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El modelo capitalista de gestión de la acción política nazi

Viendo el horror en estado puro en que el régimen nazi devino, la pregunta es inevitable: ¿cómo pudo llegar a pasar? ¿Cómo es posible que el partido nacionalsocialista (NSDAP) llegara al poder en una de las naciones más civilizadas y cultas de la época?

Son muchas las razones que se han aducido para explicar esa aparente anomalía. Algunas son de carácter ideológico: el antisemitismo latente en la sociedad alemana, la humillación de la derrota en la Primera Guerra Mundial, el miedo a la Unión Soviética y al avance del Partido Comunista... Otras son económicas: las extraordinarias indemnizaciones de guerra que Alemania se vio obligada a pagar, la hiperinflación de 1922-1923, que permitió el surgimiento del Partido Nazi al empobrecer a la clase media y abonar el terreno para el discurso anticapitalista y nacionalista, y, sobre todo, la depresión posterior al crack de 1929, que empujó a la miseria a amplias capas de la población, polarizó el voto, destruyó los últimos restos de credibilidad del régimen democrático de Weimar y transformó al minoritario NSDAP en el partido hegemónico de la derecha

Todas esas razones son muy ciertas y todas contribuyeron, en mayor o menor medida, a que Hitler llegara al poder. Pero existe otra razón adicional, que William Sheridan Allen apunta en su excelente libro La toma del poder por los nazis y que explica por qué fue precisamente el NSDAP el que logró beneficiarse electoralmente de aquella conjunción de circunstancias. Esa razón es la absoluta perfección del aparato del partido nacional-socialista.

Resulta aleccionador estudiar cómo estructuraron los nazis su partido para convertirlo en una máquina imbatible de conquista del poder, porque el NSDAP consiguió transformarse en una organización de masas autofinanciada de una manera muy simple: aplicando recetas de gestión puramente capitalista a la acción política.

El sistema era de una sencillez pasmosa. Antes de llegar al poder, las organizaciones locales eran responsables de su propia financiación; debían obtener de los afiliados y simpatizantes los recursos económicos para su propia supervivencia y para contribuir al funcionamiento de los niveles superiores del partido. Por supuesto, eso se lograba mediante las cuotas de los afiliados, las donaciones puntuales, las colectas realizadas por los militantes y la venta de material propagandístico. En eso no se diferenciaban de ningún otro partido del mundo.

Pero además –y aquí viene la innovación que los nazis introdujeron y aprovecharon extraordinariamente– los actos del partido (mítines, fiestas, conmemoraciones) se empleaban como elemento fundamental de recaudación. Para ello, el aparato central del partido ponía a disposición de las organizaciones locales una lista de oradores, entre los cuales se podía elegir libremente. Cada orador tenía su tarifa, decidida por él mismo, y las organizaciones locales cobraban a los simpatizantes por asistir a los actos. Con el dinero recaudado pagaban a los oradores, cubrían los gastos de organización, pasaban un porcentaje a los niveles superiores del partido y obtenían los fondos con que financiar el funcionamiento de la organización local.

Cada acto multitudinario se convertía, de esa forma, en mucho más que un simple mitin: era una auténtica operación de producción comercial de un espectáculo, que la organización local tenía que planificar con el mismo cuidado con el que hoy en día se planifican los conciertos de las bandas de rock más conocidas.

Había, en primer lugar, que seleccionar los oradores correctos: los más conocidos y mejores atraían más público, pero cobraban más caro. Había que calcular el número de asistentes que acudirían, y reservar o alquilar un lugar suficientemente espacioso para que cupieran. Había que preparar la escenografía apropiada, que era una parte fundamental del espectáculo. Había que adquirir material propagandístico (merchandising) al aparato central del partido, para venderlo durante el acto. Había que efectuar una campaña publicitaria para anunciar el mitin o festival, con el fin de asegurarse un lleno en la sala o la explanada donde se fuera a celebrar. Había que llevar una contabilidad exhaustiva y minuciosa. Y, después de celebrado el acto, había que evaluar cuidadosamente los resultados –el desarrollo del mitin, el número de asistentes, los ingresos obtenidos y el beneficio final de la operación– con el fin de corregir cualquier posible error e ir mejorando las sucesivas convocatorias. Era el concepto del show business aplicado a la acción política.

El sistema no tenía más que ventajas. Para los oradores, implicaba que tenían que darlo todo en cada actuación: cuanto mejor fuera un orador, cuanto más enardeciera a las masas, cuanto más consiguiera que el público se fuera a su casa satisfecho... más asistentes podría atraer en su próxima comparecencia, más veces le invitarían a actuar las organizaciones locales y más subiría su caché. Los oradores eran los artistas de ese show business político. Hasta los altos jerarcas del partido cobraban por sus actuaciones estelares. Por supuesto, los malos oradores eran rápidamente eliminados del circuito, porque dejaban de ser contratados, lo que introducía una selección natural que redundaba en una continua mejora del plantel de oradores.

De cara a la organización local –los productores en ese show business–, existía un incentivo permanente para la organización de actos. Y también para que esos actos fueran multitudinarios. No era necesario que el partido impartiera órdenes detalladas, porque las propias organizaciones locales eran las primeras interesadas en el éxito de cada mitin, ya que de ello dependía su disponibilidad de fondos. Por supuesto, cuando los cuadros del partido no mostraban efectividad en una cierta localidad, su probabilidad de mantenerse en el puesto disminuía a marchas forzadas, porque se veía afectada la propia financiación de la organización local. De nuevo, eso favorecía la selección natural de los cuadros, lo que contribuyó a que el NSDAP contara con una estructura perfectamente engrasada en toda Alemania.

Por lo que respecta a los simpatizantes, los mítines y festivales nazis eran un espectáculo que casi nunca defraudaba, porque a la organización local le iba la vida en que la gente se sintiera satisfecha del dinero que había pagado por la entrada. Los simpatizantes eran el público de ese show business y todos los esfuerzos se dirigían a satisfacer a ese público.

Ese sistema de gestión puramente capitalista de los actos del partido se autorregulaba, y permitió desde muy pronto garantizar la viabilidad financiera del partido, porque funcionaba a la perfección. A diferencia de otras formaciones de la época, el NSDAP tenía un músculo financiero que le permitía estar en campaña de forma casi permanente. Y esas campañas, lejos de agotar las arcas de las organizaciones locales, servían para llenarlas más aún. El único límite era la saturación del mercado, y las organizaciones locales del partido aprendieron pronto, por la cuenta que les traía, a tensar la cuerda sin romperla.

El sistema era efectivo no solo desde el punto de vista económico: también contribuyó a ajustar los mensajes políticos del NSDAP con una finura imposible de conseguir mediante una planificación centralizada.

El público objetivo del NSDAP –sus simpatizantes y votantes– no era ni mucho menos homogéneo. El perfil sociológico del votante nazi de los barrios deprimidos de Berlín no tenía nada que ver con el típico simpatizante de Hitler en las zonas rurales más conservadoras. El NSDAP era, desde el punto de vista ideológico, una amalgama muy difusa; y sus votantes, muy distintos unos de otros. Y sin embargo el Partido Nazi no tuvo que hacer ningún esfuerzo especial para afrontar esas contradicciones, porque el sistema de actos multitudinarios autofinanciados se encargaba de resolver el problema: puesto que eran las organizaciones locales las que seleccionaban a los oradores y el merchandising publicitario, cada organización elegía siempre los ingredientes del show de acuerdo con los deseos de su público objetivo.

Así, por ejemplo, en muchas zonas rurales se atenuaba el discurso antisemita y se ponía el acento en el carácter nacionalista y anticomunista del partido, para ajustar el mensaje a un público mayoritariamente conservador, burgués y religioso, deseoso simplemente de oír hablar de orgullo patrio y de ley y orden. Por el contrario, en muchas zonas industriales se acentuaba el discurso anticapitalista, antirrepublicano y antisemita, para halagar a un público que acudía a los mítines a escuchar proclamas contra los banqueros, contra la corrupción, contra las oligarquías, contra los especuladores, contra los judíos, contra las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial y contra la miseria en que Alemania estaba hundida.

El Partido Nazi logró la hegemonía electoral de la derecha, y la victoria en las elecciones, porque supo serlo todo para todos. Era una auténtica empresa que se adaptaba a los gustos de cada mercado local. Su sistema puramente capitalista de gestión de la acción política permitió llevar a cada alemán el mensaje que ese alemán concreto quería escuchar, sin que nadie hiciera arduos análisis sociológicos y sin que el aparato central del partido hubiera de molestarse en planificar en exceso: eran los propios simpatizantes y votantes, comprando las entradas, los que se encargaban de decirle a cada organización local "Por aquí vais bien" u "Os estáis equivocando". Y como su financiación dependía de la celebración de esos actos, cada organización local se encargaba de corregir los errores de la forma más rápida posible.

Una vez conseguido el poder, por supuesto, todo eso cambió: el partido pudo ya comenzar a nutrirse de los recursos del Estado. Pero resulta irónico que un partido totalitario y socialista como el nazi consiguiera el poder, curiosamente, aplicando a la acción política un modelo de gestión basado en la más descarnada competencia y en la libre operación de las leyes del mercado ideológico.

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