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Democracia y corrupción en América Latina

El contexto histórico: democratización y reformas económicas

Hace unos veinte años comenzó en América Latina un rápido proceso de democratización que, en corto tiempo, produjo un resultado casi sorprendente: todos los países de la región, salvo Cuba, tenían gobiernos libremente elegidos ya a comienzos de la década de los noventa. Las tradicionales dictaduras militares, fueran de izquierda o de derecha, populistas o conservadoras, cedieron el paso a gobiernos civiles que, en ocasiones en un ambiente de euforia, asumieron la tarea de renovar y fortalecer las instituciones políticas de cada país. El proceso, amplio y sostenido, continuó la tendencia que habían iniciado poco tiempo antes las naciones del sur de Europa -Portugal, España, Grecia- y que seguirían otras del Asia Oriental y de Europa del Este, en este caso luego de la desaparición del comunismo. Mientras esto ocurría, un grupo más pequeño de naciones latinoamericanas -Costa Rica, México, Colombia y Venezuela- que no había soportado dictaduras en el pasado cercano, mantuvieron regímenes democráticos más o menos estables. El sistema de la democracia liberal, tal como lo sostuvo en su momento Francis Fukuyama, se había impuesto de un modo completo y casi universal, al menos en cuanto a punto de referencia y modelo básico de organización política.

Las nuevas democracias latinoamericanas enfrentaron, en sus comienzos, una situación delicada en lo económico y bastante confusa en lo político. Las políticas de crecimiento basadas en la sustitución de importaciones y el papel promotor del Estado fueron continuadas por un tiempo, en medio de la grave situación económica que produjo la crisis del endeudamiento externo de 1982, con lo que varias naciones afrontaron muy altas inflaciones, inestabilidad y un retroceso económico sumamente agudo. Pero luego, hacia el final de los ochenta, la mayoría de los países de la región comenzaron a realizar reformas que abrieron las economías al exterior, disminuyeron el papel del Estado y, en definitiva, integraron nuevamente la región a la economía mundial, restableciendo el crecimiento y dando un papel más importante a los mercados.

Este proceso favoreció la consolidación de unas democracias que, al comienzo, tuvieron que responder a demandas sociales largamente represadas, no sólo en el plano económico sino también en cuanto al respeto a las libertades y los derechos civiles y políticos, combatiendo contra muchos resabios de las dictaduras anteriores. En estos años, donde prevalecieron como objetivos la consolidación del sistema y las reformas económicas, la opinión pública y los gobiernos prestaron poca atención, relativamente, al problema de la corrupción. Los regímenes autoritarios anteriores no habían permitido obviamente, un debate abierto sobre el tema, aunque todos suponían que se cometían frecuentes y graves actos de corrupción.

La percepción sobre el problema, sin embargo, cambió rápidamente en los años siguientes. Con el clima de mayor libertad que se fue consolidando, y en medio de las dificultades económicas que muchos países vivieron, la corrupción pasó a convertirse en un tema importante, a veces central, en varias de las naciones de la región. ¿Por qué sucedió esto? ¿Cómo podemos abordar la discusión de un tema que se presta tan fácilmente a un tratamiento emotivo y simplista? A responder estos interrogantes nos dedicaremos en las líneas que siguen.

La pertinacia de la corrupción

Conviene recordar, al comienzo de nuestro análisis, que el concepto de corrupción, en sí mismo, implica de partida una idea de decadencia, de algo que se echa a perder, se daña o altera, perdiendo sus calidades iniciales. Hablar de sociedades, partidos o personas corruptas supone postular, indirectamente, la existencia de un estado anterior de mayor limpieza, honestidad y pulcritud en el manejo de los dineros públicos.

Esto no llamaría la atención si no existiera, por otra parte, un amplio registro histórico que muestra la pervivencia, casi inmutable, de los fenómenos que hoy encuadramos bajo el rótulo de corrupción: enriquecimiento personal de funcionarios a través de la apropiación de dineros públicos, distracción de estos fondos para otros fines, sobornos, mordidas y coimas, pagos exigidos al margen de la ley y toda la variopinta gama de delitos que siempre dan al empleado del poder público la posibilidad de lucrar con las funciones de su cargo. Desde el Código de Hammurabi en adelante la corrupción parece ser consustancial a la práctica misma del gobierno. No en vano Lord Acton generaliza y sostiene que "el poder corrompe" y, de un modo más restringido, Mises afirma que "el intervencionismo engendra siempre corrupción" (La Acción Humana, p. 1.065).

Llegados a este punto es preciso detenerse, aunque sea un momento, en algunas de las características peculiares de los delitos de corrupción que los hacen, de por sí, más complejos que los que se cometen contra la propiedad o la vida de las personas: involucran, por lo general, la concurrencia de dos voluntades, la de quien se corrompe pero también la del que actúa como corruptor. No siempre las cosas suceden de este modo: si un funcionario -actuando en solitario- se apropia de dineros públicos, está cometiendo un acto que atenta contra la propiedad de la institución que le ha confiado sus fondos y, paralelamente, traicionando la confianza depositada en él por quienes lo han investido de poderes. Pero si un empleado público acepta un soborno para inscribir a una empresa sin llenar los requisitos legales, realiza una contratación deshonesta o permite que alguien viole la ley en su propio provecho, aceptando para ello parte de los beneficios obtenidos, se arriba a una situación en la que destaca la complicidad entre las partes.

Aun así, a mi juicio, existe una asimetría entre las responsabilidades. Si bien el corruptor y el corrupto se benefician de la acción ilegal que se ejecuta, el papel y la posición de este último son diferentes a los del primero. Quien exige el soborno o se deja sobornar tiene por una parte una responsabilidad, conferida indirectamente por la colectividad, para que vele por los dineros públicos y el cumplimiento de la ley; no existe nada semejante del lado de la persona o empresa que entra en tratos con tal funcionario. El corrupto, por otra parte, tiene detrás de sí algo que los particulares no tenemos: goza del poder del Estado, de su respaldo, de la capacidad para -en última instancia por la fuerza- condicionar nuestra conducta. Aprovecha su poder, directo o delegado, para pedir imperiosamente lo que la ley no lo habilita a reclamar. Por eso no sólo viola la norma en su provecho personal, como también lo hace el corruptor, sino que viola además el pacto implícito que le permite cumplir ciertas funciones públicas. Su delito es, en ese sentido, abuso de poder, aprovechamiento de dichas funciones para sus propios fines y, por lo tanto, un lugar donde se intersectan las motivaciones privadas con las normativas generales, un lugar de algún modo inevitable en tanto exista poder político y la fuerza para hacerlo prevalecer.

Pero en muchos casos de corrupción, además, se presenta otra circunstancia que contribuye a complicar el análisis. Cuando la ley establece impuestos confiscatorios, controles al cambio de moneda que llevan a la desaparición casi total de los ahorros o aranceles absolutamente prohibitivos, la corrupción, de un modo directo, queda engendrada por la misma ley, por la acción de un Estado que parece empeñado en destruir el patrimonio o la libertad de las personas. Es perfectamente comprensible, en estos casos, que el ciudadano recurra a la evasión impositiva, alguna forma de contrabando o la fuga de divisas, pues de otro modo se verá obligado a enfrentar significativas pérdidas. La norma legal entra en conflicto con los más legítimos intereses, en un entorno en que todos prácticamente se ven obligados a ser corruptos, porque es desde el propio poder político como se crea una situación insostenible. Llegados a este punto, ¿qué puede hacer el ciudadano, o aun el funcionario? ¿Dónde queda la verdadera responsabilidad por lo que ocurre? Debemos aceptar que en casos semejantes, y en especial en situaciones límite, la ley genera una profunda inmoralidad que habrá de corromper a todo el tejido de la sociedad.

Intervencionismo y corrupción

Lo que debemos preguntarnos, ahora, no es tanto si existe o no corrupción en un momento y en un gobierno dado -pues nuestro análisis nos permite asumir que, en principio, de alguna manera, ésta siempre existirá- sino en qué condiciones la corrupción es mayor o menor, y por qué en ocasiones el asunto salta a la discusión pública con una fuerza que lo coloca en el centro de la preocupación ciudadana.

La respuesta a la primera pregunta, para el liberalismo, tiene estrecha relación con el análisis que acabamos de hacer y la breve sentencia de Mises que transcribimos más arriba: "la corrupción es directamente proporcional a las oportunidades que se brindan al funcionario para que abuse de su poder". Cuantos más controles y regulaciones haya sobre la actividad económica, cuantas más leyes, decretos y ordenanzas se impongan a ésta, más fácil resultará crear situaciones en que los particulares y las empresas, para proseguir con sus negocios, tengan que buscar el favor de los funcionarios a través de algún tipo de dádiva o soborno. El intervencionismo, al someter la economía al ámbito de la política, creará inevitablemente situaciones en que los representantes del poder público puedan actuar a su arbitrio y discreción, propiciando así el aumento de la corrupción. Un gobierno limitado, sujeto a leyes claras y precisas, provocará menos ocasiones para que se produzcan actos de corrupción.

La experiencia histórica universal parece corroborar plenamente las afirmaciones anteriores. Pensemos en lo que ocurre en una dictadura donde el gobernante asigna contratos millonarios a sus protegidos, donde las aduanas, oficinas de impuestos y otras dependencias sólo pueden atravesarse gracias al favor del funcionario de turno, o donde se toman decisiones sobre precios que pueden afectar -favorable o adversamente- a casi todos los que se ocupan de la producción y el comercio, y comparémoslo con países donde las normas son pocas y estables, donde el acceso a los mercados no está limitado por el favoritismo, los precios son libres y la intervención estatal es poca. La diferencia es clara y no se necesita abundar en mayores detalles para llevarnos a una conclusión tajante: la corrupción florece en las economías intervenidas, queda escondida cuando no hay administraciones responsables de sus actos, compromete a todos cuando la sociedad queda a merced de gobernantes que pretenden controlarlo todo. En Latinoamérica todas estas circunstancias se dieron claramente durante el período de intervencionismo estatal que precedió a las reformas orientadas hacia la economía de mercado. La corrupción reinó sin cortapisas durante las dictaduras y las democracias que las sucedieron, y no parece haber amainado cuando comenzaron a venderse empresas públicas y reducirse las regulaciones, cuando se abrieron más los países al exterior o se redujeron un tanto las funciones del Estado. Pero es sólo ahora, paradójicamente, cuando la opinión pública ha empezado a reclamar contra ella, a elevar el tono de un debate que anteriormente no despertaba tanto interés.

Esto ha sucedido por variadas razones, en circunstancias que también han sido bastante diferentes. En algunos países, y el mejor ejemplo aquí me parece Venezuela, la corrupción apareció peligrosamente como la explicación más sencilla y a mano del estancamiento económico de un país que no pudo realizar más que ajustes parciales y ninguna reforma realmente estructural. La gente rechazó las reformas, como en 1989, pero se volvió también contra los partidos y los líderes que antes -cuando el Estado transfería mayores ingresos petroleros- se aceptaban de buen grado, aunque se conocieran sus manejos bastante poco escrupulosos de los dineros públicos. Al hacer de la corrupción la causa última de todos los males, acusando a la vez de corruptos a todos los políticos, se creó una atmósfera anti-partidos que catapultó al poder a una figura como Chávez, militar de carrera y además golpista. La ingenuidad del análisis y los deseos de una solución pronta, casi mágica, confluyeron en la búsqueda de un líder mesiánico que en realidad ofrece, por la concentración de poder que se ha producido, menos barreras y garantías contra la corrupción.

No es semejante el caso de lo que ocurre, digamos, en Argentina o en México. Es cierto que allí también las dificultades de la crisis, y de los sucesivos ajustes, sensibilizaron a la opinión pública respecto a los abusos del poder en momentos en que se padecían penurias económicas bastante serias. Es verdad también que el fin de la dictadura argentina o la gradual apertura mexicana hacia formas más democráticas permitieron hablar de lo que antes estaba vedado u oculto por mil velos. Pero lo interesante es que la mejora de la situación que produjeron las reformas no bastó para disminuir significativamente la corrupción ni el celo con que se mantiene una denuncia constante contra tales prácticas. Es posible asumir, por esto, que una conciencia democrática más aguda, junto con una nueva percepción del rol del Estado, han llevado a exigir mayor transparencia y responsabilidad a quienes ejercen el poder, reduciendo la tolerancia a los vicios que siempre lo acompañan.

Puede decirse, pues, que en todas partes tenemos hoy una opinión pública menos pasiva y más sensible a los abusos de poder que tiene que soportar. No se trata de que hayan aumentado o no los casos de corrupción -aunque esto, en realidad, es imposible de determinar- sino que una ciudadanía más alerta, menos conformista, que paga más impuestos y sufre más directamente los errores de política económica que se cometen, está menos dispuesta a dejar pasar las faltas de sus gobernantes.

No basta todo esto, sin embargo, para sostener que la lucha contra la corrupción ha entrado en una fase de madurez que pueda dar mejores y más duraderos resultados. Todavía, creo, no se ha comprendido que este mal no se enfrenta con exhortaciones morales ni con leyes más severas, que estas son medidas desproporcionadamente débiles frente a la magnitud de la tentación: es preciso entender que el propio ordenamiento legal debe estar construido para que resulten menos frecuentes los casos de corrupción, que debe diseñarse de tal modo que se exija en todo momento transparencia y responsabilidad al funcionario público. Esto implica además reducir al mínimo posible las funciones del Estado y los campos en que interviene y supone, aún más allá, desacralizar por completo una institución que todavía se rodea del aura mítica con que nació y se desarrolló durante milenios.

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