; y después de los ataques y condenas demagógicas a Alfonso XIII, a quien, en realidad, debían el poder los republicanos. Y hasta el final de la República el grueso absoluto de la derecha se atuvo, como veremos, a la ley republicana, aunque no le gustase.

Actitudes ante la alternancia política

Como el tema de estos papeles es la alternancia política, empezaremos por examinar brevemente la actitud al respecto por parte de los diversos partidos. Como quedó indicado, aceptaban la alternancia pacífica, implícita o explícitamente, los republicanos de derecha y el partido centrista o moderado de Lerroux, el más importante, con mucho, de los republicanos. También aceptaba la alternancia el nacionalismo catalán de Cambó, cada vez más moderado y muy desconfiado hacia el nuevo régimen, del cual temía una pronta degeneración de la democracia en demagogia.

Por el contrario, entre las principales fuerzas de izquierda predominaba claramente la oposición a la democracia liberal, y por tanto a la alternancia. Su extremo lo encarnaban los anarquistas, los cuales habían contribuido con sus votos a la llegada de la República, no por identificarse con ella, sino porque la veían como un régimen débil, contra el cual podían luchar con más eficacia, a fin de acercar su comunismo libertario. Los anarquistas habían ofrecido muy poca resistencia a la dictadura de Primo de Rivera, de la cual salían desorganizados y sin fuerza de masas. Sin embargo, superarían su mala situación con rapidez sorprendente. En los primeros tiempos republicanos los anarquistas fueron mimados por el nuevo poder, y especialmente por los nacionalistas catalanes de izquierda, que les facilitaron una reorganización regional basada en buena parte en asesinatos y otras violencias contra los obreros disidentes. La luna de miel republicano-anarquista sería muy breve en Madrid, aunque se prolongase mucho más en Cataluña. En la propia CNT surgió una corriente partidaria de colaborar con la República, pero rápidamente se impuso el ala más radical, que se dedicó enseguida a sabotear el nuevo régimen mediante continuas insurrecciones y huelgas violentas. La CNT, en parte dirigida por la FAI, se convirtió en la principal central sindical del país, aunque sus peculiares métodos organizativos volvían su fuerza real muy inferior a lo que sugerían sus cifras de afiliados. Actitud parecida, inmediatamente revolucionaria, la adoptaron también los comunistas, aun si ellos seguirían siendo un partido marginal durante varios años.

Mucha más fuerza real tenían el PSOE y su sindicato, la UGT. Los socialistas habían destacado en la Restauración por su radicalismo, propenso a utilizar la violencia o a justificar el terrorismo, o a practicarlo, como en la huelga insurreccional de 1917. Según sus doctrinas, la democracia liberal no pasaba de constituir un régimen de explotación y opresión de los trabajadores, y las libertades, un engaño básico destinado a mantener desunidas a las fuerzas proletarias, que antes o después debían destruir la democracia que llamaban burguesa. Ello no les había impedido colaborar con la dictadura de Primo de Rivera, gracias a lo cual llegaban al año 1931 como el partido más numeroso, organizado y disciplinado, con diferencia. Tras algunas reticencias de Largo Caballero y, sobre todo, de Besteiro, el PSOE pasó a apoyar la República, considerándola, un poco al modo de los anarquistas, como un régimen débil que debía facilitar el paso, por las buenas o por las malas, al socialismo, es decir, a la dictadura del propio PSOE. Pero, al revés que la CNT, el PSOE tenía una estrategia inicial de colaboración con las izquierdas republicanas, para progresivamente desbordarlas y monopolizar el poder. No estaba claro cuándo llegaría la ocasión propicia, y diversos sectores del partido mostraron desde el principio su impaciencia, mientras otros preferían prolongar la colaboración con los burgueses de izquierda, a fin de avanzar en lo que llamaban "progreso". Por tanto, los socialistas no se identificaban con la República en cuanto democracia liberal, sino en cuanto régimen utilizable para sus propios fines durante un período más o menos largo. Después vendría la dictadura socialista, que, en su opinión, o al menos en su propaganda, emanciparía a los trabajadores. Por eso el PSOE se consideraba representante natural de los obreros, al margen de la opinión concreta de ellos. Naturalmente, estas doctrinas no concebían la alternancia política con las derechas más que como un retroceso inadmisible en el camino a una revolución presuntamente liberadora.

En cuanto a las izquierdas republicanas, formaban cierto número de partidos pequeños y poco influyentes, a menudo hostiles entre sí, y cuyo punto común fundamental consistía en una radical hostilidad a la Iglesia. Entre ellos destacaba el de Azaña, los radicales socialistas y, en Cataluña, la Esquerra. Su postura con respecto a la alternancia podría resumirse en la idea expuesta repetidamente por Azaña: la República era "para todos los españoles", pero sólo podrían gobernarla legítimamente los republicanos, entendiendo por tales los afines al propio Azaña. Pero siendo los republicanos de izquierda, como decimos, partidos pequeños, indisciplinados y poco representativos, sólo podrían gobernar si se unían a otras fuerzas. Fue significativo que, en la primera disyuntiva que se presentó, Azaña prefiriese gobernar con los socialistas y no con los republicanos moderados de Lerroux. En realidad, la concepción de Azaña recuerda más al despotismo ilustrado que a una verdadera democracia, y se orientaba frontalmente contra las derechas, a las cuales aspiraba a reducir a un papel testimonial, pero legitimador del sistema.

Las izquierdas parecían convencidas de representar de modo natural a la gran mayoría del pueblo, y en sus esquemas políticos englobaban a las derechas como grupos "reaccionarios", una oligarquía retratada elementalmente como un conjunto de ricachos, curas y militares. Tales derechas, una vez perdido el poder, seguían suponiendo un peligro, sobre todo por la influencia popular de la Iglesia, de ahí la especial enemiga con que distinguieron a ésta desde el principio. Pero, en definitiva, los izquierdistas creían tener la mayoría asegurada, a condición de mantenerse unidos, por lo menos en las elecciones. De ahí que elaborasen una ley electoral especialmente beneficiosa para las mayorías, y tendente a reducir las minorías, es decir, la derecha, a la impotencia. En 1933, unos meses antes de salir del Gobierno, Azaña hizo aprobar una nueva ley electoral todavía más favorable a las mayorías, para alarma y protesta de la derecha, especialmente de la CEDA. Según Alcalá-Zamora, Prieto patrocinaba una ley mucho más abusiva, para reducir los perdedores a un papel meramente decorativo.

Por lo que respecta a las derechas, debemos señalar en primer lugar a los monárquicos. Éstos, después de las primeras persecuciones republicanas contra la Iglesia, Alfonso XIII y otros monárquicos, renunciaron a su tradición liberal y adoptaron una postura autoritaria, no lejana de la fascista, promoviendo la destrucción de la República incluso por medio de un golpe militar. Sin embargo, sólo constituían una minoría dentro de la derecha, y sus conspiraciones militares fueron generalmente tomadas a broma, y no sin razón, al estilo del tradicional golpismo militar republicano, que según Largo Caballero era digno de representarse en espectáculos de revista. Su inconsistencia la revelaría la acción de Sanjurjo, en agosto de 1932, en lo que tuviera éste de monárquico, o sus inoperantes acuerdos con Mussolini, en 1934.

No fue hasta entrado 1933 cuando las principales agrupaciones derechistas lograron fundirse en la CEDA, Confederación Española de Derechas Autónomas, dirigida por Gil-Robles y muy influida por la Iglesia. Al igual que los anarquistas y los socialistas, la CEDA no se identificaba con la República, pero, al contrario que aquellos, acataba el régimen y se proponía actuar dentro de sus leyes. Sus objetivos lejanos no estaban claros, y oscilaban entre la simpatía por el fascismo y el simple intervencionismo estatal al estilo británico. Su actitud general podía compararse con la del sector moderado del PSOE, liderado por Besteiro, que se declaraba marxista pero en la práctica era pacífico y respetuoso con las leyes y la posibilidad de alternancia.

Todavía más tarde, hacia finales de 1933, nacería la Falange Española, que, como el Partido Comunista, no pasaría de ser un grupo marginal hasta avanzado 1936. La Falange era lo más parecido a un partido fascista, y aspiraba, como los socialistas o los anarquistas, a destruir la democracia parlamentaria e imponer su poder más o menos omnímodo.

Dentro de la derecha cabe considerar también el secesionismo vasco, el cual, profundamente racista y antiliberal, sólo aspiraba a explotar la democracia para avanzar hacia la separación de lo que llamaban "Euskadi" e instaurar allí un régimen peculiar, de fuerte sesgo totalitario, con exclusión o marginación tanto de los demás españoles como de la mayoría regional no nacionalista. Es significativo que el PNV evolucionara desde sus acuerdos con el carlismo y con militares golpistas monárquicos a la colaboración con los revolucionarios y el sabotaje a los intentos unitarios de las derechas moderadas.

El destino de la República

Este repaso, aunque sumario, nos permite ver enseguida un panorama muy difícil para el asentamiento de una república democrática y, en consecuencia, para la alternancia de partidos en el poder. Y al mismo tiempo nos hace entender mejor el destino de aquel régimen, pues los partidos iban a gobernarse, en general, por sus enfoques ideológicos, mayoritariamente contrarios a las concepciones liberales.

En 1931, a los pocos meses de establecida la República, las elecciones dieron a las izquierdas una abrumadora mayoría, y durante dos años dirigió el país una coalición republicano-socialista. Desarrolló ésta una serie de reformas teóricamente orientadas a mejorar la situación de los trabajadores y las capas más pobres de la población, y a resolver otros problemas, pero sus efectos resultaron dudosos o contraproducentes. El mal resultado se debió en parte a la crisis económica mundial, pero se agravó aquí por unas medidas ineficaces y lastradas por la demagogia y la ineptitud de los republicanos, tan vívidamente descritas por Azaña. Así, el hambre aumentó hasta los niveles de principios de siglo, la delincuencia común y la política se multiplicaron, la iniciativa privada se paralizó y las tensiones sociales se exacerbaron, causando cientos de muertos. La reforma agraria quedó en casi nada; las mejoras en la enseñanza, nada espectaculares, quedaron neutralizadas por los ataques a la educación católica; el estatuto de Cataluña no solucionó el problema inducido por los nacionalistas, pues éstos lo vieron sólo como una plataforma para seguir avanzando en un horizonte que concluía en la secesión. Las reformas militares, aunque necesarias, desmoralizaron y politizaron al Ejército. La represión de las insurrecciones anarquistas dio lugar a episodios como la matanza de campesinos, por la republicana Guardia de Asalto, en Casas Viejas…

Tan reiterados fracasos ocasionaron el triunfo electoral del centro derecha en las elecciones de noviembre de 1933, por una fuerte mayoría de cinco a tres millones, en cifras muy redondas. Beneficiándose de la ley electoral izquierdista, ganaban sus adversarios: un partido básicamente democrático, el Radical de Lerroux, y, sobre todo, la derecha moderada de Gil-Robles, la cual renunció a su derecho a gobernar entonces, a la espera de que las pasiones políticas fueran cediendo.

Sin embargo, las pasiones cobraron más calor. Las izquierdas reaccionaron con el mayor esquematismo, de acuerdo con sus doctrinas básicas. El triunfo derechista sólo podían interpretarlo como un retroceso intolerable en sus aspiraciones progresistas o emancipadoras, y la voz de las urnas fue rechazada de plano. Los republicanos de izquierda, de Azaña en adelante, intentaron el golpe de estado que impidiese la reunión de las Cortes resultantes de las elecciones y preparase una nueva consulta electoral con garantía de victoria para ellos. La Esquerra catalana se declaró directa y textualmente en pie de guerra. Los anarquistas desataron su insurrección más sangrienta hasta la fecha.

Pero la reacción más peligrosa fue, con mucho, la de los socialistas, debido a que su partido era, no debe olvidarse, el más potente de la Rpública, y por tanto sus decisiones tenían un carácter decisivo. Ya desde el verano, y estando todavía en el Gobierno al lado de Azaña, venían imponiéndose en el PSOE quienes creían llegado el momento histórico de abandonar la colaboración con los republicanos y lanzarse a la revolución. El sector legalista de Besteiro se opuso, pero en vano. Ante el tremendo revés electoral, el PSOE se radicalizó aún más. El sector llamado "bolchevique" o "leninista", dirigido por Largo Caballero y apoyado por Prieto, marginó a los besteiristas por medio de maniobras y ataques internos, tras lo cual formó, en enero de 1934, un comité secreto para preparar la revolución, concebida literalmente como una guerra civil.

1934, punto de no retorno

En el verano de 1934 las izquierdas promovieron una oposición desestabilizadora contra los gobiernos centristas. La derecha y los propios lerrouxistas fueron acusados, con falsedad deliberada e incesante, de fascistas. Los socialistas lanzaron una huelga general del campo durante la cosecha, que arruinaría ésta y desataría un hambre masiva. Fueron incendiadas las mieses en diversos lugares, y asesinados jornaleros que querían trabajar, pero la enérgica reacción del Gobierno frustró la intentona. A continuación, los nacionalistas catalanes impulsaron un clima de rebelión, con pretextos nimios, y utilizaron las facilidades legales para organizar una insurrección armada en Cataluña. Azaña, de acuerdo con ellos, intentó un segundo golpe de estado, que fracasó porque requería la cooperación del PSOE y éste había decidido luchar no por un nuevo Gobierno izquierdista burgués, sino por la dictadura del proletariado, es decir, del propio PSOE. A continuación se sumó el PNV a la oleada desestabilizadora, con lo que se llegó a septiembre en una situación extrema de desobediencia y desafío a la legalidad.

El polvorín terminó estallando a principios de octubre, cuando la CEDA resolvió por fin hacer uso de sus derechos democráticos y entrar en el Gobierno, si bien de forma muy tímida. Esta decisión, legal y legítima, fue utilizada por las izquierdas como el pretexto para desatar la guerra civil. Participaron en la insurrección los socialistas y los nacionalistas catalanes, más los comunistas y algunos sectores anarquistas, con el apoyo político de las izquierdas republicanas. Se trató, por tanto, de un asalto generalizado a un Gobierno legítimo, básicamente republicano de centro, salido de un triunfo indiscutible en las urnas y que en todo momento había respetado la ley.

La insurrección fracasó al no lograr apoyo de masas, excepto en una parte de Asturias, donde durante dos semanas se materializó una verdadera guerra civil. El resultado fueron 1.400 muertos y cuantiosos daños materiales en 26 provincias, además de destrucciones invalorables en el patrimonio cultural e histórico del país.

Al atacar las izquierdas la legalidad republicana establecida por ellas mismas, la derecha tenía la ocasión perfecta para replicar con un contragolpe desde el poder y aniquilar a sus enemigos y a la misma República. La CEDA no estaba conforme con una Constitución republicana no consensuada sino impuesta por el rodillo izquierdista, y pensaba reformarla por la vía legal. Además, Gil-Robles hizo ocasionalmente declaraciones contra el parlamentarismo y la democracia liberal, si bien muchas menos que las de las izquierdas. Por lo tanto, el peligro de una reacción que aniquilase de una vez el experimento republicano pareció real a muchos, dentro y fuera de España.

Sin embargo, la CEDA demostró en la ocasión su verdadero carácter: defendió una legalidad que no le gustaba, invocando textualmente las libertades, y la represión fue muy inferior a la realizada por otros gobiernos europeos contra intentonas similares.

La derrota pudo cambiar los enfoques de las izquierdas con respecto a la ley y a la alternancia política, pero no ocurrió nada parecido. Su radicalismo se exacerbó, el episodio de guerra civil fue ensalzado como un hecho heroico, las derechas fueron calificadas todavía con más intensidad de "fascistas" y se desató una tremenda campaña nacional e internacional contra las atrocidades de la represión derechista, en su gran mayoría inventadas o exageradas sin tasa.

Las izquierdas sacaron de su fracaso lecciones contra la democracia. Acordaron volver a las elecciones unidas en un bloque, para, si lograban el poder, reformar el Estado a fin de impedir cualquier posibilidad de vuelta de las derechas al poder.

Y así ocurrió. En febrero de 1936 ganó el que sería llamado "Frente Popular", en unas elecciones muy anómalas pero cuyo resultado aceptó la CEDA, en otra muestra de respeto a la alternancia, aun si ese respeto venía, en la ocasión, más del pánico que de convicciones razonables. En fin, habían ganado los mismos que se habían rebelado en 1934, que seguían jactándose de ello y que habían amenazado en su propaganda electoral con el exterminio de la derecha. ¿Qué iba a ocurrir? La derecha se aferró a Azaña como último valladar frente al renovado impulso revolucionario.

Pero la esperanza en Azaña iba a verse defraudada. La ley empezó a aplicarse desde la calle, por medio de tumultos, se reorganizaron las milicias y el terrorismo de partidos y cundieron los asesinatos, los incendios de iglesias, los asaltos a sedes y periódicos de la derecha, las huelgas violentas e interminables, etc. Ahora bien, la proliferación de las violencias y amenazas no causó directamente el hundimiento del régimen, pues cualquier Gobierno puede tener que afrontar graves desórdenes sin por ello deslegitimarse. La clave del desastre fue que el Gobierno, lejos de cumplir y hacer cumplir la ley, colaboró de hecho, o amparó, los movimientos revolucionarios, y al mismo tiempo impulsó por su cuenta un rápido proceso de destrucción de la legalidad.

Azaña declaró que el poder no saldría ya de manos de la izquierda, y a tal fin procedió a liquidar las reglas del juego democrático para pulverizar a la derecha y transformar la democracia liberal en algo parecido a la seudodemocracia del PRI mejicano, muy admirado por las izquierdas revolucionarias españolas. En muy pocos meses asestó tres golpes decisivos a la legalidad. En primer lugar, promovió una arbitraria "revisión de actas" para reducir a la inoperancia la representación parlamentaria de la CEDA; en segundo lugar, destituyó ilegítimamente al presidente derechista Alcalá-Zamora, a quien, en rigor, debían el poder las izquierdas; y, en tercer lugar, procedió a la depuración de diversos aparatos del Estado y, especialmente, al control del poder judicial, sometiéndolo a comités de vigilancia izquierdistas.

Estos dos movimientos, desde la calle y desde el poder, arrasaron el proyecto inicial republicano de una democracia liberal, culminando en el asesinato de Calvo Sotelo, que condensa todas las peculiaridades del período: la policía actuando como un grupo terrorista en colaboración con las milicias del PSOE. Contra la versión habitual, no fue la guerra lo que destruyó la democracia, sino que la destrucción previa de la democracia ocasionó la guerra. No quedaba posibilidad de alternancia ni de simple convivencia en paz. Fueron las izquierdas, básicamente, quienes acabaron con el proyecto demoliberal de la República y provocaron una guerra que estaban seguras de ganar, pero que terminaron perdiendo.

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