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Los fantasmas de la izquierda

Quien tenga la esperanza de encontrar en este libro la coherencia política e intelectual de su autor acabará, sin duda, sumido en la decepción más absoluta. Cabía suponer que quien perteneció a las Juventudes Socialistas de los años treinta y contempló de cerca el delirio de la opción de un socialismo revolucionario y profundamente antiliberal habría aprendido algo más que simples lamentos sobre la oportunidad perdida de construir una España más moderna y democrática. No se perdió ninguna oportunidad, y bien lo sabe el exdirigente comunista, la oportunidad se había dado por perdida mucho tiempo atrás por quienes habían optado por apoyar una democracia supuestamente burguesa sólo con la intención de que aquella consolidara la posición del proletariado y de ahí alcanzar el ansiado triunfo del socialismo en España.

Carrillo prefiere, sin embargo, insistir en la venta de una mercancía caducada y deplorable. Asistimos atónitos a la explicación de la vida política de la república como un enfrentamiento de suma cero entre una derecha cerril, poderosa y contraria al régimen y una izquierda democrática, plural y solícita ante las demandas socialistas de progreso y bienestar material de la clase obrera. Una república que, claro está, quería ser la antítesis de la monarquía de la Restauración en todos los sentidos, desde la implantación del voto "real" a la moderna y necesaria secularización de la política y la sociedad españolas. Aquella república, según Carrillo, no sucumbió por sus propios defectos, ni siquiera fracasó, su vida fue truncada, primero, por la subida al poder de la coalición fascista-clerical de los radicales y cedistas en octubre de 1934 y, segundo, por la ausencia de ayuda internacional durante la guerra.

La distancia histórica no parece haber servido de nada en el caso de Carrillo; su testimonio cargado de tópicos y versiones canallescas resulta cuanto menos sorprendente al lado de las memorias de otros líderes republicanos y socialistas de los años treinta escritas apenas terminada la guerra civil. Carrillo despacha sin ninguna consideración las reflexiones y la autocrítica del socialista Julián de Zugazagoitia -curiosamente muy contrario a la pendiente de radicalización adoptada por el largocaballerismo en 1935 y 1936, opción apoyada entonces por Carrillo-, del histórico Indalecio Prieto -también enemigo de aquella estrategia, autor a posteriori de una auténtica confesión de culpabilidad ante hechos desgraciados como la revolución asturiana de 1934-, del desdichado Julián Besteiro -al que no perdona Carrillo el haberse paseado por los salones del Congreso o por las aulas de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas mientras sus compañeros socialistas estaban en la cárcel con motivo de la revolución de 1934-...

Permítasenos, ante este desvarío historiográfico, hacer alguna que otra consideración. No sabemos que le parecerán a Carrillo, aunque es fácil imaginarlo, las palabras de Largo Caballero en un mitin en plena campaña para las elecciones generales de noviembre de 1933, mucho antes, por supuesto, de que esa derecha fascista que según Carrillo representaba Gil Robles, consiguiera casi una cuarta parte de los escaños del Congreso: "tenemos que recorrer un período de transición hasta el Socialismo integral, y ese período es la dictadura del proletariado" (El Socialista, 15.11.1993). Y también este titular del 21 de diciembre de aquel mismo año, después de que la voluntad nacional expresada en las urnas hubiera dado como resultado una victoria del centro republicano y de la derecha católica y esa misma victoria se hubiera trasladado a un gobierno de los primeros con apoyo de la segunda: "Decimos desde aquí, al país entero, que públicamente contrae el Partido Socialista el compromiso de desencadenar la revolución."

Los socialistas perdieron escaños en aquellas elecciones generales pero no sufrieron una derrota humillante y mantuvieron un número considerable de diputados. Su actitud demostraba, sin embargo, lo que ya habían anunciado en junio de 1933, que sin un certificado de calidad izquierdista expresamente otorgado por ellos, ningún gobierno, fuera o no todo lo republicano que hiciera falta, podría gobernar bajo su consentimiento. Si a esa concepción tan liberal de la república se suma el exclusivismo de que hicieron gala los republicanos, que no dudaron en declarar perdida la república cuando, por un procedimiento escrupulosamente constitucional y perfectamente legítimo, la derecha católica accedió al poder en 1934, se explica mejor el callejón sin salida en que entró el régimen a partir de 1935. La manera en que los socialistas entendieron la república hacía imposible que ningún partido conservador o de centro gobernara, ganara o no las elecciones. Hubiera dado exactamente igual que el cardenal primado en compañía de Gil Robles hubieran besado la mano del Presidente de la República en señal de sumisión al régimen. El intento de Azaña de hacer viable una república basada en un centro republicano con él como cabeza visible y con los socialistas como apoyo leal por la izquierda, fue una ilusión atractiva pero carente de un fundamento político sólido. Finalmente, tras la victoria del Frente Popular, con la radicalización definitiva del PSOE y el control obrero del orden público en la primavera de 1936, los republicanos quedaron como rehenes del socialismo revolucionario. Se explica así que muchos intelectuales y republicanos abandonaran el país durante aquella primavera y verano, incapaces de controlar su propio régimen y completamente atemorizados ante el uso arbitrario de la fuerza por parte de los sindicatos y demás fuerzas extremista de izquierda y derecha. Para Carrillo, sin embargo, esa fue una "tercera España" cobarde y de dudosa calidad democrática.

Quien así juzga no puede sorprendernos cuando descaradamente oculta la terrible represión que tuvo lugar durante el verano y el otoño en el Madrid de 1936 y además, justifica la persecución y las matanzas de religiosos en el bando republicano entre el 18 de julio de 1936 y los primeros meses de 1937 por la alineación de la iglesia católica en el bando nacionalista. Una vez más hay que puntualizar a Carrillo que estudios recientes nada sospechosos de estar al servicio de la iglesia o de la derecha, han demostrado el error de ese enfoque. Si se observa la cronología de aquellas matanzas del clero se verá que fueron anteriores a cualquier declaración oficial de la iglesia católica en relación a la guerra, una declaración que se alargó en el tiempo. Por otro lado, hoy día sabemos perfectamente que la jerarquía se comportó de manera ambigua y oportunista ante el pronunciamiento, que hubo bastantes e importantes representantes de la iglesia católica que se negaron a colaborar con el bando nacionalista y que no existe una correlación directa entre sacerdotes y frailes; de hecho, aquellas fueron en verdad el detonante del apoyo de la iglesia a los rebeldes y no al contrario. En las elecciones de febrero de 1936 no había habido un discurso político de derechas en términos de cruzada. Es cierto que la propaganda de la coalición antimarxista insistió en la defensa de la religión frente al programa laico del Frente Popular; pero nadie llamó a los católicos a sostener una guerra civil a favor de la religión. Desgraciadamente fue la espiral de violencia contra el clero lo que acabó por decidir a quien todavía no lo estaba de que la República y las creencias católicas eran incompatibles.

Las páginas que dedica Carrillo a Niceto Alcalá-Zamora dan una idea de la profunda intransigencia del socialismo español con cualquier opción conservadora, republicana o no. El juicio crítico al que somete la conducta de Besteiro, la calificación denigrante de Alejandro Lerroux- "el pícaro más extraordinario que transitó por la política española en el presente siglo"- y otras tantas cuestiones que podrían citarse acaban por hacer de este libro un cúmulo de falsedades y auténticas barbaridades históricas. La honestidad exige que recordemos que, al menos, Lerroux nunca podrá ser acusado de asesinato, que Alcalá-Zamora fue el baluarte más importante para proporcionar crédito y respetabilidad al tránsito de la monarquía a la república, y que Besteiro, a pesar de su marxismo ambiguo y de su ineptitud política, no respaldó el levantamiento revolucionario de los socialistas en octubre de 1934 contra la legalidad constitucional y un gobierno legítimo.

Este libro es pues el testimonio de un protagonista militante que parece necesitar la recuperación de una interpretación clásica de la vida política de la Segunda República. Carrillo ha sido, sin embargo, durante la transición española, el principal impulsor de una estrategia de izquierdas basada en la reconciliación, pero sobre todo en el respeto de las instituciones y en la confianza en el sistema constitucional como marco de competencia política y en la libertad de mercado -al menos en la práctica-. Como tantos otros, tras la muerte de Franco, probablemente entendió que el triunfo de una democracia respetuosa con los valores liberales y dispuesta a admitir con todas sus consecuencias la competencia electoral pasaba por la consideración crítica de la política de la Segunda República, esto es, por el abandono de los valores y normas de conducta que habían convertido el régimen republicano en una caricatura perversa con todos los vicios y ninguna de las virtudes de la monarquía constitucional.

Los recuerdos y reflexiones que aparecen en este libro indican, por el contrario, que la explicación de la conducta moderada y tendente al diálogo y al consenso de Carrillo durante la transición en términos de autocrítica personal y de revisión histórica del pasado socialista y comunista español durante la Segunda República, carecen de fundamento.

¿Hay que pensar, pues, que la actitud política de Carrillo, como la de tantos otros sectores de la izquierda española durante la transición, se basaba más en ese oportunismo que les es tan propio y no en la sencilla y honesta rectificación del exclusivismo y la arrogancia política que ostentaron durante la Segunda República? Es probable, pero no sería suficiente para comprender los valores políticos que terminaron predominando a finales de la década de los setenta. Carrillo, como otros protagonistas de la transición, asumieron la revisión crítica de la Segunda República y la plasmaron en la nueva legalidad; un vistazo al texto de la Constitución de 1978, comparándola con el caos técnico de la de 1931, así lo demuestra. Pero esa asunción ha resultado ser, al igual para un sector de la historiografía española, un verdadero fiasco. En el caso de Carrillo es probable que esta memoria histórica, que ahora ha recuperado, responda a una actitud defensiva en momentos de difícil afirmación democrática como fue el cambio de gobierno de la primavera de 1996. Las alabanzas que estos recuerdos de un antiguo largocaballerista han recibido de la mano de ciertos columnistas españoles -tal es el caso de Francisco Umbral- han vuelto a poner de relieve la esquizofrenia histórica y el componente schmittiano de un sector importante de la izquierda española.

Santiago Carrillo, La Segunda República. Recuerdos y reflexiones. El testimonio de un protagonista de primera mano. Plaza y Janés, Barcelona, 1999.

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