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De Munich a Kosovo sin salir de Malta

Sería ilusorio pensar en la intervención de la OTAN en Kosovo contra el régimen nazicomunista de Milosevic supone el entierro definitivo de esa indiferencia política, reveladora de una abyecta insuficiencia moral, que las democracias occidentales han manifestado durante el siglo xx ante las diversas formas de totalitarismo. Antes de esta operación militar a medias y a tientas, Europa y los Estados Unidos han desplegado en los Balcanes, especialmente en Bosnia-Herzegovina, tanto el rastrero egoísmo gallináceo de los acuerdos de Munich, donde Chamberlain y Daladier quisieron comprar la benevolencia de Hitler, como el cadavérico pero insepulto espíritu de los acuerdos de Yalta por los que Washington sometió unilateralmente a la aceptación de Moscú cualquier alteración de las zonas de influencia, aunque fuera a costa de no ayudar a los húngaros de 1956 o a los checos de 1968.

Desde el golpe de Estado bolchevique y la acción esencialmente contemplativa de las potencias mundiales ante la consolidación sangrienta del primero y más mortífero de los totalitarismos del siglo xx, todos los dictadores han podido comprobar en las potencias democráticas la obscena vocación de la inacción, el deseo irrefrenable de sancionar diplomáticamente cualquier situación de hecho, por violento que haya sido el modo de provocarla. Milosevic, solo o en compañía del croata Tudjman, ha sabido explotar hasta ahora esta sutil oscilación del espíritu occidental entre Munich y Yalta, sin que en Kosovo haya hecho atrocidades diferentes de las que le han permitido desarrollar una sólida carrera de acreditado genocida internacional. Nunca un criminal ha dejado tantas huellas de sus crímenes ni ha conseguido convertir todo un país en un plató de televisión donde las superproducciones con víctimas reales han ocupado las horas de máxima audiencia en las televisiones de todo el mundo durante casi una década. Ni el III Reich.

Cuando en 1986 Milosevic se convirtió en líder de la Liga de los Comunistas de Serbia, todavía Hasani, albanés de Kosovo, podía acceder a la Presidencia rotatoria de la República de Yugoslavia y Mikulic, bosnio de origen croata, llegaba a la jefatura del Consejo Ejecutivo Federal. En 1987, Milosevic defenestró a Stambolic y se hizo con el Gobierno serbio. En 1988, mientras Gorbachov aterrizaba en Belgrado y el exdirigente comunista y disidente Milovan Djilas daba su primera conferencia pública en 35 años, Milosevic daba su primer gran mitin de masas y reunía un millón de personas en Belgrado, ya con el propósito anunciado de limitar la autonomía de Kosovo y Vojvodina. En 1989 Milosevic controla el Partido en Vojvodina y el Gobierno en Montenegro. Todos los acontecimientos que siguieron sólo pueden entenderse en clave totalitaria. En el mismo año de la caída del Muro, el régimen comunista yugoslavo sobrevive en parcelas, como de hecho vivía ya bajo Tito, y se embarca en una política típicamente soviética: la intervención militar, el control policial de la sociedad, la persecución de los disidentes internos y la masacre de los enemigos políticos, de dentro o de fuera.

La política de limpieza étnica se hace en nombre de la salvación de una minoría, pero tampoco esos argumentos son nuevos en el comunismo internacional. Desde Lenin, tanto las fronteras como los sentimientos nacionales, así como las rivalidades en los Estados heterogéneos fueron simples herramientas para lograr un objetivo: la consolidación del poder absoluto y su ampliación al máximo. Se puede sacrificar una gran parte del territorio y de la población, como en la paz de Brest-Litowsk, pero cuando es posible también se invade cualquier territorio y se somete a millones de personas, como en el reparto de Polonia tras el pacto nazi-soviético de 1939.

Ni entonces ni nunca ha faltado el trino de los gorriones, loritos y papagayos de la izquierda elogiando las jaulas, nuevas o viejas, señalando las fronteras artificiales a abolir o los límites históricos a salvaguardar, utilizando la Paz o la guerra según conviniese a la propaganda. Dolores Ibárruri, La Pasionaria, glosaba así en 1940, en España Popular, el reparto del suelo y la población de Polonia entre Hitler y Stalin: "¡La Polonia de ayer, cárcel de pueblos, república de campos de concentración, de gobernantes traidores a su pueblo, que estaba constituida a la imagen de la democracia de los Blum y Citrine! La socialdemocracia llora sobre la pérdida de Polonia porque el imperialismo ha perdido un punto de apoyo contra la Unión Soviética, contra la patria del proletariado. Llora la pérdida de Polonia porque los ucranianos, bielorrusos, trece millones de seres humanos han conquistado su libertad". Modélico.

Pero el Pacto Molotov-Ribbentropp, que fue la consecuencia natural y lógica de los acuerdos de Munich y cuyo recuerdo se evitó cuidadosamente en los acuerdos de Yalta sigue siendo, desde el punto de vista liberal, la clave moral y política que explica la expansión del totalitarismo en nuestro siglo y la incapacidad de las democracias occidentales para combatirlo eficazmente en todos los terrenos hasta aniquilarlo. Ni Munich frenó a Hitler ni Yalta frenó a Stalin. Si el colapso del imperio soviético es sólo una realidad a medias, si el comunismo continúa oprimiendo a más de la cuarta parte del planeta y si las esperanzas de democratización y liberalización de los países más pobres son tan acuciantes como inciertas, la razón última es que los países con sistemas democrático-liberales no creen lo suficiente en sus valores o no están dispuestos a arriesgar ni dinero ni vidas en la lucha contra las dictaduras de signo totalitario, que es el primer paso para debilitar y transformar los sistemas autoritarios. No se puede pretender ser liberal e inhibirse de la suerte de millones de personas que no disponen de fuerza suficiente para defender sus libertades, su simple derecho a vivir. En ese sentido, la postura de ciertos sectores del liberalismo norteamericano, nacionalista, aislacionista y partidaria de dejar a los europeos pudrirse en sus contradicciones, especialmente si no son socios comerciales o aspiran a ser competidores, resulta tan condenable como su entusiasmo por la apertura del mercado chino a quienes acepten o incluso alaben la sistemática violación de derechos humanos por el régimen de Pekín. La libertad es más que un negocio. La dignidad humana, el ejercicio de todos y cada uno de los derechos humanos reconocidos en la carta de la ONU pueden ser un ideal inalcanzable pero en todo caso irrenunciable para quien se considera liberal.

La naturaleza del conflicto balcánico proviene del carácter totalitario del régimen serbio y también de las costumbres de la clase política de la antigua Yugoslavia, criada y mantenida en la dictadura comunista. No es aceptable la tesis racista de que los conflictos religiosos o supuestamente étnicos de determinadas regiones del mundo sean irresolubles. El caso de España ilustra mejor que otros la falsedad de los estereotipos sobre famosas incapacidades colectivas permanentes para el ejercicio de la libertad. Lo que no es posible en ninguna parte y en ninguna época es que la libertad coexista con la dictadura. Por eso la única solución militar y política en los Balcanes comienza por la derrota y liquidación del régimen de Milosevic y el juicio de sus más significados carniceros, como Mladic o "Arkan", hoy presentes en Kosovo.

Hay una convicción generalizada de que el planteamiento de la intervención de la OTAN ha sido defectuoso y absurdamente limitado a la intervención aérea. Pero esas limitaciones técnicas son la simple traducción de limitaciones políticas, del lastre histórico, casi patológico, que padecen las democracias para enfrentarse al totalitarismo. Sólo una decisión política clara por parte de los países de la OTAN puede conseguir algo más que un forcejeo inútil, unos alardes en el aire que no ahorrarán sufrimientos ni, lo que es peor, traerán esperanza a los albaneses y a todas las víctimas del totalitarismo.

Marek Edelman, el último superviviente de la insurrección del guetto de Varsovia, ha escrito en el diario polaco Gazeta Wyborcza unas palabras que nadie con respeto por los millones de víctimas del totalitarismo y con el deseo de que la libertad sea cada vez más respetada en el mundo puede dejar de suscribir: "Os hago un llamamiento a vosotros, líderes del mundo libre, para que enviéis tropas a Kosovo y para que vuestra intervención no se limite a los bombardeos aéreos. En la situación actual, sólo la presencia de las tropas de la OTAN puede impedir el genocidio albanés. Sé lo doloroso que es, para quienes los envían, la idea de que esos soldados puedan morir, pero también sé como todos los de mi generación, que la libertad tiene y debe tener un precio".

Nada es gratis. Y menos que nada, la libertad.

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