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ENIGMAS DE LA HISTORIA

Las fuentes de inspiración de los Protocolos

La verdadera intencionalidad del panfleto de Nilus, de los Protocolos de los sabios de Sión, una defensa de la autocracia nobiliaria y antisemita, sus aspectos más ridículos y el carácter espurio de la composición permitieron desde el principio intuir el carácter falso y fraudulento de su contenido. Sin embargo, su fuente de inspiración tardará en ser descubierta algunos años.

Los días 16, 17 y 18 de agosto de 1921, The Times publicaba un despacho del corresponsal en Constantinopla, Philip Graves, en el que se revelaba la fuente auténtica de los Protocolos. Estos no eran sino un plagio de un folleto dirigido contra Napoleón III, publicado originalmente en 1865. Graves señalaba a un ruso, al que denominaba Mr. X, el que había entregado incluso una copia del libro del que se habían plagiado los Protocolos: “Como ya he dicho, antes de recibir el libro de Mr. X, tenía sentimientos de incredulidad. No creía que los Protocolos de Serge Nilus (en la foto) fueran auténticos. Pero de no haberlo visto, no hubiera podido creer que el autor del que Nilus tomó el original fuera un plagiario sin cuidado ni vergüenza. El libro de Ginebra es un ataque apenas disfrazado contra el despotismo de Napoleón III, en forma de una serie de 25 diálogos... entre Montesquieu y Maquiavelo...”

Efectivamente, Graves había dado en el clavo. De hecho, antes de publicar sus informaciones, The Times había realizado una investigación en el Museo Británico, fruto de la cual fue el hallazgo de un libro, editado no en Ginebra sino en Bruselas en 1864, titulado Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, y obra de un abogado francés llamado Maurice Joly. La obra era una crítica al régimen de Napoleón III que utilizaba como vehículo un diálogo entre Montesquieu, defensor del liberalismo, y Maquiavelo, paladín de un despotismo cínico que era similar al gobierno imperial. Pese a lo ingenioso del artificio, la policía francesa detuvo a Joly que, juzgado el 25 de abril de 1865, fue condenado a quince meses de prisión. En cuanto al libro fue prohibido. Prohibido.., pero no eliminado. De hecho, hay cerca de doscientos pasajes de los Protocolos copiados de la obra de Joly. La proporción del material copiado varía según cada protocolo. En algunos casos, por ejemplo el protocolo séptimo, casi todo el texto es un plagio, en otros nueve supera la mitad, etc. Hoy en día no cabe la menor duda —salvo a los que siguen deseando mover el espantajo de la conjura judía para llevar a cabo sus propios planes políticos como es el caso de los islamistas— de que los Protocolos son un fraude absoluto. Al dato documental pronto se unirían las confesiones de los partícipes en el fraude. Henri Bint, un alsaciano que desde 1880 había estado al servicio de la policía secreta rusa, confesó, en el curso de una investigación judicial, que los Protocolos habían surgido como respuesta a órdenes emanadas de Piotr Ivanovich Rachkovsky, jefe de la organización. Su testimonio fue confirmado por el conocido periodista Vladimir Burtsev.

Rachkovsky fue un personaje absolutamente novelesco entre cuyas creaciones figuró la de la organización antisemita Unión del Pueblo ruso, que distribuiría con auténtico tesón los Protocolos. Estos se idearon en alguna fecha situada entre 1894 y 1899, su país de origen material fue Francia (en medio del ardor provocado por el “affaire Dreyfus”), aunque la falsificación se debió claramente a la mano de un ruso y estaba destinada a ser utilizada por la extrema derecha rusa. Originalmente, el documento pretendía una finalidad similar a la del Diálogo... del que estaba plagiado: dañar a un gobernante que, en el caso ruso, era el ministro ruso, modernizador y reformista, Witte, al que se tenía la intención de presentar como un instrumento del poder judío en la sombra. Sólo con posterioridad Rachkovsky concibió la idea de convertirlo de manera preeminente en un panfleto antisemita. La versión de Nilus es la que más se aproxima al primer texto de la falsificación —aunque no fue el primero en publicarla— pero sigue sin estar claro como cayó en sus manos.

El mismo personaje de Nilus no deja de tener un cierto interés y, en buena medida, puede decirse que se trataba del sujeto ideal para difundir el fraude de los Protocolos. Nihilista admirador de Nietzsche en una primera época, vivió plácidamente con su amante en Biarritz hasta que se arruinó. Aquella desgracia marcó un punto de inflexión en su vida. Se convirtió en cristiano ortodoxo y en defensor de la autocracia zarista. A esto unió un rechazo frontal por la civilización contemporánea y por el racionalismo. No parece haberle costado mucho llegar a la conclusión de que estaba dotado de virtudes místicas y de una misión salvadora, misión centrada en oponerse a una supuesta conjura judía de carácter universal. En esta sí parece que creía... pero no en los Protocolos. El testimonio de una de las personas que más intimó con él, Du Chayla, nos proporciona unos datos muy interesantes al respecto. Aunque Nilus pensaba que los Protocolos podían ser falsos, argumentaba que semejante circunstancia no invalidaba la tesis de una conjura universal judía. Merece la pena reproducir el relato de una conversación entre Nilus y Du Chayla recogida por este último. Ante la pregunta de Du Chayla sobre lo dudoso del texto, Nilus contestó:

“¿Sabe usted cuál es mi cita favorita de san Pablo? La fuerza de Dios actúa a través de la flaqueza humana. Reconozcamos que los Protocolos son falsos. Pero, ¿no puede Dios usarlos para desenmascarar la maldad que se está preparando? ¿No profetizó la burra de Balaam? ¿No puede Dios, por nuestra fe, transformar la osamenta de un perro en reliquias que realicen milagros? ¡De la misma manera puede colocar el anuncio de la verdad en una boca mentirosa!”

No fue el único en Rusia, aparte de sus forjadores, que supo que eran falsos. Ante la impresión que el escrito produjo en el zar Nicolás II cuando accedió a su lectura, el ministro ruso del Interior, Stolypin encargó a Martinov y Vassiliev, dos oficiales de la gendarmería, una investigación secreta sobre los orígenes de los Protocolos. El resultado de la misma no pudo resultar más claro. La obra era una falsificación. Stolypin entregó el informe al zar que decidió abandonar su uso por esa causa:

“Abandonemos los Protocolos. No se puede defender una causa noble con métodos sucios”, reconocería el soberano. Posiblemente, el libro habría caído en el olvido —el propio Nilus se quejaba de su falta de eco— de no haber sido por el estallido de la Revolución de 1917. A partir de ese entonces, el ridículo panfleto fue contemplado por muchos como una profecía. Entre los ejércitos blancos que combatieron a los bolcheviques, los Protocolos conocieron asimismo una enorme popularidad. De hecho, el almirante blanco Kolchak estaba literalmente obsesionado por ellos e incluso se realizó una versión abreviada para uso de todos los oficiales y suboficiales del ejército blanco.

Además el denominado “Documento Zunder” que vinculaba la Revolución rusa a los judíos fue considerado como una confirmación de la veracidad de los asertos contenidos en el panfleto. Sin embargo, el fenómeno no quedaría limitado a Rusia. Para enero de 1918, antes incluso de la derrota en la Primera Guerra Mundial, comenzaron a aparecer en Alemania escritos en que se defendía la tesis de la conspiración antisemita como una variación del “Discurso del rabino”. A partir de 1919, el fenómeno experimentó un auge espectacular siendo incluso apoyado por algunos miembros de la caída dinastía de los Hohenzollern. En calidad de frutos de la conspiración judía mundial se presentaban tanto la revolución bolchevique como la derrota de las potencias centrales en la Gran Guerra. Al igual que había sucedido en Rusia, algunos de los propaladores (en este caso el antiguo kaiser y el general Ludendorf) creían en la veracidad de la obra. Otros —como el conde Ernst zu Reventlow, que acabaría siendo miembro del partido nazi— eran conscientes de su falsedad y se limitaban a aprovecharse de ella.

En 1919 ya existían media docena de organizaciones consagradas a hacer propaganda de la obra y a partir de 1920, la misma hacía furor en Alemania atreviéndose pocos —como el hebraista Strack— a enfrentarse con ella. En sus páginas se podía hallar una explicación —delirante pero íntimamente tranquilizadora— que arrojaba todas las culpas de los padecimientos del pueblo alemán no sobre sus clases gobernantes, sobre el imperialismo militar o sobre la dinastía de los Hohenzollern. Las responsabilidades eran transferidas, agradablemente, sobre un chivo expiatorio con precedentes no sólo en la historia alemana sino en la de toda Europa. Sin percibirlo, al prestar oído a las burdas falacias de los Protocolos millones de alemanes no revisaban convenientemente su historia y se aprestaban para repetirla esta vez descargando sus propias responsabilidades en millones de inocentes. Para cuando Hitler llegó el poder en 1933, el libro había alcanzado más de una treintena de ediciones. En Polonia, provocó incluso una reacción favorable de parte de la jerarquía católica y tuvo, entre otros efectos, la redacción de un llamamiento firmado por dos cardenales, dos arzobispos y dos obispos en contra del bolchevismo que no sólo estaba dirigido, según ellos, por los judíos sino que era “la encarnación y la consagración del espíritu del Anticristo en la Tierra”.

Semejante dislate —para empezar, la aplastante mayoría de los judíos polacos era antibolchevique— tendría un efecto de no escasa envergadura en millones de católicos no sólo de Polonia sino de todo el mundo. El fenómeno, sin embargo, no se limitó a las naciones que habían sido objeto de la derrota en la Gran Guerra o que habían padecido revueltas comunistas. Así, desde 1918 habían aparecido en Gran Bretaña algunas obras antisemitas que volvían sobre el tópico de la conspiración. Finalmente, a inicios de 1920 los Protocolos aparecieron publicados con el título de The Jewish Peril (El peligro judío). El 8 de mayo de ese año The Times cuestionaba la autenticidad de los documentos pero dejando entrever que podría no tratarse de una falsificación. Sin embargo, la marea duró poco. En agosto de 1921, este mismo periódico publicó durante tres días consecutivos un reportaje —al que ya hemos hecho referencia con anterioridad— en el que se demostraba que los Protocolos no pasaban de ser un plagio aderezado. Con ello, la popularidad de la obra tocaba, sensatamente, a su fin.

En Estados Unidos, la situación fue ligeramente distinta. Durante 1920, el Dearborn Independent, un periódico propiedad del industrial Henry Ford, publicó una serie de artículos que darían lugar al libro antisemita conocido como The International Jew: the world's foremost problem (El judío internacional: el problema principal del mundo). Los artículos —y posterior libro— de Ford (aunque en realidad no fue él quien lo escribió sino un alemán residente en Estados Unidos llamado August Máller y un refugiado ruso de nombre Boris Brasol, que después colaboraría con los nazis) estaban plagados de dislates, como el de atribuir a Lenin unos hijos que no tuvo afirmando que hablaba con ellos en yiddish, pero tuvieron un enorme impacto a la hora de popularizar los Protocolos que eran interpretados al estilo alemán. Naturalmente, la actitud de Ford —que volvió a referirse al tema de la conspiración judía mundial en dos libros publicados en 1922 despertó la codicia de los aprovechados que se ofrecieron a darle más pruebas de la supuesta conjura así como la oposición de la gente sensata, fuera o no judía. Entre los opositores a las tesis de Ford ocupó un lugar de importancia Herman Bernstein, un diplomático estadounidense, cuya obra History of a Lie (Historia de una mentira) aparecida en 1921 es uno de los primeros estudios rigurosos sobre la falsificación en la que se sustentaban los Protocolos. No se limitó a eso el papel de Bernstein, sino que llegó a presentar una querella por libelo contra Ford.

Finalmente, en junio de 1927 el industrial se retractaba en una carta dirigida a Louis Marshall, presidente del Comité Judío de Estados Unidos, negando toda responsabilidad en los artículos del Dearborn Independent y en El judío internacional. Se retractaba asimismo de las acusaciones contenidas en ambos y adquiría el compromiso de retirar la obra de la circulación. Sin embargo, tal paso poco podía hacer para remediar el daño causado. El mismo Hitler tuvo durante años un retrato de Ford en su escritorio, manifestó su satisfacción al saber que el industrial se presentaba a la presidencia americana en 1923 y, cuando llegó al poder, lo condecoró. En Francia, otra de las potencias vencedoras de la Gran Guerra, los Protocolos iban a tener un éxito duradero. En 1920, las publicaciones relacionadas con la derechista Acción francesa publicaron reseñas de la obra y durante el verano aparecieron tres traducciones íntegras de la misma, una de ellas debida a monseñor Jouin, párroco de la Iglesia de san Agustín en París.

En Italia, Giovanni Preziosi —afecto desde 1916 a la teoría de la conspiración— publicó la primera traducción de los Protocolos al italiano en 1921. Preziosi demostró una capacidad premonitoria extraordinaria, ya que en agosto de 1922, su revista, La vita italiana, publicaba un artículo titulado “Los judíos, pasión y resurrección de Alemania (Pensamientos de un alemán)”, que, aunque firmado con el pseudónimo “Un bávaro”, se debía a un sujeto, entonces anónimo, llamado Adolf Hitler. Preziosi fue además el único publicista italiano que desde el primer momento apoyó a Hitler y al nazismo. La tarea antisemita de Preziosi no tuvo mucho éxito hasta que en 1938 Mussolini, para cimentar mejor su alianza con la Alemania hitleriana, dio comienzo a una campaña antisemita y lo nombró ministro de Estado. Además, en 1935 el proceso dejó establecido que los Protocolos eran, efectivamente, un plagio del libro de Joly. El mismo Hitler no creía en la autenticidad del texto tal y como publicaría en 1939 su antiguo amigo Rauschning, pero semejante circunstancia no le apartó de considerarlo útil en su campaña antisemita:

-“¿No cree usted —objeté— que atribuye demasiada importancia a los judíos?”
-“¡No, no, no! —exclamó Hitler—. Resulta imposible exagerar la calidad formidable del judío como enemigo”.
-“Pero —dije— los Protocolos son una evidente falsificación... Me resulta obvio que no pueden ser auténticos”.
-¿Por qué no? —gruño Hitler.
“Le importaba un pito —dijo— que el libro fuera históricamente cierto. Si no lo era, su verdad intrínseca le parecía aún más convincente...”.

En marzo de 1940, el hijo de Nilus le diría a Rosenberg, uno de los ideólogos principales del movimiento nazi: “Soy el hijo único de S. A. Nilus, el descubridor de los Protocolos de los Sabios de Sión. Ni puedo ni debo permanecer indiferente en estos tiempos en que está en juego el destino de todo el mundo ario. Creo que la victoria de ese genio que es el Fuhrer liberará también a mi pobre país... he hecho todo lo posible para ganarme el derecho a participar de manera activa en la liquidación del veneno judío...”. Que semejante afirmación, además de disparatada, fuera homicida carecía de importancia. En el fondo, como sucede con la utilización islámica contemporánea de los Protocolos, lo que tenemos enfrente no es la prueba de una absurda conjura judía mundial sino la utilización de un instrumento propagandístico que permita llevar a cabo con mayor eficacia una política antisemita que sólo se sentiría satisfecha con la eliminación de todos los judíos.

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