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Derechos, instituciones y orden espontáneo: el matrimonio homosexual

Cuando las palabras pierden su significado, el pueblo pierde su libertad*

En un artículo publicado el pasado mes de junio en el diario El País, el escritor Mario Vargas Llosa reflexionaba sobre el amparo legal del matrimonio entre personas del mismo sexo y decía que esta reforma, además de ser un extraordinario paso adelante en el campo de los derechos humanos y la cultura de la libertad, es un acto de justicia porque reconoce a las parejas homosexuales el mismo derecho de unirse y formar una familia y tener descendencia que las leyes reconocen a las parejas heterosexuales. He elegido la opinión de Vargas Llosa sobre el matrimonio homosexual por estar considerado un escritor cercano al pensamiento liberal, lo que demuestra hasta qué punto se ha generalizado el error de elegir el terreno de los derechos y de la libertad para enmarcar este debate. Un error del que es necesario huir en todas las direcciones. Fernando Savater lo intenta pero no lo consigue. Un día después de que Vargas Llosa escribiera que los homosexuales tienen el mismo derecho a formar una familia que los heterosexuales, Savater puntualizaba en el mismo periódico que "invocar la igualdad de derechos en este campo es una tontería, porque las condiciones desiguales permiten derechos específicos para cada una: el de pasar revisiones ginecológicas periódicas, por ejemplo, corresponde a las mujeres pero no a los varones". Es decir, que para el filósofo vasco la equivocación está en que no se pueden reivindicar derechos iguales porque los que corresponden a homosexuales y heterosexuales, lo mismo que a mujeres y hombres, son diferentes y propios.

Digámoslo sin más rodeos: no existen derechos de los homosexuales ni de los heterosexuales, como tampoco se puede hablar de derechos específicos de la mujer o del hombre como género, y menos aún del derecho de contraer matrimonio o el de formar una familia. Lo que pretendo exponer en estas líneas es que empeñarse en analizar la reforma del Código Civil que legaliza el matrimonio de personas del mismo sexo desde la óptica de la igualdad de derechos conduce a un callejón sin salida y es por tanto necesario elegir otras perspectivas. Una imprescindible es examinar el papel que juegan y han jugado las instituciones en el desarrollo de la civilización y considerar si la reforma de la que hablamos, ejecutada desde el poder político y no como resultado de una evolución "natural" del matrimonio y de la familia como instituciones que son, es o no compatible con el desarrollo del orden espontáneo que configura una sociedad abierta.

Ni un derecho ni mayor libertad, sino todo lo contrario

El razonamiento que más han utilizado los que han aplaudido la reforma auspiciada por el Gobierno socialista viene a decir que si los heterosexuales son libres a la hora de contraer matrimonio y de formar una familia, con el consiguiente reconocimiento de estas uniones por parte del Estado, los homosexuales deben tener los mismos derechos, porque de no ser así se cometería una discriminación. Y se ha llegado incluso a decir que si los homosexuales se "integran" en las instituciones del matrimonio y de la familia, éstas quedarían reforzadas.

Entre las múltiples respuestas que pueden darse a estos falaces argumentos, voy a detenerme en una. Si además del matrimonio tradicional, que ya cuenta con el respaldo del Estado, se admite y sanciona jurídicamente sólo una nueva unión, la formada por una pareja homosexual, quedarían discriminadas todas las otras formas de convivencia que también pueden aspirar a disfrutar del beneficio de la legitimación como matrimonio o familia. Y la lista sería casi infinita, desde la tradicional "familia" monacal hasta las comunas de amor libre, pasando por cualquier combinación de personas, incluida la poligamia. Es decir, todas las uniones de personas que libremente decidan compartir vivienda, bienes, afecto o forma de vida. ¿Quién se atreve entonces a poner, y bajo qué criterio, la frontera que divide los tipos de convivencia que el Estado debe legitimar y los que quedan excluidos y por tanto discriminados? Quienes reconocemos el beneficio que para la civilización ha tenido y tiene el matrimonio heterosexual y la familia tradicional tenemos que admitir que efectivamente hay un criterio para fijar la línea divisoria, pero su definición nada tiene que ver, en principio, con las libertades y los derechos individuales, y sí con el derecho positivo que ha reconocido una unión que el hombre ha creado libre y espontáneamente mucho antes que el Estado. John Stuart Mill dejó dicho que solamente cuando hay daño definido o un riesgo concreto, bien para el individuo o bien para la sociedad, sale el tema del marco de la libertad y entra en el de la moralidad y el derecho.

Pero antes de seguir por este camino volvamos a entrar en el callejón sin salida en que se han metido quienes consideran que la reciente reforma del Código Civil supone un avance en la igualdad de derechos. El periodista norteamericano Andrew Sullivan, que se declara homosexual y defiende la unión civil entre personas del mismo sexo, aplica la lógica más aplastante al afirmar que cuando el Estado ampara el matrimonio, más que reconocer derechos, obliga a sus protagonistas a una serie de deberes referentes a la convivencia, al reparto solidario de los bienes, al cuidado mutuo e incluso a la fidelidad y a la monogamia. En este sentido, Douglass North define las instituciones como el conjunto de restricciones diseñadas por los humanos para dar forma a la interacción humana. Más lejos llega Thomas Sowell cuando afirma que, de todos los falsos argumentos a favor del matrimonio homosexual, el más falso de todos es aquél que dice que es un problema de igualdad de derechos. Sowell sostiene que el matrimonio no es un derecho que el Gobierno concede a los individuos, sino una restricción de los derechos que ya tienen, y precisa que las personas que simplemente viven juntas, sean heterosexuales u homosexuales, pueden establecer el acuerdo que mejor les parezca, como dividir sus pertenencias al cincuenta por ciento o de cualquier otra manera, y hacer su unión temporal o permanente. La diferencia con el matrimonio es que éste consagra los principios de altruismo, solidaridad y colectivismo (bienes gananciales) entre sus miembros, por lo que si uno de ellos adquiere un bien con su propio dinero el otro suele ser automáticamente dueño de la mitad del mismo.

Grupos de presión

El análisis de las implicaciones económicas del matrimonio y de la familia tradicional, basadas ambas instituciones en los principios de solidaridad y altruismo, muestra otros aspectos de interés. El colectivismo que impera entre sus miembros, tanto entre padres e hijos como entre cónyuges, repercute, por ejemplo, en la tasa de fertilidad y en la actividad laboral de la mujer. Sobre la primera cuestión Gary Becker mantiene una teoría original. Según este economista, a la hora de tener hijos los padres realizan un "cálculo económico" sobre los costes y los ingresos que dicha decisión tendrá a largo plazo. Si los ingresos superan los costes, los hijos son considerados como una inversión rentable, pero si sucede lo contrario y los ingresos no cubren los gastos entonces la decisión de tener descendencia se rige por otros parámetros, convirtiéndose en un bien de consumo desde el punto estrictamente económico. El desarrollo económico ha provocado un vuelco en el resultado de este cálculo, y por eso la fertilidad es alta en los países atrasados y baja en los desarrollados. En el caso de los países pobres, los ingresos derivados del trabajo agrícola de los menores y de la asistencia a los padres durante su vejez superan a los costes, mientras que en los avanzados los costes suelen ser mayores que los ingresos.

Otra cuestión que también guarda relación con el desarrollo económico de un país es la tardía incorporación de la mujer al mercado de trabajo. Haciendo gala de su incorrección política, Sowell asegura que los hombres y las mujeres se encuentran en diferente situación dentro del matrimonio. El hecho biológico de que sólo las mujeres se queden embarazadas y de que sólo ellas puedan amamantar a sus hijos es determinante para que dediquen más tiempo a la reproducción y al cuidado de los niños, y menos por tanto a su promoción laboral y profesional. Sowell considera que las normas tradicionales de la institución matrimonial y familiar, basadas sobre todo en el reparto colectivo e igualitario de los bienes gananciales y en la monogamia, han favorecido de alguna manera a la mujer, porque la recompensa de su mayor dedicación a la familia. Dado que la mujer ha invertido a menudo más tiempo en crear un hogar y menos en trabajar fuera de éste, el economista norteamericano opina que el contrato matrimonial tradicional es una manera de asegurarle que su inversión será rentable, y más si este contrato es duradero. Y la recompensa será mayor cuanto más bajo sea el nivel educativo de la mujer y la familia sea más numerosa, lo que es un factor que habría que tener en cuenta a la hora de explicar la tardía incorporación de la mujer al mercado de trabajo.

En cualquier caso, estas normas no escritas a las que se refieren Becker y Sowell han servido para favorecer de alguna manera a los miembros de la familia que, bien por razones biológicas o culturales, han estado sometidos a una situación de mayor dependencia, como los hijos y la mujer. Pero aunque dichas normas hayan ido cambiando al ritmo de la propia evolución de la institución y en función del papel asumido por unos y otros, hay que subrayar que se trata de normas institucionalizadas que solamente pueden darse en el seno del matrimonio heterosexual o en el de la familia tradicional, pero que resultan de difícil aplicación en el matrimonio entre homosexuales. Sin embargo, estas normas no son las únicas. Durante siglos han ido creándose y consolidándose tradiciones y leyes alrededor del matrimonio formado por un hombre y una mujer, por lo que resulta complicado y difícil trasladarlas de forma automática a otro tipo de unión. Además, es necesario resaltar que se trata, sobre todo, de normas restrictivas de derechos, por lo que resulta paradójico que los homosexuales quieran asumirlas. Parece indudable que saldrían más beneficiados si dedicaran sus esfuerzos a consolidar el pleno reconocimiento social de una opción elegida por adultos libres y responsables y que puede plasmarse en la unión de convivencia que libremente decidan.

Sowell se pregunta por qué los activistas homosexuales quieren ver restringida su libertad con leyes matrimoniales, cuando nada les impide hacer sus propios contratos con sus particulares normas y celebrar la ceremonia que mejor les parezca. Su respuesta apunta que no se trata de una lucha de los homosexuales sino de un grupo de interés, el formado por los activistas que se arrogan la representación de todo el colectivo. Como cualquier lobby, lo que en realidad buscan son privilegios particulares. Por el momento, ya han conseguido que el Gobierno norteamericano dedique más dinero al sida que a otras enfermedades más mortales y con mayor número de afectados. Desgraciadamente, no son los activistas gays los únicos que actúan de esta manera. Llevamos décadas soportando y pagando el lobby sindical, y también el empresarial, pero el cáncer del pensamiento políticamente correcto obliga también a transigir con las tácticas victimistas de las profesionales del feminismo. Y pronto, como ya sucede en otros países, nos veremos en la obligación de pagar a los activistas que en nombre de minorías culturales y raciales reivindican privilegios.

Entre los instintos y la razón

El asunto que nos ocupa poco o nada tiene que ver, por tanto, con los derechos individuales o civiles que el poder político regula a través del Código Civil, pero sí, y mucho, con otra forma de entender el derecho. Hace casi tres siglos Adam Smith entendió esta diferencia, y vino a decir que la mentalidad intervencionista concibe el derecho como un plan donde la mano "visible" del gobernante pretende ordenar a los miembros de la sociedad del mismo modo que se ordenan las piezas del ajedrez. Por el contrario, en la que él llamó "gran sociedad" cada pieza individual tiene sus propios principios de movimiento. El papel del derecho en el tipo de sociedad que defiende Adam Smith consiste en no dirigir las conductas, sino en refrendar y defender un orden previamente establecido que hace posible la convivencia pacífica entre personas y organizaciones que interactúan por sí mismas.

F. A. Hayek señala que el orden espontáneo esbozado por Smith no surgió de repente, sino a través de un largo periodo de tiempo, con muchos estadios intermedios que no han formado un proceso lineal, ya que el hombre ha experimentado normas de comportamiento diferentes y ha ido seleccionando las más apropiadas en un interrumpido proceso de prueba y error. Las tradiciones, normas e instituciones que el hombre ha ido creando y asumiendo, sin el deseo de la autoridad política y a menudo en contra de ella, las sitúa Hayek entre el instinto y la razón. Así pues, el proceso de civilización desborda por completo al instinto, al que frecuentemente contradice, pero tampoco llega a ser fruto del ejercicio de la razón.

Según esta visión, el matrimonio heterosexual y la familia monogámica tal como ha perdurado en la civilización occidental quedarían situadas en este terreno intermedio, igual que otras instituciones surgidas a medida que la sociedad fue haciéndose más numerosa y compleja, como la moral, el lenguaje, la propiedad privada, el derecho, el comercio, el mercado o la moneda. Estas instituciones pueden agruparse en función de las normas que predominantemente rigen su funcionamiento interno. En algunas, como el matrimonio y la familia, los principios de solidaridad, altruismo y colectivismo son dominantes, aunque no absolutos, porque modernamente es posible establecer separación de bienes entre los cónyuges o acuerdos no plenamente generosos con respecto a hijos mayores que permanecen en la vivienda familiar. Otras instituciones sirven para facilitar la integración de personas ajenas a los grupos más primitivos y se rigen por criterios que poco tienen que ver con el altruismo o el colectivismo, sino que juegan un papel crucial en ellas el beneficio, la competencia y la propiedad privada, a la que Hayek prefiere llamar "plural". Se trata de instituciones que canalizan la cooperación económica, como el comercio, el mercado, la moneda, los precios o las finanzas, y que se rigen por unas normas que inducen al hombre a realizar acciones individuales con unos objetivos nada generosos pero que tienen consecuencias no buscadas y bien distintas a las motivaciones que las generan. Son esos "vicios privados" que según Bernard Mandeville se transforman en "beneficios públicos" y que constituyen el núcleo sobre el que se asienta una sociedad compleja, extensa y abierta. Finalmente, cabría agrupar otras instituciones, como el lenguaje, la moral o el derecho, que mantienen una posición "neutral" bajo estos criterios y que se rigen por normas que se adaptan tanto al principio de solidaridad como al de competencia.

Agrupadas las instituciones según el tipo de normas que en ellas predominan, resulta incongruente que los socialistas mantengan una constante aversión respecto a la institución tradicional del matrimonio y de la familia, ambas regidas por los principios de solidaridad y colectivismo, unos principios que el ideario socialista hace suyos y que pretende imponer a toda la sociedad. Resulta también extraño que ahora pretenda aplicar unas "encorsetadas" normas de comportamiento a unas uniones que podrían beneficiarse de un desarrollado derecho civil que admite una infinidad de contratos privados. El mal llamado "progresismo", lejos de entender la deuda que la civilización moderna tiene contraída con las instituciones tradicionales, reivindica el todavía más antiguo reino de los instintos. Cuando Hayek habla de ese supuesto "buen salvaje" que según Rousseau nació libre y que fue luego encadenado por la sociedad moderna, asegura que "tal vez sea ésta la raíz principal de la fatal arrogancia del moderno racionalismo intelectual, que promete restituirnos a un paraíso en el que nuestros instintos naturales, en lugar de ser reprimidos, serán capaces de ‘dominar la tierra’ como se nos ordena en el Génesis".

Microcosmos y macrocosmos, dos esquemas normativos

Tal vez fue David Hume el primero en percibir la dificultad que tienen las sociedades abiertas a la hora de asumir las normas de altruismo y de colectivismo imperantes en las pequeñas organizaciones. Según Hume, en las sociedades de superior tamaño tan nobles sentimientos, en vez de fomentar la convivencia, casi resultan perjudiciales, llegándose a transformar en el más ciego de los egoísmos. Pero fue Hayek el que asumió sin complejos la aparente paradoja que obliga a acoplar nuestra conducta a un doble esquema normativo. Para el pensador austriaco, parte de los sinsabores que hoy plantea la vida en común deriva de que el hombre se ve obligado a ajustar su conducta a planteamientos y reacciones emocionales, no sólo al instinto, también a los dictados de su capacidad mental, al tener que vivir bajo el influjo de dos tipos de órdenes regidos por normas distintas. Hayek dice que si pretendiéramos aplicar las rígidas pautas de conducta propias del microcosmos, es decir, el orden que caracteriza a la convivencia en la pequeña banda o mesnada, incluso en la propia unidad familiar, al macrocosmos, es decir, al orden propio de la sociedad civilizada en toda su complejidad y extensión, pondríamos en peligro ese segundo tipo de orden. Y si, a la inversa, pretendiéramos aplicar la normativa propia del orden extenso a esas agrupaciones más reducidas acabaríamos con la misma cohesión que las aglutina. Es, pues, inevitable que el hombre permanezca sometido a esa realidad dicotómica. Hayek también advierte del peligro que para la civilización y la sociedad abierta supondría negarse a asumir las instituciones tradicionales, ya que se corre el peligro de "condenar a la muerte y a la miseria a gran parte de la población actual".

Merece la pena detenerse un momento aquí para comentar la diferente visión que sobre este punto mantuvo Ayn Rand. Durante un simposio celebrado recientemente con motivo del centenario del nacimiento de la autora de La rebelión de Atlas, el economista Steve Horwitz presentó una ponencia, titulada Dos mundos a la vez: Rand, Hayek y la ética del Micro y Macro Cosmos, en la que comparó las opiniones de Rand y Hayek sobre la familia. Horwitz explicó que la primera vio a la familia como una institución que a menudo alienta el colectivismo y el altruismo, unos principios a los que la creadora del objetivismo se oponía. Sin embargo, Hayek consideró a la familia como una institución central de la cultura, gracias a la cual las reglas de la justa conducta son transmitidas de generación en generación, y advirtió que los sistemas éticos del siglo XX intentaron inapropiadamente extender el colectivismo y el altruismo de la familia a una escala social, pero también vio que el sistema ético de Rand encierra un peligro: la inapropiada intromisión de la ética social en la intimidad de la familia. Horwitz ha intentado elaborar una teoría "austriaca" de la familia partiendo del papel que juega como institución civilizadora y sobre el conocimiento disperso y el "saber tácito" de Hayek. Según Horwitz, cabría considerar a la familia como un puente entre ambos órdenes, ya que ayuda a que los individuos aprendan desde su nacimiento las reglas sociales del orden extenso necesarias para funcionar en el mundo, pues al ocupar esta institución una posición de privilegio tiene la mejor información para proporcionar este aprendizaje.

Además de la labor civilizadora que tienen las instituciones, la del matrimonio y de la familia entre ellas, hay que destacar el importante papel que juegan para el individuo. Sobre este asunto, Hayek sostiene que, más que ayudarle a prever, se limitan a orientarle en determinadas situaciones reales sobre lo que debe o no debe hacer, y añade que cuando en innumerables ocasiones no sabemos por qué hacemos lo que hacemos, las normas y usos aprendidos han sido capaces de crear un orden de eficacia superior. Es sin embargo Arnold Gehlen, el creador del institucionalismo moderno, el que con su teoría de la "sobrecarga" más ha estudiado cómo operan las instituciones en el individuo. Gehlen mantiene una posición muy similar a la de Hayek, ya que considera que las conductas individuales se caracterizan por no ser instintivas, aunque afirma que tampoco son siempre el resultado de la conciencia racional. Porque si las personas gobernaran sus conductas mediante constantes ejercicios de conciencia, ello supondría un esfuerzo insoportable que terminaría provocando una sobrecarga. Gehlen concibe las instituciones como canal liberador de dicha sobrecarga, al eximir al individuo, dentro de ciertos márgenes, del uso constante de la conciencia en su actividad. Gehlen expresa de forma parecida a como lo hace Hayek el papel de las instituciones en la vida social diciendo que "substituyen al instinto". Según esta visión, las instituciones regulan y solucionan muchos problemas que plantea la vida en sociedad al ofrecer respuestas adecuadas y socialmente aceptadas, por ser éstas coherentes con cierta escala de valores.

Generación espontánea

También es necesario analizar los cambios que han experimentado las instituciones a lo largo del tiempo, porque en el debate suscitado en torno a la modificación del Código Civil se ha afirmado que amparar legalmente como matrimonio una pareja homosexual podría considerarse como el resultado de una positiva evolución de la institución familiar. Efectivamente, las instituciones cambian y evolucionan, y el matrimonio y la familia se han transformado igual o más que lo han hecho el lenguaje, la propiedad, el comercio o la moneda. Pero no han cambiado por decisión del poder político o de un grupo de presión, sino como resultado de las libres acciones y los esfuerzos de millones de individuos a lo largo de siglos; es decir, la aparición, permanencia y transformación de las instituciones son el resultado de la acción humana, pero no del diseño humano. Y cuando esto último sucede se va en sentido opuesto a como lo hace una sociedad libre y extensa. Además, las instituciones evolucionan cumpliendo determinadas pautas. Veamos dos ejemplos.

Las relativas al comercio, la moneda y las finanzas, aparecidas espontáneamente por este orden, han contribuido como pocas a crear la única civilización abierta actualmente existente, lo que ha motivado la desconfianza, el desprecio y hasta el odio con que han sido tratadas por las comunidades primitivas, las mentes más retrógradas e ignorantes y, cómo no, por los intelectuales de izquierdas. Además, desde la revolución marginalista podemos entender que los comportamientos humanos que conforman estas instituciones han contribuido, más eficazmente incluso que la mera producción, a satisfacer las necesidades de la comunidad y a mejorar, por tanto, su bienestar. Lo que importa señalar en este momento es que la actividad comercial, es decir, el intercambio beneficioso para ambas partes, propició en una etapa determinada, y con el fin de reducir los elevados costes de transacción que suponía el trueque o el intercambio indirecto, el que los individuos aceptaran un bien que se llamó "dinero" y que servía para conservar el fruto de su esfuerzo de cara al futuro y que además era, por su liquidez, un buen medio de pago y una eficaz unidad de cuenta. Posteriormente, para hacer más seguro y cómodo el traslado de las monedas, preferentemente de oro, apareció un servicio que se llamará "bancario" y que consistió en dar a cambio del dinero depositado unos billetes, es decir, una deuda al portador que se aceptaba como medio de pago. Y, más recientemente, los bancos así constituidos desarrollaron su negocio captando fondos de los ahorradores ofreciéndoles un interés, para compensarles del sacrificio que supone posponer su consumo, y cobrando a los inversores que demandaban créditos otro interés mayor que el anterior pero menor que el beneficio esperado por el inversor, por lo que los tipos de interés eran un precio fijado por el mercado. En suma, que la extensión del comercio como institución generó una nueva, la monetaria, y que ésta a su vez crea las bases de otra tercera, la financiera. Este proceso espontáneo se produjo a pesar de que el poder político despótico siempre ha intentado monopolizar la fabricación de dinero y de que los bancos centrales han terminado usurpando al mercado, al sustituir el patrón oro por el papel moneda, la facultad de fijar precios al crédito y rendimientos al ahorro, lo que ha generado inflación y crisis cíclicas.

Cuando se trata de una institución del microcosmos, como la familia, las pautas sobre las que evoluciona y cambia son similares. Dos acontecimientos cruciales y modernos han modificado como pocos la institución familiar, centrada antes de que se produjeran en la autoridad del pater familias. Actuando sobre el cálculo racional de costes y beneficios de que habla Becker y bajo el principio de solidaridad entre generaciones, la autoridad familiar "externalizó" la función educativa que antes ejercía, creándose entonces una nueva institución, la escuela, sin que ello supusiera que la familia renunciara a controlar esta función, sino que simplemente la delegó. El que el mal llamado "Estado de Bienestar" monopolizara esta labor, haciéndola incluso obligatoria, recuerda el ansia del poder político en la esfera monetaria, aunque en este caso no se trata de fabricar dinero sino de controlar conciencias. El segundo acontecimiento es la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, que también se ha producido porque al acceder previamente este colectivo a la enseñanza los beneficios del trabajo productivo fuera del hogar superaron a los costes generados por el cambio. También aquí la intervención del poder político sobre el mercado de trabajo, y especialmente la imposición de leyes sobre el salario mínimo, ha desvirtuado este proceso espontáneo, retrasándolo y generando mayor desempleo entre las mujeres. Pero en cualquier caso, e igual que sucede en la evolución de las instituciones del orden extenso, ésta se produce mediante un proceso continuo de generación espontánea; es decir, el desarrollo de una institución genera la creación de otra nueva o el reforzamiento de una ya existente.

Es evidente que la "incorporación" de las uniones homosexuales a la institución del matrimonio o de la familia no encaja en este modelo de evolución, como también resulta extraño con todo lo anteriormente expuesto. El matrimonio heterosexual y la familia tradicional son instituciones creadas espontáneamente por millones de voluntades a lo largo de miles de años que perduran en la sociedad moderna y compleja a pesar de regir en ellas normas de solidaridad propias del microcosmos, porque cumplen, además de una función de "orientación" o "descarga" para el individuo en sus relaciones sociales, otra esencial para el avance del orden extenso. Esta última función es a su vez doble: por un lado potencia el aumento de la población, condición esencial y básica para el desarrollo de una civilización basada en la división del trabajo, y posibilita por el otro la transmisión entre generaciones del "saber tácito". Además, también los individuos libres y propietarios han establecido otras uniones en las que sus miembros no se ven sometidos a restricciones a la hora de decidir acuerdos de convivencia y de reparto de bienes. En cualquier caso, el Estado, a través del derecho civil positivo, ampara legalmente todas las uniones, pero está obligado a proteger especialmente a las primeras porque cumplen funciones más esenciales para la sociedad abierta.

Es comprensible que el inepto Gobierno actual no entienda esta diferencia, pero es casi peor que los políticos de la derecha se muestren incapaces de articular un discurso serio y profundo sobre estas cuestiones, ya que ni siquiera intuyen la gravedad que encierra esta batalla ideológica. Perdida definitivamente la lucha en el campo económico, el socialismo quiere ahora "transformar la sociedad" interviniendo en la esfera de los derechos, sin entender que éstos son anteriores y superiores a los que concede la ley positiva. Triunfa así en la izquierda ese "pensamiento débil" del que habla Gianni Vattimo y que inventa derechos para las minorías culturales (multiculturalismo), para las mujeres (cuotas y discriminación positiva), para los homosexuales (matrimonio), para los responsables de los enfermos terminales (eutanasia) e incluso para los animales. Y todo ello bajo el paraguas de la corrección política, que, asumida por la derecha con terrorífica facilidad, primero envenena y manipula el lenguaje para luego intentar acabar con la libertad.



* (*) Esta frase de Confucio encabeza el Capítulo VII de La fatal arrogancia, obra de F. A. Hayek que contiene muchas de las ideas que en este artículo se exponen.

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