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Hazlitt: en primera línea de combate por la libertad

En una de sus obras maestras, Los límites de la libertad, James M. Buchanan ofrece la mejor explicación que nunca he visto sobre la sorprendente escasez de políticos liberales. Es posible que las ideas que defienden el capitalismo, la propiedad privada y la autonomía del individuo no sean mayoritarias en la sociedad, pero tampoco son tan escasas como parecería viendo la escasa nómina de sus representantes y la amplia lista de intervencionistas que pueblan los escaños de todo Occidente. Buchanan lo atribuye a la coherencia de unos y otros con lo que piensan.

No es realista dar por sentado que aquellos que deben su puesto a procesos electorales y ocupan posiciones de responsabilidad en los ámbitos ejecutivo y legislativo no tienen preferencias personales sobre el tamaño del sector público, en qué es mejor invertir el dinero público y sus propios ingresos. (...) Es muy probable que quienes asignan valores relativamente altos a la capacidad de influir en los procesos colectivos –en el sentido incorruptiblemente auténtico de hacer el bien para beneficio de toda la comunidad– busquen alcanzar metas sociales con medios gubernamentales. En contraste, es improbable que se sientan atraídas por la política aquellas personas que desean que la actividad del Gobierno en la sociedad se reduzca a niveles mínimos.

La lógica de la argumentación de Buchanan lanza un preocupante mensaje sobre aquellos que amamos la libertad: no hay políticos liberales porque, si son políticos, no pueden ser liberales. Algo parecido podría decirse si en vez de de políticos hablamos de periodistas, directores de cine, escritores o artistas. No es habitual encontrar defensores del libre mercado en esos gremios. En cierto sentido es comprensible: los héroes liberales son empresarios, ingenieros o inversores. Steve Jobs o Benjamin Graham son un modelo de inspiración por lo que hicieron, más allá de que podamos leer sus escritos con admiración.

En el mejor de los casos, es posible encontrar un buen puñado de filósofos y economistas que nos consuelen. Las obras de Adam Smith, Friedrich Hayek o Milton Friedman servirán para que los liberales nos reafirmemos en nuestro ideario, pero no para que nos lancemos a las calles a defenderlo.

Como explica Buchanan, la visión colectivista de la sociedad llama al cambio. La utopía de los socialistas sólo puede construirse con su participación directa. Es normal, por lo tanto, que aquellos que aspiran a un cargo público, que escriben en los periódicos o que se dedican a la literatura sientan que tienen el deber de convencer a los demás para avanzar en el camino que su ideología les marca. Cualquiera de estas actividades será mucho menos probable para alguien que crea en la autonomía individual, el orden espontáneo o el desarrollo paulatino de la sociedad libre. El problema para los liberales es que sabemos que, si no plantamos cara, perderemos la batalla.

Por todo eso es reconfortante encontrarse de nuevo con Henry Hazlitt y su magnífico La economía en una lección, gracias a Unión Editorial, que ha publicado una nueva edición con prólogo de Juan Ramón Rallo.

Si hay un liberal que se haya dedicado a luchar con toda la fuerza de sus convicciones contra el asfixiante colectivismo ambiental, ése ha sido Hazlitt. Leer la pequeña semblanza que le dedica Llewellyn Rockwell es toda una fuente de inspiración para los que creemos en el inigualable valor de la libertad.

Hazlitt lo tuvo todo en contra para ser liberal y a favor para caer rendido en los brazos del intervencionismo. Siempre avanzó a contracorriente, y nunca cejó en su empeño de transmitir los principios en los que creía. Nacido en 1894, conoció de primera mano la Gran Depresión, que advino cuando comenzaba a despuntar como uno de los articulistas más brillantes del periodismo norteamericano. En 1933 fue despedido de The Nation, una de las publicaciones centrales de la izquierda estadounidense, por no plegarse a los nuevos tiempos, dominados por el New Deal de F. D. Roosevelt. De allí fue a The New York Times, donde estuvo doce años escribiendo editoriales y reseñas en contra del intervencionismo. Luego pasó a Newsweek, donde se convirtió en uno de los más influyentes columnistas del país, y Los Angeles Times.

En todos los medios donde escribió, Hazlitt disfrutó del calor del público, aunque no de sus editores, molestos con esa voz crítica que ponía siempre un pero en el discurso políticamente correcto. Pero no por ello dejó de perseverar en el empeño de enseñar a los estadounidenses que lo que había hecho grande a su país no era el intervencionismo gubernamental, sino todo lo contrario. Hazlitt siempre escribió en terreno enemigo, pero no por eso dejó de jugar al ataque. Y los resultados avalan su atrevimiento.

Porque si como articulista fue importante, como ensayista fue uno de los más influyentes economistas del siglo XX. Quizás en este ámbito no haya un libro de divulgación más famoso, al menos en los países anglosajones, que La economía en una lección. A lo largo de 23 pequeños capítulos, Hazlitt va desmenuzando las claves de la ciencia económica, mostrando las mentiras que se esconden tras el intervencionismo, enseñando todo el potencial de una sociedad y un mercado libres. Sus frases son certeras, convincentes y precisas. Los ejemplos más fáciles de entender se mezclan con sentencias que el lector recordará durante mucho tiempo:

  • sobre los impuestos a las empresas: "Cuando una empresa pierde cien centavos por cada dólar perdido y sólo puede conservar sesenta por cada dólar ganado, cuando no puede compensar sus años de pérdidas con los de ganancias o no puede hacerlo adecuadamente, su línea de conducta queda perturbada. No intensificará su actividad mercantil, o si lo hace, solo incrementará aquellas operaciones que implican un mínimo riesgo";
  • sobre el Estado del Bienestar: "Como advirtiera Alexander Hamilton en El Federalista, ‘el dominio sobre la subsistencia de un hombre equivale al dominio sobre su voluntad";
  • sobre el salario mínimo: "Se prohíbe a cualquiera trabajar cuarenta horas semanales por 32 dólares; [y al mismo tiempo] se ofrece una asistencia de 18 dólares semanales. Esto equivale a haber prohibido que una persona emplee su tiempo eficientemente ganando, por ejemplo, veinticinco dólares semanales, manteniéndole en cambio inactivo ganando un subsidio de 18 dólares".
  • sobre la inflación: "La inflación es la autosugestión, la hipnosis o la anestesia que amortigua el dolor de la operación. Es el opio del pueblo".

Las apenas doscientas páginas de esta obra maestra están llenas de sentencias brillantes, hallazgos sorprendentes, ingeniosas asociaciones. Desgraciadamente, al liberalismo le han faltado en primera línea de combate muchos guerreros como Hazlitt. Él peleó casi en solitario, con la compañía de otros pocos locos amantes de la libertad. Y pese a su inferioridad numérica, ganó muchas batallas. Algunas de las verdades absolutas que el intervencionismo proclamó ufano durante décadas hoy han sido desechadas y mandadas al cajón de los trastos inservibles. Y eso debemos agradecérselo en gran parte a los que, como Hazlitt, no se dieron un segundo de descanso en la defensa de los valores en que creían. Se necesitaría que muchos más recogieran su testigo y continuaran la lucha.

Henry Hazlitt, La economía en una lección, Unión Editorial, Madrid, 2011, 234 páginas.

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